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Este empezó por saludar al religioso con respeto, antes de replicar:

— Si hubiese sabido que os encontraría aquí, señor chistoso, habría venido más tarde.

Sin interrumpir el trabajo, Vincent de Paul se echó a reír.

— ¡Bonita forma de empezar una conversación! Hijos míos, no confundáis la casa del buen Dios con la Place Royale… ¡Bienvenido, François! Hace tiempo que no te veía. ¡Tú, muchacho, hazle sitio!

Tenía una voz cálida, un poco ruda pero tranquilizadora y llena de comprensión, teñida con un alegre acento gascón.

— ¡Ventajas de ser duque! -suspiró el joven, pero Beaufort se encogió de hombros, sin dejarse engañar ni por un instante por aquella falsa humildad.

Conocía a Paul-François-Jean de Gondi, sobrino del arzobispo de París y hermano del actual duque de Retz, desde la infancia, por haberlo encontrado en varias ocasiones en Belle-Isle durante los días ociosos del verano. Y no le gustaba en absoluto. No debido a su físico singular -era pequeño, cetrino, con una nariz en forma de silla de montar, siempre mal peinado, de piernas torcidas y de una torpeza casi proverbial, porque era incapaz de abotonarse solo el chaleco-, sino a causa de la inteligencia malévola y afilada como una navaja que chispeaba en sus ojos, tan oscuros como el resto de su persona. Destinado a la Iglesia por un padre piadoso, siguió los estudios con una idea en la cabeza: no ordenarse jamás. ¡Le gustaban demasiado las mujeres! Se le conocían al menos dos amantes: la princesa de Guéménée, que tenía veinte años más que él, y la bonita -y joven- duquesa de La Meilleraye, cuyo marido era el gran maestre de la artillería.

Se trataba, en resumen, de un personaje muy fuera de lo común, tal como habían predicho el día de su nacimiento las gentes del pueblo de Montmirail, en la Champaña, porque pescaron en el río un esturión -especie inhabitual en aquellas aguas- a la misma hora en que su madre la duquesa daba a luz en el castillo. La sabiduría popular llegó a la conclusión de que el recién nacido sería un fenómeno.

Bravo pese a todo, y excelente espadachín, había recibido de Monsieur Vincent, por entonces su preceptor y el de sus hermanos, los primeros rudimentos de la cultura así como una firme educación cristiana. De todo ello apenas subsistía un poco de fe y un gran respeto, un verdadero afecto por un hombre al que no llegaba a entender cabalmente. En cuanto a Beaufort, le retribuía gustoso su enemistad y se ingeniaba para burlarse de su desternillante falta de cultura y de un ingenio menos acerado que el suyo.

Tan sólo un punto tenían en común el «abate de Gondi» y François: los dos detestaban a Richelieu. El primero por orgullo: pensaba que su espina dorsal era demasiado rígida para doblarla ante un hombre al que consideraba inferior por nacimiento. Aunque le concedía algún mérito, solía decir que Richelieu no poseía ninguna cualidad que no fuera causa o consecuencia de algún enorme defecto. El segundo, por las razones que conocemos y por amor a la reina que tanto había sufrido por culpa del cardenal-duque.

Tal como le habían invitado a hacer sin demasiados miramientos, Gondi se retiró para alivio de François, que aguardó su marcha para exponer el motivo de su visita.

— He venido, Monsieur Vincent, a rogaros que tengáis a bien oírme en confesión.

Sin dejar su trabajo, el anciano sacerdote enarcó las cejas.

— ¿Confesarte, yo? Pero hijo mío, ¿no tienes en la mansión de Vendôme al señor obispo de Lisieux, Philippe de Cospéan, que vela por las almas de tu madre la duquesa y de tu buena hermana? Me consta que está ahí en este momento…

— Está, y es un santo, pero muy distraído y demasiado indulgente en lo que se refiere a nuestra familia. Yo necesito otra mirada…

— ¡Ah!

Monsieur Vincent paró de trabajar y se quedó un instante con las manos levantadas, mirando con una especie de desesperación el montón de hojas de col que quedaba todavía por triturar.

— Te escucharía con gusto, hijo, pero me da pena dejar todo esto. Nuestro hermano boticario está enfermo y necesitamos con urgencia una gran cantidad de este ungüento milagroso para nuestros reumáticos. ¡Dios sabe lo que están sufriendo con la humedad de este principio de primavera! Tendré que llevarte a la capilla…

— ¿Es necesario? Podéis escucharme y seguir trabajando… y yo también. Permitidme ayudaros.

