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Asombrada de la alegría de vivir de que parecía hacer gala aquel preso, preguntó al carcelero cómo se llamaba. El hombre se echó a reír y contestó:

— ¡El mariscal de Bassompierre, mademoiselle! Es una buena persona, y si canta tan fuerte se debe a que le he dicho que había una dama muy bonita justo encima de su celda. Es su manera de haceros la corte…

— ¿Y hace mucho que está ahí?

— Pronto hará doce años, pero no parece aburrirse: come bien, bebe aún mejor y escribe sus memorias. Es posible que muera aquí. Ya no es joven, ¿sabéis?

— ¿Y qué hizo para que lo encerraran?

— Lo ignoro, y si lo supiese, no os lo revelaría porque no tengo derecho a hacerlo. Pero le diré que os ha gustado su música. ¡Eso le alegrará!

En efecto, el mariscal cantó más a menudo y varió su repertorio. Sylvie se lo agradeció, porque en aquella voz sin rostro le parecía haber encontrado un amigo, y al escucharla sus temores se apaciguaban un poco. Sin embargo, una noche, cuando acababa de acostarse, la puerta se abrió y apareció el carcelero. No venía solo: le acompañaban un oficial de la Bastilla y cuatro soldados. Sylvie tuvo que vestirse bajo la mirada de aquel hombre, y renunció a peinarse porque le temblaban demasiado las manos.

Escoltada, bajó, atravesó una parte del patio iluminada apenas por los braseros colocados sobre la muralla, entró por una puerta baja y finalmente se encontró en una sala, también de techo bajo pero muy larga, cuyas bóvedas estaban sostenidas por gruesos pilares. Apoyada en el muro del fondo, en el que se abría una estrecha ventana aspillerada, vio una mesa iluminada por candelabros detrás de la cual estaban sentados tres hombres, dos de ellos de cabello muy corto, flanqueando a otro con el cabello más largo y canoso. Un cuarto hombre escribía, sentado ante una mesa lateral más pequeña. Los guardias llevaron a Sylvie ante los jueces -únicamente podían ser eso- y se retiraron a la entrada de la sala. A pesar de su miedo, la prisionera soltó un ligero suspiro de alivio porque en algún momento había temido encontrarse frente a aquel teniente civil que poblaba sus pesadillas.

El hombre del centro era un comisario del Châtelet. Levantó la vista de los papeles que examinaba y los posó, fríos como los de un basilisco, en la prisionera.

— Os llamáis Sylvie de Valaines, y fuisteis recogida y criada por la señora duquesa de Vendôme, que os introdujo en la corte bajo un falso nombre para ocupar el rango de doncella de honor de la reina.

Como Richelieu lo sabía todo sobre ella, Sylvie no se asombró al ver tan bien informado a aquel hombre. Curiosamente, aquello le dio nuevas fuerzas para defenderse.

— No era un falso nombre -dijo, aparentando más calma de la que en realidad tenía-. El feudo de l'Isle, en el Vendômois, me fue otorgado con todos los requisitos legales por el duque César, a petición de la duquesa.

— Para haberse mostrado tan generosos, debían de amaros mucho. Evidentemente, vos sentíais agradecimiento y también afecto hacia ellos.

— Es cierto. Quiero y respeto infinitamente a la duquesa…

— ¿Y al duque César?

— Menos. Siempre me ha considerado una intrusa, y me ha reprochado la amistad que me unía a sus hijos.

— ¡Ah! ¿Os la reprochaba? En tal caso, es de suponer que habréis aceptado ayudarle a fin de que os viera con buenos ojos.

— ¿Ayudarle a qué?

— Pues… a envenenar a monseñor el cardenal, que os honraba con su predilección.

Una brusca cólera tiñó de púrpura las mejillas de Sylvie.

— Su Eminencia, en efecto, me hacía el honor de llamarme a veces para que le cantara algunas canciones… ¡y yo no tengo por costumbre envenenar a las personas que me reciben con amabilidad!

— ¿Pretendéis afirmar que el duque César nunca os entregó el frasco de veneno que ha sido encontrado en vuestra habitación?

