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— El delito cometido por Vuestra Alteza es tan grave que Su Eminencia no puede responder de nada. Incluso vuestra vida está en peligro…

Verde de miedo, Gastón d'Orléans no perdió tiempo en abogar por su propia causa.

— Chavigny, tengo que salir de este apuro. Vos me habéis ayudado ya dos veces ante Su Eminencia, pero os prometo que ésta será la última.

— El único medio es confesarlo todo.

Con su sempiterna cobardía, el hermano del rey no deseaba otra cosa, e inculpó a todos los que le habían seguido, incluido el duque de Beaufort, pese a que se había negado a participar. Así pues, el segundo ejemplar del tratado fue a acompañar al primero sobre la mesa del rey y acabó de hacer desaparecer las últimas dudas, muy débiles, a las que intentaba aferrarse el desdichado. Sintió que se le desgarraba el corazón hasta el punto de que cayó enfermo, pero no impidió que la justicia siguiera su curso.

La noticia del arresto de Cinq-Mars y François-Auguste de Thou cayó como una bomba en el castillo de Vendôme, en el que Beaufort, después de una buena jornada de caza, se divertía alegremente con sus gentiles-hombres y sus amigos. La llegada del mensajero -uno de los correos de la duquesa de Vendôme, llegado de París al galope- hizo caer una ducha helada sobre aquella juventud exuberante. En efecto, la duquesa apremiaba a su hijo a huir:

Se sabe que en vuestra casa tuvo lugar una reunión en la que no estaban presentes los jefes, pero sí sus representantes. Por más que no disteis vuestra conformidad a esa conjura, a esa locura -y lo sé muy bien-, no por ello estáis menos comprometido. Se dice también que van a rodar cabezas, y la vuestra me es infinitamente preciosa, hijo mío. Avisad, por lo que pudiera ocurrir, a vuestro hermano Mercoeur que está en Chenonceau; pero sobre todo, os lo suplico, ¡huid de Vendôme antes de que sea demasiado tarde!

François, cuya alegría desapareció, rompió la carta enfurecido.

— ¡Huir, cuando mi honor no me reprocha nada! -exclamó-. ¡Cuando me he negado a conchabarme con España ni siquiera para hacerme con el pellejo del cardenal! ¡Nunca!

— Monseñor -suplicó Ganseville-, me parece que deberíais pensarlo dos veces. La señora duquesa vuestra madre no es persona predispuesta a perder la cabeza sin razón, y sabéis bien hasta qué punto odia el cardenal a los de vuestra casa. Una falsa denuncia puede enviaros al patíbulo, sin que sirvan de nada vuestras protestas. Si el rey entrega a su favorito a la venganza de su ministro, es preciso temer lo peor… El hecho de que seáis su sobrino no cambiará nada, porque no os ama ni la mitad de lo que ama a Cinq-Mars. ¡Dejadme preparar vuestro equipaje y disponer los caballos!

Todos los presentes se unieron a esa petición, pero Beaufort no cedió.

— Huir sería confesar -repetía-; y no tengo nada que confesar.

— Vuestro padre el duque ha sido más prudente -intervino Henri de Campion, antes gentilhombre del Condé de Soissons y ahora agregado a la casa de Vendôme-. Y sin embargo era tan inocente como vos. Y no podéis negar que habéis recibido aquí a los emisarios de los conjurados…

François, sin embargo, se obstinó en no partir. A la mañana siguiente, se disponía a perseguir un ciervo al sur de su ciudad, cuando llegó hasta él un jinete cubierto de polvo, bajo cuyo sombrero emplumado reconoció con estupor a Madame de Montbazon. Ella no le dejó tiempo para abrir la boca.

— ¿Qué hacéis aquí, infeliz? ¿Habéis perdido la razón? Vengo precediendo en apenas dos horas al señor de Neuilly, gentilhombre del rey, que os trae una carta. ¡Tenéis que huir de inmediato!

