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— Ahora que habéis comprendido lo que os espera, os devolverán a vuestra celda con el fin de que reflexionéis; pero sabed que seréis llamada de nuevo una noche próxima, y que si os obstináis en vuestro silencio culpable, tendréis conocimiento de los talentos de nuestro verdugo… ¡Hablaréis, creedme! No hay ningún ejemplo de lo contrario…

Más muerta que viva, Sylvie volvió a su habitación. Su corazón palpitaba con tal fuerza que tuvo la impresión de que iba a ahogarse. Se sentía tan mal que se dejó caer sobre la cama sin fuerza para desvestirse de nuevo, y allí, como la tarde de su llegada, rompió en sollozos desesperados que sacudieron durante largo rato su cuerpo, antes de que se sumiera en un sueño poblado de pesadillas.

Llegó el día, y con él algo más de lucidez, y Sylvie se esforzó por buscar una salida a la horrible situación en que se encontraba. Ciertamente, el duque César vivía en Inglaterra, de donde sin duda no pensaba regresar por el momento, y en consecuencia no tenía nada que temer de las confesiones que podían arrancar a Sylvie, pero pensaba en el resto de la familia: la duquesa, Elisabeth y, sobre todo, François. Por un instante imaginó un patíbulo al que subían juntos y morían dándose la mano, pero sabía muy bien que era una vana esperanza, y que ella habría de ascender sola los peldaños fatales. Nada podría salvarla de la espada del verdugo, salvo el darse muerte ella misma. Por un momento olvidó los muros entre los que estaba encerrada y volvió a ver las rocas de Belle-Isle, el mar de Belle-Isle, el inmenso paisaje de Belle-Isle habitado por gaviotas plateadas, brumosos amaneceres irisados, gloriosos atardeceres y el acantilado en el que había querido morir. Descubrió entonces que al margen de la alegría de volver a ver a Marie y reencontrar la mirada bondadosa y tierna de su padrino, todos los meses invertidos en intentar devolverla a una vida normal únicamente habían servido para hundirla aún más.

— No es sólo que no estoy hecha para la felicidad -pensó en voz alta-, sino que no estoy segura de poder aportarla a los que me aman…

Ahora el futuro aparecía obstruido por la silueta siniestra de un lecho de tortura que prefiguraba el patíbulo que llegaría después, y eso no lo quería a ningún precio. Como había razonado tiempo atrás en su refugio bretón, Dios no podía castigar a quien elegía abandonar la vida de una manera más dulce que la decidida por los hombres… Evidentemente, en la Bastilla sería menos fácil que frente al océano, porque aquel lugar era ya de por sí una tumba, pero después de todo, ¿qué importaba el decorado? Lo indispensable era acabar cuanto antes-Esperó el paso del carcelero con el almuerzo de mediodía, del que comió una parte según su costumbre; pero en esta ocasión vació el jarro de vino de Borgoña: aun impulsada por el miedo, necesitaba valor para darse la muerte.

Cuando el hombre volvió a recoger la bandeja, sin ocultar su desencanto ante el jarro que tenía la costumbre de vaciar él mismo al salir de la habitación, ella puso manos a la obra. Tomó una de sus sábanas y desgarró con los dientes una tira lo bastante firme para hacer las veces de cuerda; luego subió a un taburete para atarla al armazón de nogal que sostenía las cortinas de su cama. Después hizo un nudo corredizo, se aseguró de que aquel dogal rudimentario funcionaría y, dejando el taburete a los pies de la cama, se arrodilló para pedir perdón a Dios. Lamentó no poder escribir una esquela de despedida a su padrino. En cuanto a François, no valía la pena: él ya la había olvidado.

— ¡Basta de divagar de un lado a otro! -murmuró-. Es preciso acabar de una vez.

Subida de nuevo en el taburete, acababa de pasar el lazo por su cabeza cuando resonó el estruendo de los cerrojos. Apartó entonces su soporte con un puntapié furioso, pero ni siquiera llegó a sentir en el cuello la mordedura de la tela retorcida. Ya estaba junto a ella el oficial que había venido a buscarla de noche, sosteniéndola en sus brazos.

— ¡A mí, vosotros! -gritó a los soldados-. ¡Cortad esto!