— ¿Mi habitación? Deberíais saber, señor, que las doncellas de honor de la reina no tienen una habitación fija, y pueden pasar de una a otra. Así, cuando estaba en el Louvre, me alojaba en una habitación en la que había vivido antes que yo Mademoiselle de Châteauneuf, que se casó; y supongo que después de mi marcha la adjudicaron a otra persona. Ahora bien, hace mucho tiempoque no soy doncella de honor, y me gustaría saber, si se ha encontrado un frasco sospechoso, por qué razón se supone que me pertenecía a mí y no a otra persona.

— Porque tenéis relación con personas que manejan el veneno con cierta habilidad. Habladme de vuestra habitación en Saint-Germain.

En la mente de Sylvie se dibujó un gran signo de interrogación. ¿Por qué diablos le hablaban de Saint-Germain, adonde ella nunca había llevado el maldito veneno?

— En el Château-Neuf de Saint-Germain sucede lo mismo, incluso agravado, porque al ser el edificio menos amplio, éramos dos e incluso tres cuando había gran servicio de honor. Yo compartía la habitación de Mademoiselle de Pons.

— ¿Estáis pensando en acusarla a ella?

— ¡Dios me libre! Mademoiselle de Pons no tiene nada que reprocharse. Si han encontrado un frasquito, es posible que estuviera en su escondite desde hace decenios. ¿Por qué no desde la época de la reina María? Tengo entendido que entre los Médicis el uso del veneno era bastante corriente.

— Estamos divagando, y os aconsejo que no desviéis el tema. Así pues, ¿negáis haber tenido ese frasco en vuestro poder?

— Pero ¿de qué frasco habláis? Enseñádmelo, al menos.

— No lo tenemos aquí. En cambio, poseemos algunos medios para soltar las lenguas que se niegan a decir la verdad…

Sylvie palideció y sintió que le flaqueaban las piernas. Dios todopoderoso, si le aplicaban la tortura, ¿hasta qué punto resistiría sin confesar lo que fuera con tal de que cesara el sufrimiento? Sin embargo, reunió el valor suficiente para responder:

— No lo dudo, pero sí dudo, en cambio, que la verdad, la auténtica, pueda obtenerse con tales medios.

— Hay ejemplos numerosos y convincentes. Sin embargo, responded antes a una última pregunta: ¿negáis haber recibido del duque César de Vendôme un frasco de veneno destinado al cardenal o al rey?

A Sylvie le dio un vuelco el corazón. Siempre le había inspirado horror la mentira, pero en esta ocasión su vida, la de César y tal vez la de otras personas más queridas dependían de ella. Se irguió, muy derecha, miró al hombre a los ojos y afirmó:

— Lo niego de forma tajante.

— ¡Bien!

El comisario hizo una seña y dos soldados tomaron a la prisionera de los brazos y la llevaron a una sala contigua. Ella adivinó lo que le esperaba y se esforzó por resistirse, pero fue en vano. Se encontró delante de una aterradora maquinaria compuesta por una cama de madera toscamente labrada y provista de un colchón de cuero manchado y enrojecido en algunos puntos, con dos tornos de mano dispuestos uno en la cabecera y el otro a los pies, y provistos de cuerdas para estirar los miembros del torturado. Al lado, delante de un sillón con correas de cuero, se mostraban las tablillas de madera llamadas «borceguíes», con el martillo y las cuñas que se clavaban entre ellas para quebrar las rodillas y las piernas. También había unas largas varas de hierro calentadas al rojo en un brasero llameante y, entre las sombras del fondo de la sala, una gran rueda provista de púas de hierro. Un hombre de gruesos brazos desnudos y musculosos que salían de un justillo de cuero manchado y enrojecido como el colchón, vigilaba aquellos aparatos como un genio maléfico. La infeliz, al borde de la náusea, sintió vacilar sus piernas mientras el comisario le explicaba con lujo de detalles el funcionamiento de aquellos abominables instrumentos. Cerró los ojos, a la espera de que la acostaran en aquella cama, y suplicó un desmayo que no llegaba ni llegaría nunca. Su juventud y buena salud la privaban de esa escapatoria tan socorrida entre las damas de la buena sociedad. Con todas sus fuerzas, pidió ayuda al Cielo en una oración tan ferviente como desordenada. Pero enseguida oyó: