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— Sabéis muy bien que eso no es cierto. En diez ocasiones, a pesar de su juventud, las armas españolas han derramado la sangre del duque. Es fiel a su rey, leal…

— A pesar de lo cual, celebró en Vendôme una importante reunión en la que se encontraban los emisarios de los conjurados…

— Reunió a algunos amigos para ir de caza, eso es todo. No fue culpa suya que algunos de ellos alimentaran malas intenciones. Al pie mismo del cadalso, y después de recibir la Santa Comunión, el señor de Thou siguió proclamando que el señor de Beaufort no había participado en la conspiración y que, por el contrario, se había negado a colaborar.

— Abnegación de un amigo fiel que no tenía nada que perder…

— No. ¡Verdad de un hombre que no tenía derecho a mentir en el momento de comparecer ante Dios! Creedme, monseñor, François es inocente. Dejadle volver y recuperar el puesto más adecuado para éclass="underline" al frente de una tropa armada.

Desde su lecho, el cardenal dejó escapar una risa parecida al crujido de una nuez al quebrarse.

— Seríais un brillante abogado, pequeña, pero perdéis el tiempo. Si Beaufort se atreve a poner el pie en Francia, será arrestado de inmediato… ¡Y ahora, cantad o marchaos!

Sylvie volvió a tomar la guitarra y rasgueó unos acordes. ¿Cómo había podido ser tan tonta para imaginar que él la escucharía? Dudaba todavía sobre lo que iba a cantar, cuando él dijo:

— ¡Un momento! En el armario que está a vuestra espalda hay un frasco de elixir de los cartujos. Id a buscar un poco para mí. No…, no me encuentro bien.

La joven sintió que su corazón se detenía. ¿Era una señal del destino aquella ocasión inesperada? Es fácil idear proyectos, incluso proyectos terribles, pero de pronto descubría que en el momento de ejecutarlos el ánimo flaquea muchas veces. Sin embargo, era preciso hacer algo. Pensó en todas las personas que se pudrían en las mazmorras de aquel hombre despiadado; en François, que podría volver a ver el cielo del país que tanto amaba. Ella perdería la vida, pero ganaría en el corazón de él un lugar que nadie podría nunca disputarle; y él pensaría siempre en ella con ternura…

— ¿Y bien? -se impacientó el enfermo-. ¿Qué esperáis? Estoy sufriendo.

Para darse valor, ella recurrió al pensamiento consolador de que iba a terminar también con el largo padecimiento de aquel hombre, y buscó en el armario el elixir y un vaso en el que dejó caer unas gotas de veneno antes de acabar de llenarlo con el licor verde que rezumaba una agradable fragancia a plantas. Luego volvió junto al lecho y ofreció el brebaje mortal.

— Bebed vos primero -ordenó el cardenal.

Ella tuvo un instante de vacilación, y comprendió de inmediato, al encontrar su terrible mirada, que él únicamente la había hecho venir para ponerla a prueba.

— ¡Vamos, bebed! -insistió-. ¿Tenéis algo que temer?

Entonces, se resignó. Después de todo, daba lo mismo acabar de inmediato; y tal vez, si el veneno no la fulminaba de inmediato, él también bebería. Acercó el vaso a sus labios, pero lo dejó escapar de sus manos al ser empujada involuntariamente por un gesto mecánico del enfermo, sacudido en aquel instante por un violento acceso de tos. El licor se derramó por la sábana, mezclado con el flujo de sangre que el cardenal vomitó de repente. Sylvie se precipitó hacia la puerta, detrás de la cual esperaban criados y médicos.

— ¡Deprisa! Su Eminencia no se encuentra bien.

— He oído la tos -dijo Bouvard, el médico real-. Iba a entrar… ¡Dios mío! ¡Otra vez ha tenido un vómito de sangre!

— ¿No es la primera vez?

— No. Sus pulmones están gravemente afectados…

Las huellas de licor verde en las sábanas no parecieron sorprenderlo, contrariamente a lo que temía Sylvie. Se contentó con refunfuñar, encogiéndose de hombros:

— Ha vuelto a pedir ese licor, que no le hace ningún bien. Me gustaría quitárselo, pero nadie es capaz de prohibirle nada…

Todos se afanaban en torno al enfermo y Bouvard, tomando del brazo a Sylvie, la llevó a la antecámara:

— Volved a palacio, mademoiselle. Mucho me extrañaría que Su Eminencia reclamara un concierto los próximos días…

Ella no pedía otra cosa, aliviada por no haberse convertido en una asesina. De modo que, al llegar a Saint-Germain, se dirigió directamente a la capilla para dar gracias a Dios por haberle impedido llevar a cabo el gesto fatal, y al mismo tiempo por haberle conservado la vida. Había visto la muerte tan de cerca que, a pesar de que hacía un tiempo detestable -desde hacía una semana no paraba de llover-, encontró magnífica la tierra, y radiante el tiempo.

El cardenal no murió aquella noche, y al día siguiente se hizo trasladar a París. Le pareció que su salud mejoraría entre las maravillas que había reunido en el Palais-Cardinal. En cambio, el rey dejó de galopar a través de la región y ya no se movió de Saint-Germain, a la espera de la noticia de un final inevitable y que le traería una especie de liberación ahora que la victoria coronaba sus armas y había hecho retroceder la guerra más allá de las fronteras del reino.

Sylvie, por su parte, vivió angustiada los días que siguieron a su visita a Rueil. A cada momento temía ser llamada junto a Richelieu, pues sabía que nunca tendría valor suficiente para repetir su intento de asesinato. El frasco de veneno acabó su peripecia en las letrinas del castillo. ¡Decididamente, no era fácil convertirse en una heroína trágica!

El 3 de diciembre, el rey acudió a la cabecera del enfermo; a su vuelta, comentó a quienes le rodeaban:

— Creo que no volveré a verlo con vida. Es el final, ¡pero qué final cristiano!

En efecto, desde su regreso a París el cardenal únicamente se ocupaba de Dios y de su alma, y soportaba sus sufrimientos con más estoicismo que nunca. A pesar del tesón con que se aferraba a la vida, por fuerza hubo de admitir que sus días estaban ya contados. Finalmente, el 4 de diciembre de 1642, Louis-Armand du Plessis, cardenal-duque de Richelieu, ofreció al Creador su alma impenetrable, murmurando:

— In manos tuas, Domine…

Y se produjo un gran silencio.

Podía haberse esperado una explosión de alegría, manifestaciones de contento, porque el terrible dictador ya no estaba, pero no: el pueblo de París, que durante cuatro días desfiló delante de los restos mortales antes de que éstos fueran trasladados a la Sorbona, donde habían de reposar cuando estuviese terminada la capilla, permaneció en silencio, sin atreverse apenas a respirar; y las miradas que dirigía al muerto, envuelto en el esplendor de un muaré púrpura que acentuaba su palidez y con la corona ducal depositada a sus pies sobre un cojín, estaban teñidas de incredulidad, pero también de respeto.

Todos experimentaban una sensación extraña: se había producido una especie de vacío, y flotaba la pregunta de si, en ausencia del timonel, el navío Francia podría continuar su gloriosa travesía. En algunas ocasiones es terrible ver desaparecer a una persona temida, detestada incluso, pero a la que oscuramente se admira. A pesar de la proliferación inmediata de panfletos, pagados por los antiguos conspiradores, el sentimiento general era que el reino, después de él, ya nunca volvería a ser lo que había sido antes. Era muy sencillo: Richelieu había hecho temblar a Europa al mismo tiempo que a Francia, porque quería hacer grande a ésta…

Luis XIII no lloró a su compañero de fatigas: le había hecho sufrir demasiado en sus afectos. Pero quienes esperaban un cambio de régimen se equivocaron, pues nada cambió. Todo el aparato administrativo levantado por el cardenal siguió en su lugar, hasta el más modesto funcionario, incluido Isaac de Laffemas, que, después de una larga convalecencia, pudo finalmente reintegrarse a sus funciones. La reina intentó que fuera despedido, pero el rey se negó. Respondió lo que Richelieu había respondido a Beaufort: