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— Querido, así es el juego de las conspiraciones. Si triunfan, la gloria es para todos; si fracasan, cada cual ha de mirar por sí. Confieso que aún no entiendo cómo ha podido tener Richelieu una información detallada de todos los artículos del tratado. Es preciso que haya tenido en sus manos uno de los ejemplares… y sólo había tres. ¿Cuál, entonces? ¿El de Monsieur, o el de la reina?

— No puedo responder a esa pregunta, pero tiemblo por los que han caído en manos de Richelieu y de su verdugo -repuso mientras evocaba mentalmente al hombre que más detestaba en el mundo, y del que ignoraba que estaba gravemente herido. Cosa curiosa, en el mismo instante otra imagen vino a sustituir la del teniente civiclass="underline" la de Sylvie.

En los últimos tiempos, cuando por casualidad se acordaba de ella, se apresuraba a expulsarla de su mente con la misma cólera que había experimentado en La Flotte al descubrir que había rechazado el asilo que él le ofreció, para correr aventuras en compañía de la alocada Marie de Hautefort. Aquel día se prometió mantenerse para siempre a distancia de la pequeña ingrata, y hasta el momento lo había conseguido. ¿Por qué, entonces, surgía de las nieblas del Támesis con su gracia frágil y sus grandes ojos dorados siempre resplandecientes de una hermosa luz cuando se posaban en él? Una vez más, procuró dejarla a un lado y evocar el bello rostro de la reina, su amor de siempre, y también el de Marie, gracias a cuya pasión podía ahora sentirse feliz. Sin embargo, la imagen de Sylvie resistió, y acabó por imponerse. Dejó entonces de luchar y se abandonó al placer un poco melancólico de los recuerdos de adolescencia y de los días felices, que descubría tan próximos aún, cuando los creía sepultados en lo más profundo de su memoria. Recordó incluso los versos de Théophile de Viau, al revivir los días de Chantilly, cuando tantos esfuerzos desesperados hizo por llevarse con él a la reina:

En regardant p ê cher Sylvie Je voyais battre les poissons A qui plus t ô t perdrait la vie En l'honneur de sus hame ç ons…

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François abandonó los pensamientos melancólicos y se trató a sí mismo de imbécil. ¿No tenía ya bastantes problemas por resolver sin ir a buscar los de una pequeña idiota? Y para estar más seguro de haber terminado con un tema deprimente, fue a reunirse con la alegre compañía que gravitaba alrededor del duque César y se emborrachó a conciencia, después de haber propuesto una serie de brindis por la bella duquesa de Montbazon, en la que no había vuelto a pensar hasta haber vaciado su primera copa. ¡Una manera como cualquier otra de tranquilizar su conciencia!

Jean de Fontsomme había vuelto a la Rue des Tournelles cargado de buenas noticias, y también de otras no tan buenas. Estuvo a punto de olvidarlas todas cuando, al apearse de un salto de su caballo, vio frente a la entrada a Perceval de Raguenel, que había salido a recibirle con una mano apoyada en el hombro de Sylvie. Mientras cruzaba Francia al galope furioso de los caballos de la posta, dejando que su escudero llevase a un ritmo más sosegado sus propias monturas, sólo había pensado en ella. Temía que su estancia en la Bastilla hubiera dejado pesadas secuelas.

Sin embargo, no sólo le parecía fiel a su anterior imagen, sino más exquisita aún de lo que imaginaba. Como con la intención de borrar mejor el tiempo, llevaba el mismo atuendo de antaño, de un amarillo solar bordado con florecitas blancas, y las cintas que anudaban su brillante cabellera eran iguales a la que ella le había dado en una ocasión, y que seguía llevando siempre junto a su corazón. Se sintió tan maravillado que, cuando ella le tendió la mano, él hincó una rodilla en tierra, como habría hecho un caballero de otras épocas. A pesar de ello, sobrecogido por su antigua timidez, guardó únicamente para los oídos de Perceval las «buenas noticias» de que era portador. En efecto, había un mundo entre pedir al rey que le devolviera a su «prometida» y anunciar a Sylvie, a la que no había preguntado su parecer, que estaba comprometida con él.

Raguenel, que adivinó lo que pasaba por la mente del joven, empezó por invitarle a cenar; luego despachó a Sylvie a la cocina con el encargo de que avisase a Nicole y le ayudase a dar a aquella comida un aire de celebración, y finalmente animó ajean a que fuese a refrescarse y librarse del polvo del camino.

— Entonces, amigo mío, ¿qué resultado traéis de vuestra embajada? -preguntó cuando el joven, afeitado, lavado, peinado y provisto de una copa de vino de Vouvray, estuvo sentado frente a él en su gabinete-. ¿El rey os puso buena cara?

— El rey sobrepasó todas mis esperanzas, caballero. Leed.

Sacó de su justillo una carta signada con el pequeño sello privado de Luis XIII, de lacre verde. Perceval la desplegó y pasó rápidamente la vista por la terminología oficial del comienzo: «Nos, Luis decimotercero de nombre, rey de Francia por la gracia de Dios, etcétera», para llegar al tema principaclass="underline"

Es nuestro deseo y nuestra voluntad que la noble señorita Sylvie de Valaines, conocida hasta el presente bajo el nombre de Mademoiselle de l'Isle, sea sacada de nuestra fortaleza de la Bastilla y recupere, cerca de Su Majestad la Reina nuestra esposa bienamada, el lugar otrora el suyo y que ocupará hasta su matrimonio, etcétera.

Sin hacer comentarios pero con una chispa de diversión en la mirada, Perceval devolvió el papel regio a su poseedor, que en lugar de guardarlo lo dejó encima de la mesa con otro que era la orden de puesta en libertad para el gobernador de la Bastilla:

— Oh, podéis quedaros con todo esto -dijo-. ¡Ya no sirve para nada!

— ¿Porque Sylvie ha salido de la prisión sin vuestra ayuda?

— Ciertamente. Yo me había imaginado…

— … Que, loca de alegría al verse en libertad, caería en vuestros brazos, lo cual sería un buen principio para la segunda parte del programa ideado por el rey.

Fontsomme se ruborizó, pero no bajó la mirada.

— Es verdad. Al verla a vuestro lado me he sentido muy feliz… y muy decepcionado, lo cual os dará una idea muy pobre del amor que siento por ella, ya que, de modo inconsciente, deseaba que sufriera más tiempo… ¡Oh, es indigno, indigno!

— ¡Pero muy natural! -dijo Perceval, risueño-. Habéis podido constatar que Sylvie estaba encantada de volver a veros. Y lo que le traéis está muy lejos de ser desdeñable -añadió, recuperando la seriedad-. La posibilidad de recuperar su puesto, su rango, su verdadera personalidad, y eso con la aprobación de todos, puesto que fue el cardenal en persona quien la puso en libertad. Y es importante, porque ha sucedido con frecuencia que Richelieu corrija e incluso anule una orden del rey, dejando para más tarde el darle explicaciones sobre el tema…

— En efecto, pero no creo que sea el caso. Mientras el rey escribía, me pareció advertir que sentía un placer maligno al contradecir a su ministro. Nuestro señor se siente muy infeliz por haber tenido que ordenar el arresto de Cinq-Mars. La evidencia de la traición era demasiado flagrante, pero no estoy seguro de que se mostrara tan severo si únicamente se hubiera tratado de un intento de asesinato del cardenal. Por una parte, son frecuentes, y además hay momentos en los que cabe preguntarse si el rey no desearía, en lo profundo de su corazón, verse libre de un hombre cuyo genio político le resulta tan admirable como agobiante.

— De todas maneras, informaremos a Sylvie de las buenas disposiciones del rey respecto a ella. Lo mejor sería que vos visitarais a la reina para informarle finalmente de la verdad acerca de la que llamaba su «gatita».