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El gesto desdeñoso de Mademoiselle de Chémerault dejó entender que no daba a aquello ninguna importancia porque guardaba una carta más alta en la manga.

— Pues… al cardenal y al rey.

— ¡Deliráis!

— De ninguna manera. La idea se me ocurrió desde que se busca a César de Vendôme por intento de envenenamiento. ¿Por qué no iba a seguir las instrucciones de su jefe esa sirvienta fiel de la familia? Si se descubre veneno en su posesión o en un lugar que ella haya habitado, todos saldrían ganando porque eso confirmaría la acusación contra César. Y para los dolores del cardenal, sería una buena medicina poder desembarazarse al fin de los Vendôme. ¡Los odia desde hace tanto tiempo…!

— Sigo pensando que veis visiones, señorita, y que el odio os ha extraviado. Creo que podríais demoler el Louvre, Saint-Germain, Fontainebleau, Chantilly, Madrid y todas las posesiones reales sin encontrar ninguna prueba de que ella sea una envenenadora.

— Me disgusta contradeciros, señor teniente civil, pero cuando se busca una cosa con la firme intención de encontrarla, siempre se consigue.

De su manga ribeteada de pieles, extrajo un frasquito de grueso vidrio azul que reflejó entre sus dedos enguantados la luz de las velas. Laffemas se sobresaltó y sus pupilas se estrecharon. Tendió la mano hacia el objeto, que su interlocutora retiró de inmediato.

— ¿De dónde habéis sacado eso?

— ¡Poco importa! Lo que cuenta es que el frasco sea descubierto en el lugar preciso y por la persona precisa. Después, sólo tendréis que enviar a vuestra gente a la Visitation con una orden de arresto contra la cual ni Madame Maupeou, ni el mismo Monsieur Vincent si pasara por allí, podrán hacer nada.

El teniente de policía se levantó muy agitado y se puso a caminar arriba y abajo por su gabinete; finalmente dio un puñetazo sobre la mesa y dijo:

— No contéis conmigo. Vuestro proyecto quizá sea perfecto para llevar a cabo vuestra venganza, pero conduce a Sylvie de Valaines directamente a la tortura y el patíbulo. Y yo la quiero a ella, no a un cadáver sin cabeza o a un cuerpo destrozado por el verdugo.

— ¡No digáis tonterías! ¡Me hacéis dudar de vuestra inteligencia! Cuando la chica esté tras las rejas de la Bastilla, tendréis todas las oportunidades del mundo para saciar vuestra… pasión.

— ¿Bajo la vigilancia del gobernador, el señor du Tremblay, que me aborrece?

— Pues bien, ayudadla a evadirse y escondedla en algún rincón tranquilo. ¡La tendréis toda para vos, y como la habréis salvado de una muerte atroz, además os estará eternamente agradecida!

El cuadro era idílico, pero Laffemas tenía buenas razones para dudar de obtener nunca la gratitud de Sylvie. Iba a decir algo cuando su visitante se puso en pie, colocó de nuevo el frasquito en su manga y se dispuso a partir. El protestó:

— ¡No hemos terminado de discutir este tema, mademoiselle!

— ¡Yo sí! Ah, lo olvidaba: habrá un baile en la corteen honor del mariscal de La Meilleraye, que tantas bellas victorias ha conseguido para nosotros, y no tengo nada adecuado en mi guardarropa. Mis trapos están ya vistos, revistos y aburridos. ¡Y quiero estar guapa!

— ¿Eso significa que queréis dinero? Pues bien, sea, pero yo quiero ese frasco.

— ¿Para que lo tiréis y dejéis que me siga obsesionando esa mosquita muerta? ¡Nunca!

— ¡O eso o nada! No obtendréis nada de mí si no me dais el frasco. Os juro que no lo tiraré y que tengo intención de servirme de él… ¡pero a mi manera! ¿Dónde decís que lo han encontrado?

— Entre dos piedras de la muralla, detrás de una tapicería, en el castillo de Saint-Germain, en la habitación que ella ocupaba. Pero…

— ¡He dicho que me lo deis!

Ella no se decidió a obedecer hasta que una bolsa bastante abultada apareció en la mano de Laffemas. Y aun entonces lo hizo a regañadientes, y sin que pudiera contenerse de preguntar:

— ¿Qué vais a hacer con él?

