Выбрать главу

— ¡Señor caballero! -gritó desde el vestíbulo-. ¡Es Mademoiselle de Valaines con el capitán Courage!

El anuncio hizo que el vestíbulo se llenara de inmediato: Perceval bajó presuroso la escalera del primer piso, Nicole llegó de la cocina y Corentin de la leñera cargado con un enorme cesto lleno de leños que dejó caer al suelo cuando ya el caballero abrazaba a su ahijada.

— ¿Dónde la habéis encontrado, amigo mío? -exclamó.

— En Nogent, en la casa de Laffemas. No os inquietéis, que nada le ha pasado; os lo contaré todo en un lugar menos propicio a las corrientes de aire. Pero dime -añadió volviéndose a Pierrot, que le miraba con una sonrisa feliz-, ¿quién te ha dicho el nombre de esta señorita?

— Hace mucho tiempo que la conozco. Desde el día en que ajusticiaron a mi padre. Ella impidió que Laffemas me aplastara bajo los cascos de su caballo. En aquel momento se llamaba Mademoiselle de l'Isle. ¡Oh, no la he olvidado nunca! Fue por ella por quien quise venir a servir aquí. Vos lo sabéis bien, porque os lo expliqué cuando dejé la banda…

Aún incrédula, Sylvie miraba a aquel muchacho intentando relacionarlo con la imagen trágica que acababa de evocar: un niño que había suplicado por la vida de su padre, al que iban a aplicar la rueda, y que Laffemas había tirado sobre el barro helado e iba a pisotear cuando ella se lanzó a socorrerlo.

— ¿De modo que eras tú? -dijo por fin con una sonrisa-. Y te encuentro en casa de mi padrino. ¿Te acuerdas de que también me robaste la bolsa?

— ¡Tenía que vivir! Tampoco estaba muy repleta, por otra parte.

El capitán Courage soltó una carcajada.

— Este pillo tenía ya dedos muy hábiles. Le eché de menos cuando nos dejó, pero era por una buena causa.

— Pero ¿tú eres un robabolsas? -rugió Nicole Hardouin, y empezó a buscar algún utensilio para golpearle.

Pierrot dio un salto y le sujetó el brazo.

— Vamos, señora Nicole, ¿os ha faltado nunca por culpa mía un céntimo, o siquiera un terrón de azúcar? No pido otra cosa que seguir trabajando para vos… ¡porque os quiero mucho! -Y plantó dos sonoros besos en aquellas mejillas rojas de cólera, que muy pronto enmarcaron una amplia sonrisa.

— No. Siempre he creído que eras un buen muchacho… y espero seguirlo creyendo mucho tiempo. Porque… ¡ojo, si no!

— Nicole -dijo Perceval-, sírvenos vino caliente con especias y algo para comer. Sylvie está aterida, y nosotros la tenemos aquí aturdida con nuestra charla.

Se reunieron en la cocina. Allí se estaba más caliente que en ninguna otra parte, y en un santiamén Nicole dispuso en la mesa una empanada de anguila, pollo frío, queso, mazapanes, confituras y frascos de vino, alrededor de todo lo cual se sentaron juntos amos, truhán y criados, unidos por una mutua estima muy parecida a la amistad. Sylvie, cuya curiosidad había excitado la máscara grotesca del capitán, le vio quitársela por fin y descubrir así un rostro enérgico y joven que habría podido ser el de un mosquetero y que, de golpe, hizo cambiar el objeto de su curiosidad. Privado de su careta de feria, aquel hombre, con su negro bigote fino y la perilla de su mentón, no habría desentonado en compañía de gentiles-hombres. Sus ojos oscuros, vivos y alegres parecieron gozar con su sorpresa.

— No os equivoquéis, señorita, no soy persona de noble cuna. Provengo de una familia de leguleyos de provincias, gente prudente, austera, convencional, temerosa de Dios, del diablo, del cardenal y del rey. Lo que no impidió que fueran pasados a cuchillo en ocasión de una revuelta campesina con la que nada tenían que ver. El verdugo del cardenal acudió a vigilar las ejecuciones.

— ¿Fue él quien mató a vuestros padres?

