Выбрать главу

Y, como Sylvie seguía sin comprender, la madre Marguerite volvió a tomar la palabra:

— Valdrá más que utilicéis de nuevo, para esta visita, vuestros vestidos mundanos. No sería conveniente que vieran salir de nuestra casa a una monja con su hábito. Por lo demás, aún no lo sois -añadió con una sonrisa.

— Como gustéis, pero tenía visitas en el locutorio. ¿Puedo ir a despedirme de ellos antes de seguir al señor?

Con un gesto vivo, Chavigny se opuso:

— No. Los avisarán de que tenéis una tarea que cumplir, y que… esperáis volver a verlos muy pronto. ¡Vamos! ¡Daos prisa! A Su Eminencia no le gusta esperar.

Sylvie lo sabía desde hacía mucho tiempo, de modo que se apresuró a cambiarse de ropa. Unos minutos más tarde, subía a un coche con el blasón del cardenal cuyas cortinillas estaban bajadas. El señor de Chavigny subió detrás de ella y el coche partió hacia el Louvre y el Palais-Cardinal siguiendo la Rue Saint-Antoine, pero, aparte de que el camino le pareció extrañamente largo, Sylvie se dio cuenta de que doblaban varias veces a la derecha, luego a la izquierda, y por fin otra vez a la derecha. Se inclinó para levantar la cortinilla, pero su acompañante, silencioso desde su marcha, se opuso.

— ¡Estaos quieta!

— Habéis dicho que íbamos…

— ¡A donde Su Eminencia desea que vayáis! De modo que estad tranquila. Por lo demás, ya llegamos.

La inquietud de Sylvie aumentó al darse cuenta de que pasaban ante un cuerpo de guardia, y luego de otro, después de haber cruzado un puente de madera. Una campana sonó cinco veces, se oyeron voces de mando, y cuando por fin se abrió la portezuela y bajaron el estribo del coche, al apearse tuvo la sensación de estar en el fondo de un pozo formado por edificios negruzcos y gruesas torres redondas con troneras en las que aparecían bocas de cañón. ¡La Bastilla! ¡La habían hecho recorrer todo aquel camino para llevarla a la Bastilla, que estaba sólo a unos pasos de la Visitation!

Chavigny le dio tiempo a apreciar la sorpresa que le había reservado, y tal vez esperaba gritos, lágrimas o protestas, pero Sylvie había sufrido demasiados golpes del destino para no preocuparse ante todo por su orgullo y su propia dignidad. Posó sobre su acompañante una mirada gélida.

— ¿Es aquí donde me espera Su Eminencia?

— No. Le veréis más tarde, tal vez.

— Entonces ¿por qué esta comedia? Porque lo es, ¿no es así? Madame de Maupeou nunca habría consentido en dejarme salir si hubiese sabido adonde me llevabais.

— En efecto, pero se da el caso de que el servicio del cardenal, como el del Estado, que es la misma cosa, exige el empleo de la mentira.

Sylvie se permitió el lujo de alzar una ceja con insolencia.

— ¿El cardenal y el Estado son la misma cosa? ¿Dónde dejáis al rey, señor?

El otro se encogió de hombros, molesto.

— Me he expresado mal. Entremos. Os conducirán a vuestro alojamiento.

Fue al pasar por la escribanía cuando Sylvie supo por qué había sido detenida: estaba acusada de haber tenido intención, por cuenta y en complicidad con el duque de Vendôme, de envenenar al cardenal de Richelieu e incluso al rey Luis XIII.

Entonces sintió verdadero miedo, y apretando los dientes se dejó conducir a lo largo de una bella escalera de caracol, lo bastante ancha para que pudieran subirla tres personas en fila, que la llevó hasta el segundo piso de una de las torres. Pero en lugar del sórdido calabozo que temía, fue encerrada en una gran habitación provista de chimenea, una cama oculta tras una cortina de sarga verde, una mesa, dos taburetes y algunos útiles de aseo. Lo único de todo ello que vio Sylvie fue la cama, y fue a tenderse en ella sacudida por sollozos largo tiempo reprimidos, mientras, bajo la mano encallecida del carcelero, se oía el chasquido de los cerrojos que se cerraban a sus espaldas.

Al día siguiente, Jean de Fontsomme volvió al convento. No le había gustado el eclipse de su estrella, y aún menos la explicación que le habían dado: la hermana Marie-Sylvie estaba ocupada en una tarea urgente. El profundo amor que sentía por la joven le había tenido desvelado toda la noche, insinuándole que algo inhabitual, o incluso anormal, había sucedido. Y de hecho, cuando al ser recibido pidió una entrevista con la novicia, le contestaron de inmediato que no era posible y que hasta nueva orden era preferible que no renovara su petición. Con toda evidencia, le ocultaban alguna cosa. Como sabía que conseguir hacer hablar a una religiosa sin la aprobación de su superiora era poco menos que milagroso, no insistió, montó de nuevo a caballo y se fue a casa de Perceval, al que encontró en su librería dándole vueltas en la cabeza a ideas cuyo centro era Sylvie. De modo que escuchó con una atención ceñuda lo que su amigo deseaba decirle.

— ¡Iré allí! -decidió-, y pediré ver a la madre superiora. Soy el padrino y tutor de Sylvie: tendrá que darme respuesta.

Sin embargo, la respuesta fue una negativa a recibirle cortés pero firme. No tanto sin embargo para desanimar al visitante, que iba a lanzarse ya a un vibrante alegato cuando un joven bien parecido que acababa de entrar y había oído la respuesta de la religiosa se adelantó, saludó a Perceval con una cortesía perfecta, y luego se dirigió a la religiosa:

— ¿Cómo es posible que mi tía se niegue a recibir a este gentilhombre? ¿Se encuentra enferma, acaso?

— No, pero…

El final de la frase fue una especie de balido que hizo sonreír al desconocido bajo su bigote fino.

— Por favor, id a decirle que yo acompaño al señor…

— Caballero Perceval de Raguenel, escudero honora-rio de la señora duquesa de Vendôme -completó éste, con una reverencia.

— ¡El caballero de Raguenel es un buen amigo mío! Le ruego que nos conceda unos instantes de conversación. -Y tras una mirada al rostro angustiado del visitante, añadió-: ¡Añadid que es muy desgraciado, y que ella nunca cierra su puerta al dolor, del tipo que sea! Me llamo Nicolas Fouquet -explicó cuando la hermana se hubo alejado-, relator en el Parlamento de París. La madre Marguerite es hermana de mi madre.

Esta debía de querer mucho a su sobrino y confiar plenamente en él, porque muy pronto los dos hombres cruzaron la puerta de su austero gabinete, donde ella se paseaba con las manos en el fondo de sus mangas y una agitación inusual. Se detuvo al verles entrar y protestó de inmediato.

— Al forzar de este modo mi puerta, querido Nicolas, me ponéis en una situación cruel. Y no estoy segura de que no me hayáis mentido: ¿el señor es amigo vuestro?

— Amigo reciente, debo confesarlo, pero no ignoráis, señora, que no soporto ver sufrir a alguien. Ahora os dejo…

— No -cortó Perceval-. Os habéis hecho acreedor, señor, al derecho de saber lo que me trae aquí. Madre, por piedad, decidme qué le ha ocurrido a mi pupila, Mademoiselle de Valaines…

— ¡Si al menos yo lo supiera! -exclamó ella, dirigiéndole una mirada en la que él percibió auténtica angustia.

— ¿Cómo? -dijo Fouquet-. ¿Esa muchacha encantadora con la que ha hecho amistad mi hermana Anne? ¿Qué le ha ocurrido?

Madame de Maupeou guardó silencio, pero visiblemente ardía en deseos de descargar su corazón de una preocupación grave, y la respuesta no tardó en llegar.

— Ayer, después del almuerzo, recibí la visita del señor de Chavigny, secretario de Estado adjunto al cardenal de Richelieu, que traía una carta de éste. En la carta, Su Eminencia me pedía que tuviera a bien confiar a Mademoiselle de Valaines al citado Chavigny, a fin de que él la llevara a su presencia para una conversación confidencial. Me era imposible negarme a lo que pedía el cardenal, sobre todo cuando su enviado era una persona de tanta importancia. Además, Mademoiselle de Valaines sólo está aquí como novicia. De modo que se cambió el hábito por un vestido normal para seguir al señor de Chavigny, que había de traerla de nuevo aquí. Pero…