— El cardenal lo recibirá de manos de una persona que no será ni vos ni yo, dado que él tiende a desconfiar de nosotros cuando se trata de esa joven. O mucho me equivoco, o hará saber a Madame de Maupeou que desea hablar de un asunto grave con la novicia, y, como cada vez le resulta más difícil desplazarse, se la enviarán con una fuerte escolta. Yo seguiré de cerca los acontecimientos, y según sea el resultado de la entrevista, actuaré…

— ¿Y qué haréis?

— Aún lo ignoro, pero tanto si vuelven a llevar a Mademoiselle de Valaines a la Visitation como si la trasladan a la Bastilla, el camino será el mismo, porque apenas hay unos pasos entre los dos edificios. Añado, únicamente para vuestra satisfacción, que poseo en Nogent una casa bastante bonita con la que ella tendrá que contentarse.

— Si estáis dispuesto a llevar a cabo una cosa así, es que estáis todavía más loco de lo que creía, pero haced lo que os plazca… Y si no, ya me las arreglaré para hacer yo lo que me plazca a mí.

Cuando ella se disponía ya a cruzar la puerta, la retuvo.

— Una pregunta más. ¿En qué circunstancias habéis descubierto el frasco?

— Oh, muy sencillo: hacía tiempo que no me gustaba la habitación que me habían asignado en el castillo, y conseguí por fin que me dieran otra: precisamente la que había ocupado antes la «gatita». Naturalmente, quise cambiar algunos detalles… y encontré el frasco. Muy sencillo, como veis.

Cuando el traqueteo de su coche se apagó en la noche, Laffemas permaneció pensativo, con la mirada fija en el frasco que había colocado delante de él, en su escritorio. No le cabía la menor duda de que se trataba de una fábula inventada por la ávida Chémerault, y que el veneno tenía alguna otra procedencia misteriosa. No dejaba de resultar inquietante que aquella amable señorita pudiera procurarse veneno a voluntad. ¿No era eso lo que había sugerido cuando le advirtió que si el proyecto de Laffemas fracasaba, ella lo retomaría por cuenta propia? En ese caso, más valdría abstenerse en el futuro de compartir con la Bella Bribona cualquier tipo de comestible…

— Mientras tanto -acabó sus reflexiones en voz alta-, hay que descubrir dónde se procura esa poción. ¡Y ésa es tarea para mí!

Mientras tanto, en la Visitation Sainte-Marie, Sylvie llevaba una existencia mucho más agradable de lo que había imaginado. Ciertamente, la regla y la madre superiora eran severas, pero en su isla Sylvie se había habituado a una vida bastante austera, y los frecuentes ayunos no le importaban. En cambio, la falta de sueño regular que exigían los oficios nocturnos le resultaba penosa, y también las largas horas arrodillada sobre las losas de la capilla, pero esos pequeños inconvenientes quedaban compensados por la atmósfera amable y serena que la rodeaba. Las mujeres con las que convivía estaban allí por una elección deliberada, no obligadas. También supuso para ella una alegría volver a ver a la hermana Louise-Angélique.

Siempre igual de bella, pero con una belleza más etérea bajo el severo hábito negro, y siempre tan dulce, la hermana Louise experimentó un verdadero placer al encontrarse de forma inesperada con la novicia conocida únicamente en el convento con el nombre de Marie-Sylvie. Gracias a ella, por entonces maestra de novicias, ésta fue muy pronto apreciada por sus compañeras, sobre todo por tres hermanas, Anne, Elisabeth y Marie Fouquet, que eran sobrinas de la superiora, hijas de su hermana casada con un consejero de Estado, François Fouquet, que había llegado a la magistratura a través del comercio al por mayor. La pareja, verdadero modelo de virtudes cristianas, muy unida a Monsieur Vincent, a los Arnauld y a todo ese mundo surgido de la Contrarreforma y protegido por Richelieu, había tenido una decena de hijos, seis o siete niñas y tres varones. Todos ellos habían abrazado el servicio de Dios, ellas en diferentes conventos y ellos en las órdenes, a excepción de uno, el más dotado y brillante, destinado a continuar la familia y a ilustrarla tanto como le fuera posible. En aquella época el patriarca había fallecido y el jefe de la familia, aparte los derechos del primogénito, obispo de Bayona, era el joven Nicolas, relator en el Parlamento de París y ya poseedor de una considerable fortuna, engrosada además por una boda rica; a veces se acercaba al locutorio de la Visitation a saludar a sus «novicias», o a la capilla a arrodillarse ante la tumba de su padre o de su joven esposa, muerta de parto.