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— Es un hombre íntegro, y con él el orden está asegurado en París.

El día 5 de diciembre, en el Parlamento se tomaron dos decisiones importantes. La primera confirmaba la derrota de Monsieur. Se prohibía al eterno conspirador abandonar sus posesiones. La segunda era todavía más significativa: el cardenal Mazarino, el mejor discípulo del desaparecido, entró en el Consejo, y cabía esperar que continuaría la política de su maestro. En consecuencia, nada había cambiado.

En el entorno de la reina, la atmósfera se aclaró de manera sensible, a pesar de que la corte, apenas salida del luto de la reina madre, volvió a enfundarse en sus vestidos negros en honor del cardenal. Una mañana, después de oír misa, Sylvie se puso de rodillas ante Ana de Austria para pedir el regreso de los exiliados, de dos de ellos al menos: Marie de Hautefort y el duque de Beaufort.

La reina le acarició la mejilla, le indicó que se levantase y la abrazó.

— Es demasiado pronto. El rey no aceptaría contradecir la voluntad del cardenal. No quiere mucho a vuestro amigo François. En lo que se refiere a Marie, no sé muy bien lo que piensa él. Temo que el doloroso recuerdo de Cinq-Mars le haya hecho olvidar a sus antiguos amores. Estad segura de que tengo tantos deseos como vos de volver a verles, así como a mi querida duquesa de Chevreuse, alejada de mí desde hace tantos años. Pero nos hará falta todavía un poco más de paciencia…

El diálogo fue interrumpido por la entrada de Madame de Brassac, que venía a preguntar si la reina tenía a bien conceder audiencia a Su Eminencia el cardenal Mazarino.

El tono de la dama de honor se había dulcificado sobremanera desde la muerte de Richelieu. Su puesto dependía ahora únicamente de la voluntad de Ana de Austria. Si ésta pedía su despido al rey, lo obtendría. La reina se contentó con sonreír.

— Voy al instante… -Luego, cuando Madame de Brassac se hubo retirado, añadió-: ¡Ya veis! Un cardenal sucede a otro cardenal. Parece que en este país la religión está firmemente anclada en los puestos de mando del Estado. ¿Será porque mi esposo el rey consagró Francia a Nuestra Señora en agradecimiento por el feliz nacimiento del delfín?

— ¿No tenía ya antes el título de Rey Cristianísimo?

— Por supuesto, pero me pregunto si mi hijo, cuando llegue a la edad de reinar, seguirá el ejemplo de su padre. Vos que lo veis a menudo, sabéis muy bien que, a pesar de ser tan joven, muestra ya una voluntad de hierro. ¡No creo que se deje imponer por un ministro, quienquiera que sea! Mientras tanto -añadió con un suspiro-, no tengo quejas del actual, que ha supuesto un cambio agradable. ¡Es un hombre encantador! Pero creo que aún no lo conocéis.

— No he tenido ese honor.

— ¡Pues bien, venid! Juzgaréis por vos misma…

La reina tenía razón. Con su gracia italiana y su mirada zalamera, Mazarino era encantador en el sentido de que desplegaba mucho encanto. Sin embargo, no gustó a Sylvie. Acostumbrada a la altanería con frecuencia despectiva de Richelieu, a su elevada estatura y a la nobleza con que llevaba la sotana, tuvo la impresión de ver una mala copia reducida. Ciertamente, Mazarino era mucho más guapo que su maestro y su sonrisa era seductora, pero no imponía respeto como su predecesor. Tal vez eso se debiera a que, pese a los diversos cargos eclesiásticos que ocupaba, nunca había sido ordenado sacerdote, y Sylvie no admitía que se pudiera ser cardenal sin ser eclesiástico. Tal vez también se debiera a que gesticulaba demasiado con las manos, unas manos hermosas, muy cuidadas y perfumadas.

A cambio de su reverencia, recibió un saludo, una sonrisa radiante y un cumplido lleno de galantería; pero ella no era Marie de Hautefort, y no intentó quedarse. Se retiró muy pronto. Lo que se dijeran aquellas dos personas no le interesaba. Sin embargo, no pudo impedir el preguntarse qué pasaría cuando volviera Beaufort y se encontrara con aquel «hijo de un lacayo italiano» instalado en el puesto del gran cardenal.

No había de tardar mucho en recibir respuesta a su pregunta. El 21 de febrero, Luis XIII cae enfermo en Saint-Germain, de tal gravedad que se instala su lecho en el Grand Cabinet de la reina, más cómodo y con mejor calefacción que sus propios aposentos, de una austeridad espartana. No por ello deja el rey de retener con firmeza en sus manos los asuntos del Estado. Se diría que el ejemplo de Richelieu le impide dar signos de agotamiento. ¡Y sin embargo, cuántos motivos de inquietud! En Inglaterra, donde reina su hermana Enriqueta, avanza la revolución dirigida por Cromwell, un burgués londinense. Todavía no se ha firmado la paz con España, a la que la muerte de Richelieu devuelve algunas esperanzas. El rey se encuentra enormemente debilitado, roído por la tuberculosis; y los remedios, sangrías y enemas de sus médicos lo postran todavía más…

Sin embargo, aún se levanta en los días siguientes. Tal vez debido a que rechaza con obstinación los pretendidos remedios de sus médicos, lo cierto es que se produce una mejoría; pero está seriamente afectado, y muy pronto dicta sus últimas voluntades. La reina sabe que será regente, pero que el jefe del Consejo será -y en este punto cabe preguntarse por los motivos del rey- su hermano, el indigno Monsieur, duque de Orléans. Bien es verdad que formarán parte de ese Consejo el príncipe de Condé, Mazarino, el canciller Séguier, el superintendente de Finanzas Bouthillier y el señor de Chavigny. Finalmente, ordena que se proceda al bautismo del delfín, al que apadrinarán la princesa de Condé y Mazarino. Será, antes de los funerales del rey, la última gran ceremonia del reinado. El pequeño príncipe, ataviado con un vestido de hilo de plata, recibe el sacramento con una gravedad que asombra a todos los asistentes. Y con la misma gravedad responde, un poco más tarde, a la pregunta que le formula su padre:

— Hijo mío, ¿cuál es ahora tu nombre?

— Luis XIV.

— Todavía no, pero lo será quizá muy pronto, si es la voluntad de Dios…

Sin embargo, aún transcurren varias semanas, marcadas por grandes padecimientos y breves treguas; por dos veces acude Monsieur Vincent a iluminar el lecho del enfermo con su fe ardiente, su sonrisa y sus exhortaciones llenas de bondad y sencillez. A Sylvie, que le da las gracias por haber velado por ella, el santo le dice:

— Me equivoqué al querer haceros entrar en un convento. ¡Casaos, pequeña! Necesitáis un buen esposo.

— Ya lo ha encontrado -dice Ana de Austria-, pero las circunstancias son poco favorables para celebrar una fiesta.

Los ojos oscuros y vivos del anciano se clavan en los de la joven, como si leyera lo que se esconde en el fondo de su alma.

— A pesar de todo, sería preferible casarla cuanto antes.

No era ésa la opinión de Sylvie. No ignoraba -la reina lo repetía a menudo en su presencia- que el primer gesto de Ana, una vez investida regente, iba a ser llamar de inmediato a todos los exiliados. Sylvie no era la única que deseaba apasionadamente volver a ver a François… Las dos sabían que su regreso estaba próximo.

El 13 de mayo por la mañana, Luis XIII abrió los ojos y, al reconocer al príncipe de Condé entre las personas que abarrotaban la habitación, le dijo:

— Señor, el enemigo ha cruzado nuestras fronteras con un poderoso ejército…

— ¡Sire! ¿Qué podemos…?

— ¡Dejadme… hablar! Sé… que dentro de ocho días vuestro hijo va a vencerlo y obligarlo a emprender… una vergonzosa retirada.

¡Extraña intuición la de los moribundos! Ocho días más tarde, en Rocroi, el joven duque d'Enghien expulsaría a los españoles de Francia por mucho tiempo.

Al día siguiente, 14 de mayo, entre las dos y las tres de la tarde, el rey Luis, decimotercero de este nombre, exhaló su alma pronunciando el nombre de Jesús. El mismo día, treinta y tres años antes, Ravaillac había asesinado a su padre Enrique IV.