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— ¡Eso es ridículo! Nunca tengo miedo de nada…

Sin embargo, sus manos temblaban al recoger las pieles que le molestaban para apearse del coche.

— Yo tampoco -dijo Sylvie-. Os acompaño.

En el cielo gris subsistía aún un resto de luz diurna que les permitió dirigirse a la casa, en la que debían de haber preparado una cena, porque un agradable aroma de pan caliente, caramelo y asado de ave emanaba del interior. También había una mesa preparada en una salita de la parte trasera, desde la cual, a través de dos altos ventanales, se divisaba al fondo el río, ya casi oculto detrás de una cortina de niebla. Un candelabro de plata provisto de velas encendidas prestaba bellos reflejos a la vajilla de plata dorada y a las copas de cristal tallado.

— No sé si vuestro hermano parte a la guerra -dijo Sylvie-, pero si esta mesa os esperaba a los dos, tiene menos prisa de la que habéis dicho. ¿Se trata realmente de vuestro hermano? Esto parece más bien una cena galante.

— ¡Dejad de decir tonterías! -gruñó la Chémerault-. De todas maneras, ya de poco sirve el disimulo… ¡Oh, Dios mío!

Al rodear la mesa para colocar en su lugar una flor caída sobre el mantel, acababa de tropezar con un cuerpo tendido en medio de un charco de sangre. Había un hombre allí, con los ojos cerrados y una herida aún sangrante en el pecho. Al inclinarse, Sylvie lo reconoció con horror: era Laffemas. Entonces comprendió todo, y al incorporarse su mirada se cruzó con la de Chémerault, llena de furia y decepción.

— El muy imbécil se ha hecho asesinar -murmuró ésta.

Luego reaccionó de una manera inusitada: dio un brutal empujón a Sylvie, que al caer hacia atrás se golpeó la cabeza contra la pata de una silla, y estuvo aturdida durante unos instantes. Fue suficiente para que su acompañante huyera a la carrera del lugar del crimen, cerrara con llave la puerta a sus espaldas y llegara al coche. Cuando Sylvie se puso en pie, un poco vacilante, oyó alejarse la carroza, abandonándola sola con un cadáver. Que fuera el de su peor enemigo no le ofrecía demasiado consuelo y, temblorosa, se dejó caer en un sofá para intentar poner en orden sus ideas, entre las cuales destacaba una evidencia: la Chémerault la había arrastrado a una trampa innoble. Quería entregarla a Laffemas, y no era difícil imaginar por qué en aquella mesa sólo había dos cubiertos. Al pensar en lo que habría sucedido después, Sylvie sintió que el corazón se le paraba y su boca se llenó de un regusto amargo que la mareó. En la mesa había un frasco de vino. Vertió un poco en una copa y, al beberlo, creyó reconocer su aroma: era el mismo vino de España que bebía en otro tiempo en el palacio del cardenal. ¿Tal vez éste se lo ofrecía a su verdugo preferido?

En cualquier caso, se sintió mejor y empezó a tomar conciencia de lo peligroso de su situación. Era cierto que nada tenía ya que temer de Laffemas, salvo el ser acusada de su muerte. ¿Quién podía asegurarle que la detestable Chémerault no estaba en camino para alertar a las primeras autoridades que encontrara, tal vez en el mismo castillo de Vincennes? Si la encontraban junto al cadáver, le costaría mucho probar su inocencia. Era preciso salir de allí, ¡y lo más aprisa posible!

Mientras reflexionaba, una llave giró en la cerradura, la puerta se abrió y apareció un personaje tan extraño que Sylvie dio un grito de espanto.

— No temáis nada, mademoiselle -dijo una voz agrá-dable e incluso cultivada-. Llevo una máscara, y os pido permiso para conservarla puesta…

En efecto, bajo un sombrero negro de ala ancha aparecía una cara abotargada con una nariz larga e hinchada y rasgos grotescos, rojizos a la luz de las velas.

— ¿Quién sois? -preguntó ella con un hilo de voz, no del todo tranquilizada.

— Me llaman capitán Courage. Y vos, ¿quién sois y qué hacéis aquí?

— Me llamo Sylvie de Valaines y he sido traída a este lugar con engaños, para ser entregada a ese hombre. Juro sin embargo que no lo he matado.

