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— Pero ¿no ha vuelto? -completó Perceval, con el corazón presa de una angustia creciente al pensar en lo que le había ocurrido a Sylvie después de visitar el castillo de Rueil.

— ¿Habéis enviado a preguntar a Su Eminencia? -quiso saber el joven Fouquet.

— Sí. No sé por qué, me asaltó una duda… Como pasaba el tiempo sin que regresara, pedí a nuestro limosnero que llevara un mensaje al Palais-Cardinal, y volvió con esto.

Tendió a Perceval una corta esquela de propia mano de Richelieu, que le hizo erizar el vello de la nuca:

Como sospechosa de colusión con el duque César de Vendôme en el intento de envenenamiento de que está acusado, Mademoiselle de Valaines ha sido encarcelada por orden mía en la Bastilla, hasta el esclarecimiento de los hechos.

Richelieu

— Leed, señor -dijo Perceval, y tendió la esquela a su nuevo amigo-, tenéis derecho a saberlo…

La reacción del joven fue inmediata.

— ¡Es grotesco! -exclamó-. ¿Una envenenadora, esa niña? ¡Es necesario no haberla mirado jamás de frente para creer una cosa así! Tiene una mirada transparente. En sus ojos puede verse el fondo de su corazón.

— Sin embargo, el cardenal la conoce bien. Cuando era doncella de honor de la reina, fue a cantar para él en varias ocasiones.

— ¡Ay, eso no es nada bueno! Si Richelieu tiene razones para suponer que ella le ha engañado, será despiadado… De hecho, siempre lo es, pero cuando su amor propio está en juego…

— ¡Señor, señor, me espantáis! -gimió Perceval.

— Perdonadme -dijo Fouquet con una sonrisa-, tengo la mala costumbre de ponerme en el peor de los casos. Soy abogado de formación, ya veis… Y, dicho sea de paso, os propongo asumir la defensa de vuestra ahijada si el caso llega a verse ante un tribunal. Creedme, soy bastante hábil.

— No lo dudo, y os doy las gracias. Gracias también a vos, señora, por haberme hecho saber la verdad.

— Habría querido ahorrárosla, pero soy como mi sobrino, no consigo creer que sea culpable. Es una muchacha deliciosa, y muy espontánea. ¡Estoy desolada al saber que la han llevado a la Bastilla! Sin contar lo que me veré obligada a decirle a Madame de La Flotte, que me la confió…

— ¡No os angustiéis de antemano, que cada día tiene su afán, querida tía! Os beso las manos. Venid, caballero, vamos a mi casa y charlaremos acerca de esta acusación inverosímil.

— ¡Mil gracias! Pero más tarde, si lo tenéis a bien. En primer lugar debo regresar a mi casa, porque me espera allí un joven que…

— ¡Ni una palabra más! Corred a su lado. Id a verme cuando os venga bien. Vivo en la Rue de la Verrerie.

Al volver a su casa, Perceval no dejó de mirar en la dirección de la Bastilla, cuyas formidables torres se alzaban como un telón de fondo al final de la Rue Saint-Antoine. ¡Su pequeña Sylvie, tan encantadora y delicada, estaba en aquel monstruo de piedra! Sin embargo, a pesar de la terrible amenaza que pendía sobre su cabeza, Raguenel no pudo impedir el experimentar un gran alivio, tal había sido su temor de que recomenzara la horrible desventura y la niña hubiera caído de nuevo en manos del sádico asesino de su madre. Ciertamente, era de temer que el teniente civil consiguiera llegar hasta ella, pero todo el mundo conocía el rigor con que Charles du Tremblay, hermano del difunto ministro de Richelieu conocido como la Eminencia Gris, dirigía la fortaleza y a sus subordinados. Era un hombre de una piedad austera, y no era concebible que se perpetrara ningún atentado en un castillo cuya guarda le había encomendado el rey.

Fue lo que intentó explicar a Jean cuando se reunió con él en su biblioteca. El joven duque escuchó su relato sin pronunciar palabra, pero apenas Perceval hubo terminado de hablar, tomó sus guantes y su sombrero y declaró que iba a ver al rey. Cuando Perceval intentó hacerle ver que era prematuro, y que tal vez podrían discutir la conveniencia de dar un paso así más adelante, respondió en un tono desconocido en éclass="underline"

— ¡La inocencia de Mademoiselle de Valaines no se discute! ¡Y tampoco los medios de librarla de una suerte tan espantosa e injusta!

— Pero ¿qué diréis al rey?

— ¡Que antes de incorporarme en Perpiñán al ejército que manda el mariscal de Brézé, exijo que se devuelva a su familia a la futura duquesa de Fontsomme!

— ¿Seguís deseando casaros con ella? ¿A pesar de… lo que os he contado?

— Más que nunca, precisamente porque deseo hacerla olvidar incluso el nombre de su verdugo. ¡No se rechaza a una mártir, caballero, se la ama todavía más por ello!

Pero cuando Jean de Fontsomme llegó a Saint-Germain, ya hacía varias horas que el rey había partido en dirección a Fontainebleau, desde donde tenía previsto tomar el camino del Rosellón. Se llevaba con él a Cinq-Mars…

Jean ni siquiera intentó ver a la reina, que no tenía ningún poder y de la que desconfiaba un tanto. Su camino le pareció claramente trazado: volvió a su mansión, ordenó los preparativos de marcha y luego fue a despedirse de Raguenel.

— Volveré con lo que pretendo, o no volveré -le dijo.

— ¡Eso sería una estupidez, amigo mío! ¡Sylvie os necesita vivo! ¡Bonita ayuda le prestaréis desde el otro mundo!

El joven se echó a reír.

— ¡Tenéis razón! Me temo que estoy cayendo en la grandilocuencia. Os prometo que haré todo lo posible por protegerme… salvo en un único caso.

— ¡Lo sé! Si se diera ese caso, tampoco yo tendría el menor deseo de seguir en este mundo. ¡Dios os guarde!

— ¡Dios la guarde a ella, sobre todo!

Pasaron varios días sin que Sylvie recibiera más visita que las del carcelero. Si se exceptuaba la privación de libertad y la semioscuridad en que la mantenía la claraboya enrejada abierta a mucha altura en una muralla de casi dos metros de espesor, el régimen de la prisión no era penoso: daban una comida excelente, y demasiado abundante para ella. No le faltaba ni ropa limpia ni jabón. Pero todo ello no impedía que viviera bajo el temor de la terrible acusación que pesaba sobre su cabeza: complicidad con el duque César en un crimen de envenenamiento. La desgracia quería que en parte fuera cierto, desde la famosa noche en que en la mansión desierta del Marais había recibido un frasco cuyo contenido estaba destinado al cardenal en caso de que hiciera arrestar a François por haber matado a un hombre en duelo. [11]Ella había aceptado aquel frasco porque no podía obrar de otra manera, pero se había jurado no utilizarlo jamás, salvo en su propia persona, y lo había escondido como sabemos. ¿Quién había podido encontrarlo en aquella grieta del muro disimulada por un tapiz? Y sobre todo, ¿quién había conseguido establecer una relación entre el frasco y ella, cuando habían pasado tantos meses, años incluso, desde que dejase el servicio de la reina?

No cesaba de repetirse esas preguntas. Le quitaban el sueño y también el apetito, hasta el punto de que debía obligarse a tomar el alimento necesario para la conservación de sus facultades: no quería, cuando la llevaran ante los jueces, ofrecer la imagen de una piltrafa humana sostenida únicamente por un resto de voluntad. ¡Pero qué largo se le hacía el tiempo!

La única distracción con que contaba eran los ruidos de la fortaleza, la campana del reloj que tocaba todos los cuartos de hora, el entrechocar de las llaves o los cerrojos descorridos y vueltos a correr, el paso de los centinelas por las rutas de ronda, las idas y venidas en el patio, las súplicas en ocasiones, y también alguna vez el eco de una canción entonada por una voz gruesa, no muy lejos de ella:

Vive Henri IV, vive ce roy vaillant Ce diable a quatre a le triple talent De boire et de battre et d'être un vert galant…