Beaufort sacó de su bolsillo un pañuelo de encaje que pasó con delicadeza por el rostro polvoriento de su amiga.

— ¡Qué encantador jinete! -dijo con una sonrisa-. ¿Cómo conseguís estar tan bella, incluso en estas circunstancias?

Quiso tomar su mano para besarla, pero ella la retiró con brusquedad.

— ¿Estáis realmente en vuestros cabales? -espetó-. Lo que digo es grave, François, y si he venido no sólo es para preveniros, sino porque estoy resuelta a huir con vos…

— ¿Cómo? ¿Os comprometeréis hasta ese punto?

— Ya estoy comprometida. Ni vos ni yo nos escondemos, y además olvidáis que también estuve en esa famosa reunión, aunque no abrí la boca. Venid, volvamos para preparar nuestra marcha a toda prisa. Necesitaremos caballos frescos y…

— No necesitamos nada en absoluto. Vuelvo a casa, sí, pero para acostarme.

— ¿Acostaros? ¿Qué os proponéis?

— Simularé estar enfermo. Creedme, el señor de Neuilly va a encontrarme en un estado lamentable.

— ¿Vos enfermo? ¿Os habéis mirado? ¡Estáis rebosante de salud! Ni siquiera un ciego os creería…

— Ya lo veréis. Volvamos. Os vendrá bien un buen baño y vestidos limpios.

De camino, le explicó su intención de utilizar cierto elixir que le había proporcionado un viejo médico provenzal cuando, con su hermano, había visitado su principado de Martigues. El anciano, que pretendía ser descendiente de Nostradamus, le había dado unos ungüentos para curar las heridas, que habían probado su eficacia; un licor de hierbas apto para «sustentar los humores y confortarlos cuando se debilitan», y finalmente un elixir que provocaba la rápida aparición en el cuerpo de manchas y placas rojas «muy propias para dar la apariencia de una enfermedad grave sin que se vea afectada la salud».

— ¿Por qué os dio eso? -preguntó Marie de Montbazon-. Me parece un regalo muy extraño…

— Decía que, al darme la apariencia de un enfermo contagioso, esa pócima podría alejar a mis enemigos y salvarme la vida en determinadas circunstancias. Creo que ha llegado la ocasión de utilizarla.

— No me tranquiliza mucho. ¿Y si fuera un veneno?

— ¿Por qué diablos me lo habría dado, cuando sus demás regalos han sido tan beneficiosos?

Nada logró apartarle de su proyecto, y cuando el enviado real se presentó en el castillo fue informado de que el señor duque estaba muy enfermo, noticia que no pareció impresionarlo.

— No lo estará tanto que no pueda leer una carta -dijo-. Y debo entregársela en propia mano -añadió ante la actitud contrita de Brillet, que tendía una mano respetuosa para recibirla. Este se inclinó con una reverencia y dijo:

— En tal caso, señor, os será forzoso presenciar un doloroso espectáculo.

En efecto, el elixir del médico de Martigues había producido un efecto inesperado. Beaufort, acostado en una cama en desorden, con la camisa abierta, parecía víctima de un sarampión furibundo. No había una pulgada de su cara, su cuello y su cuerpo que no estuviera cubierta de manchas rojas de aspecto repugnante. En la cabecera, Marie de Montbazon sollozaba, tapándose la nariz con un pañuelo.

— ¿Qué desea de mí el rey? -preguntó François con voz mortecina.

— Esta carta os lo dirá, monseñor. Creo que os manda acudir a su presencia…

— Leédmela vos, señor, porque no veo.

Ésa era la causa de las lágrimas de desesperación de la duquesa. El efecto del agua milagrosa había sido más espectacular de lo esperado. El falso enfermo se hallaba sumido en una ceguera total que lo aterrorizaba. Si aquel estado se prolongaba, Beaufort confesaría todo lo que le pidieran para ser ejecutado lo más aprisa posible.