— No, ya estaban muertos antes. A quien mató, de la manera que todos sabemos -dijo paseando por la mesa una mirada circular-, fue a mi amante: una bonita muchacha de Bohemia llamada Semiramis. Por ella me hice ladrón, aunque no os oculto que ya antes tenía una asombrosa disposición. Yo la adoraba y ella me amaba. Pero no lo bastante para hacerme caso y renunciar a unas costumbres independientes y algo locas… que le costaron la vida. Todos aquí excepto vos, mademoiselle, saben que juré matar a Laffemas. Por dos veces erré el golpe, y entonces cambié de táctica y me dediqué a hacerle morir de miedo utilizando toda clase de medios que le obligaban a estar vigilante día y noche pero no impedían mis mensajes amenazadores, enviados mediante una flecha que él ignoraba desde dónde era lanzada. Por Pierrot, que me abrió la puerta una noche, conocí a Monsieur de Raguenel. Por él, precisamente, supe quién era el asesino de Semiramis. Luego hicimos una especie de pacto, y desde que tuvimos conocimiento de que os encontrabais aquí, redoblamos la vigilancia. Como disponemos de muchos amigos, descubrimos la casa de Nogent, y cuando os supimos en la Bastilla, decidimos que era preciso acabar de una vez por todas con el teniente civil. En prisión estabais demasiado expuesta a sus… fantasías.

— Pero ¿cómo estabais informados de que me llevarían allí esta noche?

Courage mostró las palmas de sus manos, bellas y fuertes, con un gesto de impotencia.

— Lo ignorábamos. Encontraros allí ha sido una sorpresa propiciada por una serie de circunstancias fortuitas. Desde hace unos días Laffemas, siempre protegido por sus esbirros, se había instalado en el campo. Sin duda quería aparentar no tener nada que ver en vuestro arresto. Y además parecía esperar algo… -Interrumpió su relato para beber un largo trago de vino, se secó el bigote y prosiguió-: Uno de mis hombres había conseguido ser contratado por él como pinche de cocina, y siempre tenía a gente mía rondando por los alrededores…

— ¿Con este frío? -se extrañó Sylvie.

— Estamos acostumbrados a toda clase de tiempo, señorita, más incluso que los soldados. En el mundo en que vivo, la miseria da resistencia a los hombres que no destruye. Hace dos días, el teniente civil recibió la visita de una hermosa dama. La que os acompañaba esta noche.

— ¿La Chémerault?

— La misma. ¡Tenían el aspecto de ser los mejores amigos del mundo, los dos!

— Ella carece de fortuna -intervino Perceval-, y él es rico. Sin duda le paga.

— Es verdad que ella exhibe unos atuendos muy lujosos. Por supuesto, mi marmitón no pudo escuchar su conversación, que tuvo lugar en un gabinete cerrado, pero cuando la dama salió, cogió al vuelo algunas palabras. Ella decía: «La enviará seguramente a la Visitation y yo cuidaré de que me adjudique el encargo. No tendré más que traérosla. Por lo demás, el cardenal parte de París pasado mañana. Tendréis el campo libre…» Yo no sabía si estaban hablando de vos, pero por si acaso vigilamos las idas y venidas de la Chémerault. Ayer no se movió, pero esta tarde fue al Palais-Cardinal y yo pensé que era inútil esperar más. Con el grueso de mi banda asaltamos la casa de Nogent, matamos o inmovilizamos a los guardias; finalmente me encontré frente a ese monstruo y le acorralé en el saloncito donde había hecho servir la cena galante que os reservaba, señorita. Cuando me vio, se derritió con mis insultos. Suplicaba clemencia y se arrastraba de un modo inmundo. Le atravesé con mi espada. Luego subí a la habitación del miserable para registrar sus papeles y, ¿quién sabe?, devolver la esperanza o la libertad a algún desgraciado. Estaba absorto en ese trabajo cuando oí llegar un coche. De él se apeó la Chémerault con otra mujer que no pude reconocer. No me moví, a la espera de lo que sucediera, cuando la Chémerault volvió a salir corriendo. Saltó al interior del coche y gritó al cochero que fuera al galope al castillo de Vincennes. Entonces comprendí que la muy zorra quería echar la culpa de mi justicia a otra persona… y fui a buscaros. El resto ya lo conocéis.