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— Nunca os estaré lo bastante agradecida -dijo Sylvie con lágrimas en los ojos-. No solamente me habéis salvado la vida; gracias a vos, ahora soy libre, ¡enteramente libre, puesto que Laffemas ha muerto! ¡Oh, Dios mío! ¿Cómo podré corresponderos?

El capitán le ofreció su curiosa sonrisa ladeada.

— Proporcionándome una muerte rápida, con veneno o cuchillo, cuando tiendan en la rueda al ladrón y asesino que soy. Creo que es la única forma de morir que temo verdaderamente, porque le sustrae a uno toda su dignidad.

Se levantaba ya, pero Perceval fue más rápido y tomó las manos del joven.

— Si ese horrible día llegara, será porque antes habrán fracasado mis esfuerzos por salvaros, y en todo caso seré yo quien me ocupe de proporcionaros la liberación que deseáis. Mientras tanto, no olvidéis que contáis aquí con amigos a los que podéis pedir cualquier favor. Seremos vuestro refugio y sostén en cualquier circunstancia.

— ¿Olvidáis que soy el príncipe de los ladrones?

— Eso es asunto vuestro. Prefiero a un ladrón dotado de vuestra generosidad que a un buen cristiano como Laffemas.

— Os doy las gracias. Ahora os dejo, y os aviso de que no volveré. Soy una persona demasiado comprometedora, y ya habéis tenido demasiado que sufrir en los últimos tiempos. Sin embargo, cuando penséis en mí, intentad acordaros únicamente de mi verdadero rostro y de mi nombre: me llamo Alain.

— ¿Alain de qué? -preguntó Sylvie.

El joven se ruborizó y dijo:

— Gracias, pero ya os he dicho que no tengo derecho a la partícula.

— ¡Lástima! -exclamó ella con una sonrisa-. ¡Tenéis todas las cualidades de un caballero, capitán Courage!

— En tal caso, perdonadme que no diga más. La profesión que he elegido me ordena olvidar, yo el primero, un nombre que debe permanecer sin mancha. Adiós, amigos míos…

Fue a recoger su capa, pero una vez más Perceval le retuvo.

— ¿Por qué adiós? ¿Por qué no volver? Concibo que el capitán Courage no desee aventurarse aquí; pero nadie conoce el rostro de Alain.

— Es difícil salirse del mundo que he elegido. Debo seguir en él, pero no perderé de vista esta casa. ¡Dios quiera preservarla en adelante!

Sintiendo que la emoción le embargaba, precipitó su marcha y Perceval hubo de correr a acompañarle a la puerta. Cuando volvió, Nicole estaba recogiendo la mesa con la ayuda de Sylvie, y Corentin, de pie junto a la chimenea, daba chupadas a la pipa que acababa de encender y miraba las llamas con aire abstraído.

— Le pasa algo raro -comentó Nicole-. Está embobado…

— ¿Ocurre algo, Corentin? -preguntó Raguenel.

— Sé quién es. Nos ha mentido cuando ha hablado de leguleyos de provincias. Es un bretón y debería llevar un antiguo nombre. Es verdad que sus padres fueron asesinados, pero le quedan aún parientes próximos a la corte…

Aquellas palabras produjeron un profundo silencio. Todos quedaron inmóviles.

— ¿Cómo lo sabes? -preguntó el caballero.

— ¿Os acordáis de los benedictinos de Jugon, adonde me llevaron los míos hace muchos años?

— Te escapaste de allí. Esas cosas no se olvidan.

— Él también estuvo, y en mis mismas condiciones. Era el pequeño de una familia con varios hijos varones, y le endosaron el hábito igual que si lo metieran en una mazmorra. Estuvo menos tiempo aún que yo, pero no se me ha olvidado su cara. Se llamaba…

— ¡No! -le interrumpió Perceval-. ¡Calla para siempre, incluso ante mí! Ese secreto no te pertenece, y no tienes derecho a revelarlo. En nuestras oraciones será Alain, y punto.

— Perdón -murmuró Corentin con la cabeza gacha-. He estado a punto de cometer una mala acción.

— Lo importante es que no la has cometido -dijo el caballero, y le dio una palmada en la espalda-. ¡Ahora, a la cama! Yo acompañaré a Sylvie a su habitación.

Con una alegría sin sombras, la joven recuperó por fin su bonita alcoba amarilla. Tocó de nuevo los objetos de tocador de plata y el bello espejo veneciano que, claro está, le devolvió una imagen distinta de la de antes, como borrosa por la fatiga y las angustias de los últimos días. Sin embargo, y en ello había un milagro de su juventud, Sylvie tuvo la impresión de que todo lo que había soportado, sufrimientos y vejaciones, desaparecía a medida que se desvestía. Allí, en aquella habitación cálida, al abrigo de la ternura de su padrino, descubrió que en ella lo principal seguía intacto: su vitalidad, su gusto por la vida e incluso por la lucha, y sobre todo su amor por François, a pesar de que él la hubiese rechazado. Ahora que Laffemas había entregado al Creador -¡o más probablemente al señor Satanás!- su fea alma negra, todo estaba bien, todo estaba en orden y la antigua Sylvie de otra época podía renacer.

Esa felicidad duró dos días…

Exactamente hasta la llegada de un Théophraste Renaudot considerablemente agitado, que llegaba para anunciar que Laffemas aún vivía.

— Un mensajero que fue a llevarle una esquela lo encontró por la mañana bañado en sangre, pero respirando aún -explicó a sus consternados amigos-. Recuperó el conocimiento e incluso encontró fuerzas para exigir que se buscara, para atenderle, al famoso Jean-Baptiste Morin de Villeneuve, el astrólogo del rey, del que se dice que cuando se dedica a su antigua profesión de médico, consigue milagros.

— ¿Y se ha repuesto? -preguntó Perceval.

— Está muy lejos de ello. Recibió una estocada en el pecho, tiene fiebre alta e incluso me han contado que delira hasta el punto de que sus allegados han considerado conveniente aislarlo, ya que dice cosas terribles.

— ¿Se sabe quién le atacó?

— Los criados y los guardias, a los que han encontrado en el bosque atados y medio muertos de frío, han hablado de jinetes enmascarados, pero debajo del cuerpo había un papel en el que se leía: «Courage lo ha hecho», lo cual no me extraña lo más mínimo -añadió el gacetista-. Podréis enteraros de todo en la Gazette de mañana.

— ¡No deis demasiados detalles, amigo mío! Por ejemplo, vuestros lectores deben ignorar hasta nueva orden que el capitán Courage, aunque no consiguió dar muerte a Laffemas, salvó la vida de mi ahijada, a la que la Chémerault llevó con engaños a su amigo el teniente civil… -Contó entonces punto por punto la aventura de Sylvie, que le escuchó con lágrimas de rabia.

— ¡Tenéis razón! -asintió Renaudot cuando concluyó el relato-. Es mejor decir lo menos posible. Los lectores serán informados únicamente de que Laffemas ha sido atacado en su casa y gravemente herido. Luego daremos los partes médicos, y eso es todo. ¡Es una suerte que el cardenal se haya ausentado de París para bastante tiempo! Las órdenes que pueda dar sobre este asunto no serán ejecutadas con tanto celo como si estuviera aquí. Primero porque la mayoría de los policías detesta al teniente civil, por no decir que le odian, y después porque todo el mundo sabe que el cardenal no vivirá mucho tiempo. Eso frenará iniciativas que podrían resultar peligrosas…

— En todo caso -exclamó Sylvie, al borde de una crisis nerviosa-, tendré que volver al convento. ¡Se acabó la buena vida que me esperaba en esta casa! ¡Está escrito que ese miserable siempre ha de ganar!

El gacetista posó una mano tranquilizadora sobre las de la joven.

— No hay prisa -dijo-. Ya os he contado que está lejos de haberse restablecido. Quizá nunca lo consiga. Si he comprendido bien, en esta casa estáis por lo menos tan segura como en el convento. Hay gente suficiente para defenderos, y nada puede suplir al afecto. Quedaos aquí, y esperemos el desarrollo de los acontecimientos… Es posible que no os veáis obligada a esconderos de nuevo.

— ¡Ojalá tenga razón! -dijo Sylvie con un suspiro cuando Renaudot los dejó después de declarar que, pensándolo bien, la Gazette esperaría a la semana siguiente para hablar de Laffemas-. ¡Yo soñaba con vivir a vuestro lado en esta casa tan querida, y dedicarme a vos como debe hacerlo con su padre una hija amante!