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En varias ocasiones Sylvie conversó con Nicolas Fouquet y entre ambos nació una corriente de simpatía, prolongación de la que con toda espontaneidad la había aproximado a su hermana Anne. Era un hombre joven de rostro fino e inteligente, con unos bellos ojos grises y una sonrisa que raramente dejaba de alcanzar su objetivo. Moreno, no muy alto pero elegante, siempre admirablemente vestido, el joven relator no debía de sufrir muchos desaires femeninos, a juzgar por las significativas miradas de algunas visitantes cuando se encontraba con ellas en el locutorio. Sus hermanas lo adoraban, y la propia Sylvie se sorprendió pensando que si su corazón no perteneciese a François, tal vez se hubiese mostrado sensible al encanto de aquel muchacho seductor que no conseguía entender lo que hacía ella metida en un convento, y así se lo repetía cada vez que la veía.

Pero la gran felicidad de Sylvie fue volver a ver a su padrino. Por un favor especial debido a la situación en cierto modo excepcional de la «novicia», se vieron, no en el gran locutorio sino en el reservado a la madre superiora, desprovisto de rejas. Allí tuvieron ocasión de caer el uno en brazos de la otra con una emoción tan grande que los privó momentáneamente del habla. Fue únicamente después de numerosos abrazos, los de un padre que encontraba a su hija perdida y de una hija reunida de nuevo con su padre, cuando Perceval apartó a Sylvie hasta la distancia de sus brazos estirados, para verla mejor.

— ¡Nunca habría creído poder vivir lejos de ti tanto tiempo! -suspiró-. Y es una dura prueba encontrarte vestida con ese hábito.

— ¿Es que no me sienta bien? -repuso Sylvie, girando sobre los talones en un gesto tranquilizador sobre el estado de su antigua coquetería.

— Sí, pero oculta tu precioso cabello, y es una pena. Además, te hace mayor… ¿O es que te has hecho mayor, después de tanto tiempo?

— Creo que sí -sonrió Sylvie-. Me parece ver las cosas desde más alto, ¡pero no hasta el punto de sentir vértigo! ¡Oh, querido padrino, he pensado en vos tan a menudo! ¿Creéis que podré algún día volver a vivir a vuestro lado? Ahora ya no pido ninguna otra cosa a la existencia…

Raguenel se echó a reír.

— ¡Pues hay que pedir más! Tienes toda la vida por delante y espero que sepas emplearla en otra cosa que en leer o preparar tisanas para un futuro viejo.

— Sin embargo, es lo que más deseo -dijo Sylvie, cuyo rostro se ensombreció-. Ya veis, incluso en el caso de que a François se le ocurriera amarme por no sé qué alquimia del destino, siempre permanecería entre nosotros el peso del horror que arrastro detrás de mí. Por lo demás, ama a otra, ¡que está muy por encima de mí!

— ¡No sólo existe él en el mundo! -se impacientó Perceval-. Sé cuánto le amas, mi pequeña, pero tienes derecho a una vida propia, que no sea la sombra de la suya. ¿No te gustaría tener hijos?

— ¡Oh, sí! Pero para tener hijos hace falta un marido, ¡y me parece que aún prefiero desposar al Señor!

— Reducirlo a la situación de un mal menor no es muy halagador para El.

— ¡Oh, tiene tantas prometidas fervorosas que yo pasaría inadvertida entre ellas! El por lo menos sabe lo que he tenido que sufrir. Si hubiera de confesarlo a otra persona, me moriría de vergüenza. Y por otra parte, ¿quién me iba a querer ahora?

— ¡Calla! Te prohíbo tener esas ideas, que además son blasfemas. Cuando podamos sacarte de aquí no tendrás ninguna dificultad en casarte si lo deseas…

Después de aquella entrevista, Perceval había vuelto en varias ocasiones, pero mezclado con los demás visitantes del locutorio, que era sin duda el más elegante y frecuentado de París.

Cierto día no acudió solo. Súbitamente confusa, Sylvie descubrió detrás de la reja la silueta alta y esbelta de su enamorado de otra época, convertido entonces en un amigo querido al que seguía llamando Jean d'Autancourt. Pero muy pronto el placer de verle hizo desaparecer su confusión, y Sylvie le tendió espontáneamente dos manos tan menudas que pasaron sin dificultad entre los barrotes de madera.

— ¡Querido marqués! ¡Qué alegría volver a veros…!

— Tendrás que llamarle señor duque -le corrigió Raguenel con una sonrisa-. Nuestro amigo ha pasado por la pena de perder a su padre el mariscal…

— ¡Ni lo uno ni lo otro! -interrumpió el joven-. Para vos yo era Jean en otro tiempo, y me gustaría seguir siéndolo.

— No deseo otra cosa. También he sabido que ahora sois diplomático y que os enviaron a una misión en la corte de la señora duquesa de Saboya…

— Fue muy interesante, pero gracias a Dios no me quedé allí. Nunca me lo habría perdonado: al volver a casa, encontré una carta de Mademoiselle de Hautefort que me citaba en el Vendômois. Por desgracia, cuando llegué allí, no había nadie. Madame de La Flotte y su nieta se habían ido, sin decir a nadie su nueva dirección. Me enteré de que habían recibido por algún tiempo la visita de una joven llamada Sylvie y su acompañante, a la que llamaban Jeannette. Entonces regresé a París para ver al señor caballero de Raguenel, que tenía…

— Muchas cosas que contarle -completó la frase Perceval, con una mirada significativa que hizo ruborizarse a Sylvie.

— ¿Qué le habéis dicho?

— Todo lo que debe saber un hombre cuando pide a una mujer en matrimonio -respondió con gravedad el caballero-. Todo, excepto el nombre del monstruo. Se lo diremos cuando ya no sea un peligro para nadie…

— Es ridículo -protestó el joven-. Puedo afrontar no importa qué peligro, y el rey me distingue con su favor.

— No lo dudo, pero os jugaríais la cabeza sin ningún beneficio para nadie. Creedme, vale más esperar. Yo os avisaré cuando llegue la hora.

En ese momento una religiosa, con las manos ocultas en las amplias mangas del hábito, se acercó a Sylvie y se inclinó para hablarle al oído. Ella se levantó de inmediato.

— Os ruego que me perdonéis -dijo a sus visitantes-, pero la madre superiora pide verme en privado, y debo…

— Nos vamos -anunció Perceval-. No debes hacerla esperar…

— Pero volveremos, ¿no es cierto? ¿Queréis que vuelva? -preguntó el joven duque en tono de súplica.

— Siempre me hará feliz el veros -contestó Sylvie antes de alejarse tras la hermana.

La estancia en que la madre Marguerite recibía a sus visitantes no se parecía en nada al salón de una gran dama: el mobiliario consistía en una mesa de roble con patas en espiral, dos sillas de paja, un candelabro y un reclinatorio; aunque, en la pared, un gran cristo en la cruz de Philippe de Champaigne aportaba una nota de doloroso esplendor. Frente a él, esperaba en pie un hombre vestido severamente de negro pero con la elegancia de un encaje muy bello en el cuello y las mangas. Se apartó al entrar Sylvie, pero ella tuvo la impresión de haberle visto ya en otra ocasión.

— Aquí está Mademoiselle de Valaines -dijo la superiora, acercándose a recibirla-. Hija mía, éste es el Monsieur de Chavigny. Es secretario de Estado y viene de parte de Su Eminencia, que os reclama. El os conducirá al Palais-Cardinal…

— ¿A mí? Pero… creía que el cardenal ignoraba que yo estuviera en París.

— El cardenal lo sabe siempre todo, mademoiselle. Tened la bondad de disponeros a seguirme.