— Lo sé muy bien, porque he sido yo quien le ha dado muerte. No ignoro quién sois, y ha sido una suerte que, al oír llegar el coche, me haya escondido para ver quién venía. ¡No nos entretengamos! Este lugar es peligroso, tanto para vos como para mí.

Arrastrada por él, Sylvie volvió a cruzar la casa a la carrera. Ya en la escalinata de la entrada, el «capitán» silbó enérgicamente con dos dedos en la boca, y un caballo ensillado salió de la oscuridad.

— ¡Es Sultán! -explicó el extraño personaje-. Como veis, me obedece a la voz y al gesto, y más aún…

Mientras ayudaba a Sylvie a montar, silbó de nuevo, tres veces en esta ocasión, y aparecieron varios jinetes, todos enmascarados. El les preguntó:

— ¿Dónde están los guardias del teniente civil?

— Atados, amordazados y dispersos por el bosque. El primero que vaya a buscar champiñones los encontrará. Esperemos que no hiele esta noche, porque se estropearía la cosecha -respondió una voz burlona.

— Dime, capitán, ¿ésa es el botín? -preguntó un hombre señalando a Sylvie.

— Un poco de respeto. Aquí no se roba nada. Una cucharilla que hubiera pertenecido al verdugo del cardenal nos traería mala suerte.

— ¿Has vengado a Semiramis?

— ¡Sí, y ahora nos volvemos! Cada cual por su lado, como de costumbre. Yo voy a devolver a esta muchacha a su casa. ¡Dispersaos!

Los jinetes desaparecieron de forma tan repentina como habían aparecido. El capitán Courage montó a caballo.

— Sujetaos bien -aconsejó-. ¡Me gusta ir deprisa!

— ¿Adonde pensáis llevarme? Tendría que volver a la Visitation.

— Ya no hay necesidad de monjas. ¡Os llevo a vuestra casa!

— ¿A mi casa? Pero…

— A casa del señor de Raguenel, si lo preferís. ¡Ahora, chitón! No conviene llamar la atención gritando como si estuviéramos sordos. ¡Y ya os he dicho que os sujetéis!

Tanto para no caer como para tener algo más de calor, porque la noche se anunciaba glacial, Sylvie se apretó contra la espalda de su acompañante, lo bastante para constatar que de aquel ladrón -¡porque era un ladrón, a fin de cuentas!- emanaba un perfume de verbena. Un signo de interrogación suplementario, añadido a los que se acumulaban ya en la mente de la joven. En todo caso, aquella experiencia le aportó una enseñanza más: aprendió que era posible entrar en París con todas las puertas cerradas. En efecto, mucho antes de que estuviera a la vista la puerta de Saint-Antoine, giraron hacia el este hasta llegar a un viejo albergue situado en las afueras de un pueblo. Allí, el hombre ayudó a apearse a Sylvie, llevó los caballos a la cuadra y la condujo a una bodega en la que, detrás de un montón de leña, se abría un túnel por el que recorrieron una buena distancia antes de subir por la escalera de otro albergue; al salir se encontraron al pie mismo de la muralla, pero por la parte interior. Era la primera vez que Sylvie veía las antiguas murallas de tan cerca. Estaban muy necesitadas de un revoco, por más que habían sido objeto de una reparación bastante considerable en 1636, cuando se temía ver aparecer a los soldados del cardenal-infante ante la capital de su cuñado.

— ¿Conoce este camino mucha gente? -preguntó Sylvie.

— Algunos. Los que lo necesitan. Hay más subterráneos, pero éste es el mejor porque está cerca del recinto del Temple, donde no entra quien quiere. También es el más cómodo para mí…

Unos instantes más tarde, en efecto, se encontraron en un dédalo de calles y callejuelas de casas en estado más o menos ruinoso. Pero el recorrido fue corto: tras caminar unos minutos vieron perfilarse en el cielo oscuro las torres de la Bastilla y se detuvieron ante la pequeña vivienda de la Rue des Tournelles que Sylvie conocía tan bien y que tanto había añorado.

Cuando sonó la campanilla, acudió a abrir un muchacho desconocido, provisto de una linterna que paseó por sus rostros antes de dejarlos plantados con una exclamación de alegría, para correr hacia la casa.