Выбрать главу

— ¿Beaufort con España? ¡Es imposible! ¡La combate con demasiado ardor! En cuanto al señor de Cinq-Mars…

— ¡Quiere casarse con una princesa y yo me opongo! Quiere mi puesto, ¡y, por supuesto, yo me opongo! Pero ¿qué hago discutiendo estas cosas con una mocosa?

Debía de ser también la opinión de quienes estaban reunidos en el patio, porque un oficial hizo una tímida aparición:

— Monseñor… Sin duda no olvidáis que el tiempo pasa y que…

La mirada relampagueante se apagó, y volvió la tos.

— ¡Sí, tenéis razón!… ¿Mademoiselle de Chémerault aún espera?

— Por supuesto…

— ¡Hacedla venir!

Una bocanada de perfume ambarino entró con ella en la estancia e hizo estornudar a Sylvie, que detestaba ese olor casi tanto como a su propietaria. Elegante según su costumbre, la doncella de honor de la reina mostraba una impresionante sinfonía de pieles y terciopelos rojos. El cardenal no le dio tiempo a finalizar su reverencia.

— He averiguado lo que deseaba saber. Tal como hemos convenido, llevaréis a Mademoiselle de Valaines de vuelta a la Visitation Sainte-Marie en el coche que os espera. Al salir, diréis a Le Doyen que venga a verme antes de regresar a la Bastilla. -Luego se volvió hacia Sylvie, cuyo placer por la vuelta a la Visitation se veía aminorado por la perspectiva de hacer el camino en la compañía de Chémerault-. ¡Adiós, Mademoiselle de Valaines! Antes de dejaros, aceptad un consejo: tomad el velo en la Visitation. Solamente en ese lugar encontraréis la paz.

— No tengo vocación, monseñor.

— No seréis la primera en esa situación y, si Dios os ama, os dará una señal.

— Entonces, esperaré la señal.

Sabía que un deseo del todopoderoso ministro equivalía a una orden, y que al responder así le desafiaba, pero Dios la había liberado de la mentira y no quería caer de nuevo en ella. Su mirada, siempre tan límpida, se cruzó con la aún tormentosa del cardenal bajo la maraña gris de sus cejas, pero él depuso su cólera y se limitó a un encogimiento de hombros.

— Permaneceréis allí hasta que os autorice a salir. ¿Me lo prometéis?

— Sí, lo prometo. ¡Que Dios guarde a Vuestra Eminencia!

— Vaya, he aquí un deseo que no escucho con frecuencia…

En la carroza, impregnada del olor a ámbar, las dos mujeres guardaron silencio. Sylvie, que tenía prisa por llegar, veía desfilar las casas. En cuanto a su acompañante, había cerrado los ojos desde la partida. Sin embargo, cuando pasaron sin detenerse ante la capilla del convento, [13] Sylvie protestó:

— ¿Por qué continuamos? Su Eminencia ha ordenado que me lleven de vuelta al convento.

Desde el fondo de sus pieles, la Bella Bribona abrió sus grandes ojos con una expresión de fastidio.

— No hay prisa. Quería ir a dar un abrazo a mi hermano, que se va a la guerra dentro de una hora. En mi programa no estaba previsto ocuparme de vos. ¿Tanta prisa tenéis por perderme de vista?

— Nunca hemos sido amigas y no entiendo por qué deseáis que esté yo presente en un momento de emoción íntima. Sería preferible dejarme aquí…

— No, no es tan sencillo, porque debo dar unas instrucciones bastante largas a la madre Marguerite, y correría el riesgo de no ver a mi hermano. No tardaré mucho tiempo, y lo importante es que estéis en la Visitation antes de la cena.

— Como queráis.

Así pues, cruzaron la muralla de París. Después de la gran abadía de Saint-Antoine, se internaron en el bosque cerrado como una enorme mano verde en torno al castillo de Vincennes, con sus torres cuadrangulares, su gigantesco torreón y todo su aparejo bélico, apenas corregido por el esbelto campanario de su Sainte-Chapelle, hermana casi gemela de la maravilla de que se enorgullecía el palacio de la Cité de París. La carroza bordeó los fosos del castillo, y Mademoiselle de Chémerault dejó escapar una risita.