Bajo la mirada risueña del anciano, Beaufort se quitó el jubón, se arremangó la camisa y se puso un delantal que encontró en un rincón. Cogió un grueso mortero y empezó a apilar las grandes hojas verdes según las indicaciones de Monsieur Vincent, al que su disposición a ayudar divertía y enternecía, sin impedirle, sin embargo, escucharlo con una seriedad un tanto solemne.

El joven no olvidó nada de lo que desde hacía unos meses pesaba sobre su conciencia de cristiano. Su oyente comprendió pronto que lo que le estaba siendo confiado era ni más ni menos que un secreto de Estado en el que se había venido a mezclar la terrible aventura de una niña de la corte aplastada por el cruel amor de un monstruo. Un monstruo cuya vida, sin embargo, se había visto obligado a jurar respetar el penitente debido a otra razón de Estado.

Su absolución fue plena y completa, bajo la única condición de que François prometiera no acercarse más a la intimidad de la reina.

— Los caminos del Señor son impenetrables -murmuró para terminar-. Si El ha permitido que te conviertas en el instrumento del destino, debes olvidar desde ahora…

— ¿Olvidar? ¡No imagináis hasta qué punto la amo!

— ¡No quiero saberlo! Esa mujer debe ser en adelante sagrada para ti por el fruto que lleva en ella y cuyo padre no puede ser otro que el rey. ¿Me has comprendido? Desde este instante no debes ser para la reina otra cosa que un súbdito muy fiel, un amigo si te sientes con valor para ello, ¡pero nada más! ¿Lo juras?

Tan poderoso era el magnetismo de aquel hombrecillo de apariencia rústica que François, fascinado, extendió la mano para prestar juramento sin pensar que lo que tenía delante era un mortero repleto de hojas de col y no los Evangelios; pero para los dos hombres, el gesto tuvo el mismo significado.

— En cuanto a las demás cosas que me has confiado -añadió Monsieur Vincent-, te absuelvo porque, en verdad, no podías haber obrado de otra manera. ¡Vete en paz!

Al marchar de Saint-Lazare, Beaufort se sintió a la vez aliviado y pesaroso. Había dado por supuesto que aquel santo varón no aceptaría que prosiguiese sus relaciones amorosas con Ana de Austria, y de todas maneras era imposible una solución distinta. Lo sabía, pero desde el instante en que la prohibición divina se alzaba entre ellos, la reina se le aparecía todavía más querida, todavía más deseable.

Mientras le acercaba el caballo, Ganseville se puso a olisquear.

— ¿Qué extraño olor es ése, monseñor? No será el de santidad, supongo.

A pesar de su tristeza, François no pudo evitar echarse a reír. Por lo demás era una necesidad permanente en él. Dotado de un gran sentido del humor, recurría gustosamente a la risa en los momentos de tensión. Eso le relajaba. De modo que, al encaramarse a la silla, ya había recuperado parte de su optimismo habitual.

— He trinchado coles en un pilón -gruñó-, pero como estaba en compañía de Monsieur Vincent, la santidad no estaba lejos. ¡Volvamos a casa!

El hôtel de Vendôme estaba situado, como Saint-Lazare, fuera de las murallas de París, y los dos jinetes siguieron el camino que bordeaba los fosos hasta llegar al faubourg Saint-Honoré. Allí, paredaña con el convento de las Capuchinas que parecía integrarse en ella, se alzaba una amplia mansión cuyos jardines, que se extendían hasta los molinos de la colina de Saint-Roch, habían ocupado parte de un antiguo mercado de caballos. La duquesa de Vendôme, madre de François, habitaba aquel lugar durante el invierno con su hija Elisabeth y su primogénito Louis, duque de Mercoeur; la temporada estival quedaba reservada al castillo de Anet o al de Chenonceau, residencia habitual y forzosa de su esposo, el duque César de Vendôme, hijo bastardo pero reconocido de Enrique IV y de Gabrielle d'Estrées, a quien una orden de exilio del rey Luis XIII, su hermanastro, obligaba a residir allí desde hacía varios años. [2] Era un lugar tranquilo y recogido, en el que se oía con más frecuencia el murmullo de los rezos que la música de los violines; no obstante, al hijo menor le gustaban aquel decorado principesco y la belleza de los jardines, aparte del afecto de su madre y su hermana.