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— No hay que prejuzgar el futuro, mi pequeña Sylvie. Yo espero para ti uno mucho más brillante. ¿Has olvidado a tu amigo Jean?

— ¿Cómo olvidar a una persona tan encantadora? Y a propósito, ¿dónde está ahora? Me gustaría verle.

— En estos momentos ya debe de haberse reunido con el rey en algún lugar entre Lyon y Perpiñán.

— ¡Oh! ¿Ya se ha marchado? -Había en su voz un pesar que hizo sonreír a Perceval.

— Sí, pero no para batirse con el enemigo. Ha ido a exigir al rey que haga salir de la Bastilla a la futura duquesa de Fontsomme…

Sylvie se ruborizó.

— Pero yo no recuerdo haber aceptado…

— No. Por supuesto que no, y podrás decir más tarde que recoges tu palabra, ¡pero piensa en el peso que te daría un título tan grande! Laffemas ya sólo podría mirarte de lejos, y arriesgaría la cabeza si se atreviera a acercarse a ti con malas intenciones. Además, querida niña, creo que ningún hombre te amará nunca tanto como él. Se ha entregado por completo y no pide nada…

— Más que mi mano y mi persona.

— Déjame terminar la frase: nada más que lo que tú quieras concederle. No ignora nada de lo que has sufrido.

Nada, ¿me entiendes? Como ya te he dicho, se lo conté todo.

— ¿Y quiere hacer de mi una duquesa? Es una locura. Nunca sabré…

Perceval se echó a reír.

— No se necesita ningún conocimiento especial, y tú has estado junto a la reina. Estoy seguro de que se sentiría muy feliz de recuperar a su «gatita», ahora con una corona de ocho florones en la cabeza…

¡La reina! Hacía mucho tiempo que Sylvie no se acordaba de ella. Tal vez porque estaba convencida de que, dedicado a Madame de Montbazon, François había dejado de amarla.

— Hace mucho tiempo que no la veo. ¿Cómo está ahora?

— ¿Quién? ¿La reina? Personalmente la encuentro más bella que nunca. Su doble maternidad le ha proporcionado una plenitud que va más allá de lo imaginable. La verdad…

— ¿Intentáis decirme que él sigue amándola a pesar de su… relación?

— ¡No pongas esa cara de enfurruñada, Sylvie! Sí, creo que sigue amándola.

— ¿Le habéis visto, entonces?

— Sí. Antes de marchar a reunirse con su padre vino a hacerme algunas recomendaciones… ¡Sylvie! Ya es hora de que mires las cosas de frente. Sé muy bien que le amas todavía, pero ya no eres una niña pequeña y tienes que saber que nunca te pertenecerá. Así pues, no eches a perder tu vida por un sueño.

— ¡Un sueño!… Precisamente, hay noches en las que sueño que estamos juntos, que es enteramente mío y que estamos solos en un lugar magnífico que conozco bien: ¡en Belle-Isle! Desde que me fui de allí, algo me dice que un día le esperaré en ese lugar, y que él vendrá…

— ¡Sylvie, Sylvie!… No es raro que en los sueños nos parezca que se realizan las cosas que deseamos con más ardor. ¡Pero yo quiero verte feliz!

— Sin él, es difícil.

— Pero no imposible. Piensa que algún día yo ya no estaré, y que mi sueño es dejarte en unas manos leales y cariñosas. Si no es así, ¡el paraíso más bello será un infierno!

Sylvie se puso de pie, se acercó por detrás a Perceval, pasó los brazos alrededor de su cuello y apoyó su mejilla en la de él. Su expresión era tan infeliz que ella se avergonzó de su intransigencia. Sobre todo porque le parecía que él tenía razón.

— Os prometo reflexionar, padrino. En todo caso, puedo al menos deciros esto: un día me impusieron un esposo abominable. En el momento en que me ponía por la fuerza un anillo en el dedo, fue en Jean en quien pensé. ¡No en François! De modo que os hago una promesa: si está escrito en las estrellas que debo casarme, nunca me casaré con un hombre que no sea él.

Perceval se alegró un poco, y los dos permanecieron largo rato abrazados, sintiendo el calor de un cariño reafirmado.

9. La sombra del patíbulo

Las semanas siguientes fueron tranquilas para los habitantes de la Rue des Tournelles. Laffemas se debatía entre la vida y la muerte, y el cardenal, en la otra punta del reino, tenía otros problemas que resolver. Mientras el rey, resucitado, afrontaba con energía el asedio de Perpiñán, del que informaba a los parisinos a través de un comunicado de propia mano que publicaba la Gazette, Richelieu se había instalado en Narbona y allí luchaba con un agravamiento de sus abscesos y úlceras, pero también contra la reina. Después de haber obtenido para su fiel Mazarino el capelo de cardenal, que el interesado recibió del rey con una alegría desbordante, sus espías le informaron de extraños rumores relativos a una conjura cuyas cabezas eran Ana de Austria, Cinq-Mars, el rey de España y Monsieur, hermano del rey. Su reacción fue inmediata: puesto que Ana de Austria no había entendido todavía que una reina de Francia no conspira contra el reino del que es heredero su hijo, le quitó la guarda de sus hijos. El resultado no se hizo esperar: frente a un peligro grave que podía desembocar en la repudiación y el exilio, con la eventual perspectiva de morir en la miseria en algún rincón de Alemania como acababa de ocurrirle a María de Médicis pese a ser madre de Luis XIII, Ana se vio forzada a intentar un acercamiento al cardenal, que se contentó con enviarle a Mazarino «para recibir sus felicitaciones por el cardenalato».

¿Qué se dijeron la reina en peligro y el nuevo prelado? No se sabe, pero el poder de persuasión de aquel hombre, cuya seducción ella no negaba, era muy grande. El resultado de la larga entrevista entre ambos apareció una buena mañana sobre la mesa de trabajo de Richelieu en la forma de uno de los tres ejemplares del tratado secreto acordado en marzo por Fontrailles con el Condé-duque de Olivares, tratado cuya puesta en práctica se preveía para después del asesinato del cardenal, y que contemplaba la devolución a España de todas las plazas conquistadas en el norte, el este y el sur de Francia, a cambio de lo cual la reina, convertida en regente -se suponía que Luis XIII no tardaría en seguir a su ministro a la tumba-, reinaría con el eficaz apoyo de Monsieur y recibiría importantes compensaciones por las plazas entregadas. El señor de Cinq-Mars sería nombrado primer ministro y contraería matrimonio con María de Gonzaga; todos los exiliados serían acogidos de nuevo en el reino, y una lluvia de oro caería sobre cada uno de ellos. Era la conspiración de mayor envergadura jamás tramada contra Richelieu, sin duda, pero sobre todo contra Francia. Mazarino, cuando la reina puso el tratado en sus manos, sintió que un sudor frío humedecía su frente.

— Nunca agradeceré bastante a Vuestra Majestad que haya comprendido cuál era su deber -murmuró-. Si la reina desea que monseñor el delfín reine algún día, es hora de que aprenda a comportarse como francesa… Su Eminencia sabrá reconocer lo que debe a Vuestra Majestad.

El cardenal, por su parte, no reaccionó de ninguna forma visible. El sitio de Perpiñán había concluido con una resonante victoria, y el rey, cubierto de gloria, marchaba a su encuentro. Al día siguiente estaría en Narbona, y allí se alojaría en el obispado. Richelieu se contentó con entregar el ejemplar del tratado a su fiel Chavigny.

— Daréis esto al rey en cuanto se levante -le dijo-. Después iréis a ver a Monsieur y le rogaréis que os dé su propio ejemplar. ¡Por si acaso el rey no llega a convencerse de la culpabilidad de Monsieur le Grand!

El rey se sintió tanto más herido ante la traición de su favorito, el efebo al que había colocado tan alto, por el hecho de que su entrevista secreta con Marie de Hautefort había terminado mal. Indignado por el hecho de que ella hubiera tenido la audacia de atacar a Cinq-Mars, y convencido de que lo hacía por venganza, le había dado la orden de regresar a La Flotte y no salir más de allí. Ahora, la evidencia le alcanzó como un mazazo. Sin embargo, no se permitió la menor vacilación: de inmediato dio orden de arrestar a Cinq-Mars, De Thou, Fontrailles y los demás conjurados, mientras Chavigny visitaba a Monsieur para hacerle oír algunas verdades serias.