— Se comprende que el duque César haya optado por poner el mar entre su persona y este torreón. Aquí languideció cinco largos años, y su hermano, el Gran Prior de Malta, murió al cabo de dos años en extrañas circunstancias. Por lo demás, es la única cosa inteligente que ha hecho.

— ¿Qué queréis decir?

— Que es ridículo que César haya querido envenenar al cardenal en estos últimos tiempos. Hace cuatro o cinco años sí, pero ¿ahora? Al cabo de seis meses Richelieu habrá muerto. Tal vez antes, incluso.

— Creía que lo amabais. Es cierto que su estado de salud no es bueno, pero no me parece propio de un moribundo lanzarse por los caminos de Francia hasta los confines del reino.

— No por los caminos, sino por los ríos. Su litera descenderá hasta Lyon, y desde allí hasta Tarascón, siguiendo el curso de los ríos. Ya no soporta siquiera el paso de las muías, y cuando lo desembarcan, su litera es transportada a hombros.

— ¿Ese enorme armatoste? Pero no puede pasar por todas partes.

— Los obstáculos se derriban, incluso si se trata de la muralla de una ciudad. Ya ha sucedido, e incluso en esas condiciones el cardenal padece mil muertes a cada movimiento. Pero es un hombre de hierro, y el orgullo le sirve de sostén. Por eso lo he admirado siempre.

— Es bien sabido. ¿Qué haréis cuando ya no esté? ¿Encontraréis a alguna otra persona a la que… admirar?

— No creo que eso os importe.

El viaje continuó por un camino más practicable de lo que cabía esperar, sobre todo con aquel tiempo tan frío. La campiña era bella, ondulada, cuidada incluso en las cercanías del bosque, que era el menos peligroso de los alrededores de París gracias a la presencia de la nutrida guarnición de Vincennes. Grandes propiedades se repartían la mayor parte de los pueblos de los alrededores: Conflans, Charenton, Saint-Mandé -que pertenecía a los Bérulle-, Nogent, la poderosa abadía de Saint-Maur, Créteil y Saint-Maurice.

Sylvie encontró algo largo el camino y preguntó:

— Pero ¿adónde vamos?

— A Nogent -respondió su acompañante con un dejo de impaciencia.

Empezaba a hacerse de noche y cada vez se cruzaban con menos coches o gente a caballo pero, unos minutos después de la pregunta de Sylvie, cruzaron la verja de entrada de una gran propiedad cuyos jardines, prados y huertos descendían hasta las orillas de un río, el Sena, aunque Sylvie lo ignoraba en aquel momento.

Al final de una larga avenida flanqueada por dos hileras de árboles, apareció una bella mansión que databa probablemente del siglo anterior. Cosa extraña, no se veía ninguna luz a pesar de la hora crepuscular, ni ningún preparativo de marcha. Tampoco el ruido del coche atrajo a ningún servidor.

— Se diría que vuestro hermano no os ha esperado -observó Sylvie-. Aquí no hay nadie…

Françoise de Chémerault consideraba la situación con aire perplejo.

— Es extraño, en efecto. Sin embargo, la nota que he recibido era muy clara.

Al ver que nadie se movía en el interior de la carroza, el cochero se acercó a la portezuela.

— ¿Me he equivocado de lugar, señorita?

— No. Es aquí. Sin embargo, no veo ninguna luz.

— Hay una, señorita, en el primer piso. La he visto desde lo alto del pescante.

— Voy a ver. En fin -añadió de mal humor-, ¡no puede decirse que enciendan luminarias en mi honor! ¿Venís conmigo? -preguntó a Sylvie, que se permitió una sonrisa.

— Se diría que tenéis miedo.

La Chémerault se encogió de hombros y exclamó: