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Era la primera vez que Sylvie le veía sin sus gatos, pero su sorpresa no duró mucho: un magnífico gato de tupido pelaje gris ceniciento apareció de súbito y saltó sobre las flacas rodillas, que lo recibieron con un estremecimiento de dolor. De inmediato, la larga y pálida mano se hundió en el pelaje sedoso, al tiempo que una voz profunda, un poco ronca, decía:

— De modo que estamos aquí de nuevo, Mademoiselle de… ¿Valaines? ¿Es así?

— Tuve el honor, hace ya mucho tiempo, de confesarlo a Vuestra Eminencia…

— Es verdad. Hace mucho tiempo, pero apenas habéis cambiado. ¿Habéis crecido un poco, tal vez? ¿Qué edad tenéis?

— Muy pronto cumpliré veinte años, monseñor.

— No voy a preguntaros qué habéis hecho durante estos años. Primero porque en parte ya lo sé, y después porque no dispongo de mucho tiempo. ¿Cantáis aún?

— En la capilla de la Visitation volví a cantar, después de muchos meses sin hacerlo. Para cantar bien se necesita tener el corazón alegre…

— O infinitamente triste. Se dice que el cisne, en el momento en que va a morir, canta de forma admirable. Me gustaría que cantarais para mí aún una última vez… Buscad en el gabinete florentino, debe haber por ahí una guitarra.

— No podría, monseñor -murmuró Sylvie sin moverse.

— ¿Por qué?

— No soy un cisne, y además… es posible que la proximidad de la muerte mejore la voz, pero el miedo la estrangula.

— ¿Tenéis miedo? Sin embargo, me parece acordarme de haberos oído asegurar que no me temíais.

— Los tiempos han cambiado, monseñor. Entonces estaba al lado de la reina, libre dentro de los límites de sus órdenes. Hoy vengo de la Bastilla, donde me han encerrado con el pretexto de que he querido envenenar a Vuestra Eminencia…

Una tos seca, cavernosa, sacudió el cuerpo enflaquecido del cardenal y puso dos manchas rojas en sus mejillas lívidas. Se inclinó, tomó un vaso de la mesa y bebió despacio.

— Y… naturalmente… vos nunca habéis… querido envenenarme.

— ¿Yo? ¡Nunca! -afirmó Sylvie con énfasis.

— Quizá no vos misma, pero sí otras personas que os son queridas. El duque César…

— Nunca le he querido. Si no hubiese sido por la señora duquesa, él nunca habría hecho nada por mí. Le estoy agradecida, y eso es todo.

— ¡Admitámoslo! Deseo creeros, pero vos misma poseéis buenas razones para querer mi muerte, porque mientras yo viva, vuestro amigo Beaufort está obligado a respetar la persona de Isaac de Laffemas, que es mi servidor. No me diréis que a él no le deseáis mil muertes.

— Una sola me bastaría, monseñor, porque los recuerdos abominables que guardo de él tal vez llegarían a borrarse, y sobre todo porque me sería posible volver a vivir sin experimentar de nuevo el terror de verle aparecer… ¡como lo he temido cada día pasado en la Bastilla!

— ¡Ridículo! Tiene la orden de no importunaros…

— Una pena muy ligera para un matrimonio forzado y una violación.

— ¡Lo admito, pero cuando yo doy una orden, esa orden se respeta!

— ¿Hasta cuándo? ¿Quién dice que él no espera también la desaparición de Vuestra Eminencia para acabar conmigo?

— ¡No digáis bobadas! Sus enemigos son innumerables, y yo soy su única defensa. Aun así, por dos veces ha estado a punto de sucumbir a las emboscadas de un truhán, un ladrón, un hombre del saco que se hace llamar capitán Courage y que ha jurado matarlo.

— ¡Lástima que no lo haya hecho! Habría bendecido su nombre.

— ¡No os hagáis ilusiones! Laffemas se protege ahora con toda clase de precauciones. Atacarlo sería ir a una muerte segura… Pero, ya veis que tenéis las mejores razones para desear mi muerte.

Sylvie guardó silencio por un momento. Oír alabar a su verdugo era más de lo que podía soportar, y dejó escapar la cólera que hervía en su interior.

— Cierto, tengo las mejores razones, pero nunca me han gustado los caminos tortuosos, y nunca he desesperado de vengarme con mis propias manos de ese…

— ¡Por eso os procurasteis el veneno, el arma favorita de las mujeres! -exclamó el cardenal, con un tono de triunfo que acabó de exasperar a la joven-. El veneno que os dio César de Vendôme y que ha sido encontrado en vuestra habitación en Saint-Germain…

La sorpresa hizo desaparecer de golpe la furia de la joven.

— ¿En Saint-Germain? -balbuceó, consciente de no haberse llevado nunca el dichoso frasco a la residencia estival de los reyes.

— ¿No os lo han dicho?

— Me han dicho que lo habían encontrado en mi habitación. Pero yo he puntualizado que otras doncellas de honor han ocupado las mismas estancias que yo, y que no veía por qué se tenía que sospechar de mí.

— Tal vez porque sois la única relacionada con César de Vendôme, ese maestro envenenador -tronó el cardenal-. ¿Os atreveréis a jurar que esto no os ha pertenecido?

De la mesa abarrotada situada a su lado, Richelieu tomó un frasquito y lo presentó en su mano abierta y temblorosa a Sylvie, con la intención de abrumarla con el peso de la evidencia; pero al contrario de lo que él pensaba, ella creyó ver abrirse el cielo y cantar los ángeles. La angustia que la sofocaba, el miedo horroroso a comprometer la salvación de su alma con un perjurio, todo desapareció de golpe. Cayó de rodillas, tendió la mano hacia la cruz labrada que palpitaba sobre el pecho del cardenal.

— Por la salvación de mi alma, por la memoria de mi madre, juro que nunca he visto este frasco. ¡Que Dios sea mi testigo!

No sabía muy bien a qué debía aquel milagro, porque ciertamente milagro era: el frasco que brillaba ante sus ojos era de grueso vidrio azul, mientras que el de César era verde oscuro con una pequeña cuadrícula plateada. Tal vez aquello explicaba por qué le hablaban de Saint-Germain cuando su escondite estaba en el Louvre. Pero entonces, ¿de dónde venía aquel objeto?

Sorprendido por el arrebato de la joven, el cardenal se resistió sin embargo a darse por vencido.

— ¿El duque César nunca os ha dado esto? ¡Juradlo también!

— ¡Por lo más sagrado, monseñor! ¡Por el amor que profeso a su hijo!

Pensativo, Richelieu volvió a dejar en la mesa el minúsculo frasquito. Era imposible no creer en la sinceridad de la joven, porque si alguna mirada había sido en alguna ocasión sincera y transparente, sin duda era la suya. Por otra parte, dado su conocimiento del alma humana, tenía que reconocer que le había costado mucho creerla culpable. Si ella hubiese querido realmente envenenarlo, no le habían faltado ocasiones de hacerlo.

— ¿Se han atrevido a engañarme? -murmuró, pensando en voz alta.

— Quien quiere perder a alguien, se atreve a todo, monseñor -dijo Sylvie en voz baja-. Ignoro si es cierta la acusación contra el duque César, pero quizás era normal que se pensase en mí, que le estoy obligada, para reforzar la acusación. Los señores de Vendôme…

— ¡No pronunciéis ese nombre en mi presencia! -rugió él-. Habéis salvado vuestra cabeza, pequeña, pero la de ellos sigue en peligro…

— ¿Todavía? -preguntó Sylvie sin poder contenerse, sintiendo que su angustia volvía-. Pero están en Inglaterra.

— El padre está en Inglaterra, los hijos han vuelto y el rey les ha exiliado en sus dominios, en consideración a los servicios prestados en Arras. Podéis estar segura de que en Vendôme, en Chenonceau o en Anet, no pierden el tiempo… -Arrastrado por la cólera y olvidando a su joven visitante, añadió-: Conspiran, lo sé, ¡y muy pronto tendré en mis manos la prueba! Conspiran con Monsieur le Grand, que sólo es tan grande porque yo lo he querido, pero que no lo será por mucho tiempo; conspiran con Monsieur, el eterno conspirador, con la reina… ¡y también con España!