Luego la soltó con tanta brusquedad que ella cayó al suelo.

— ¡El suicidio está prohibido aquí! -rugió-. ¡Habrían tenido que meteros en un calabozo! Allí, por lo menos, no hay nada que se pueda utilizar para darse muerte…

— ¡Ni para vivir! -gritó Sylvie, cuya decepción se había convertido en cólera-. ¿Qué puede importaros que alguien se suicide? Es ahorrarle trabajo al verdugo…

— Precisamente, le quitáis el pan de la boca -repuso el hombre con una horrible lógica-. ¡Venid, os esperan!

Ella intentó resistirse, pero muy pronto estuvo inmovilizada.

— ¡Por piedad, dejadme aquí, dejadme morir! -gimió-. ¡No quiero volver abajo!

— Iréis donde tenéis que ir. ¡Vamos, en marcha!

Con la muerte en el alma, si aún no en el cuerpo, Sylvie siguió a los guardias por la escalera, rezando sin esperanza para que sucediera alguna cosa, para que se desprendiera un peldaño o una piedra de la bóveda la aplastara, a fin de evitarle el horrible sufrimiento que se dibujaba en su horizonte.

Al llegar al patio, se volvía ya hacia la puerta baja que tanto temía, cuando el oficial la sujetó del brazo.

— ¡Esta vez no! Vais a dar un pequeño paseo…

El alivio fue enorme, hasta el punto de que Sylvie se habría echado a reír, pero sus piernas aún temblaban cuando la hicieron subir a una carroza idéntica a la que la había esperado delante de la Visitation, y se dejó caer desmadejada, más que sentarse, en los almohadones de paño gris. Se dio cuenta entonces de que a su lado había un hombre vestido de negro, y se echó atrás al acordarse de su aventura de Rueil, pero era únicamente el comisario que la había interrogado la noche anterior y ella se sorprendió agradeciendo a Dios que pareciese haber borrado a Laffemas de su camino. Su prueba habría sido mucho más dura si hubiese tenido que soportarla bajo la mirada inhumana de aquel miserable.

— Sé que no vais a responderme, pero ¿adónde vamos?

— No es un secreto. Vamos al Palais-Cardinal.

De nuevo, las tablas del puente levadizo de la Bastilla crujieron al paso del coche…

8. De Caribdis a Scylla

Al bajar del coche en el patio del palacio, Sylvie se dio cuenta de que se estaba preparando un viaje. En torno a un extraño carruaje tapizado de púrpura que lucía las armas del cardenal, parecido a una enorme cama provista de varales, se afanaba un enjambre de servidores y guardias, los unos amontonando cofres y bultos en las carretas, y los otros verificando su equipo y procediendo a un minucioso examen de sus monturas y sus armas.

— ¿Se marcha de París Su Eminencia? -murmuró Sylvie, que había recuperado la suficiente presencia de ánimo para hacer una pregunta.

— Va a reunirse con el rey en el Mediodía, para participar en la gloria de las últimas conquistas. ¡Tened cuidado sobre todo de no irritarle más! El cardenal está muy enfermo, y emprende este viaje al precio de un terrible esfuerzo de voluntad.

¿Muy enfermo? Sylvie no lo dudó cuando fue introducida en la estancia donde Richelieu acababa de vestirse. Un fuego infernal combatía victoriosamente el frío exterior. El ambiente era sofocante, pero el cardenal estaba tan pálido como si ya hubiera muerto. Más que delgado, aparecía ahora demacrado, y su rostro, alargado porla perilla ya casi blanca, apenas tenía más espesor que la hoja de un cuchillo. Los ojos estaban hundidos, y la larga sotana de muaré rojo sobre la que destacaba la cinta azul de la Orden del Espíritu Santo, dejaba ver debajo, en el cuello y las mangas, los paños blancos que vendaban las llagas de las que se decía que estaba cubierto. Sin embargo, su espalda seguía derecha, y la mirada conservaba toda su autoridad. Con paso de autómata, el cardenal fue hasta un sillón colocado junto a una mesita cubierta de frascos y potes de medicinas, y luego, con un gesto autoritario, hizo salir a los sirvientes.