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— ¡Mis felicitaciones, señorita! Espero que por lo menos habréis pedido su autorización a Madame de Vendôme, mi madre, que os educó.

— Es inútil recordármelo -murmuró Sylvie-. Nunca olvidaré lo que le debo…

— Fui yo quien se la pidió, el primer día en que vino a visitarme después de la muerte del cardenal. Se alegró mucho, y también vuestra hermana -intervino la reina en tono seco.

— ¡Pues bien, todo va entonces de maravillas! Ahora permitid que me retire, señora. Debo hacer la ronda de las diferentes guardias del rey.

Se alejó después de un profundo saludo, sin una mirada para Sylvie, cuyos ojos se humedecieron mientras la reina, sin darse cuenta de ello, se volvía hacia las damas de servicio para proceder al coucher, la ceremonia de acostarse. Entonces una mano se posó sobre el hombro de la j oven, y una voz familiar susurró:

— Siempre hubo momentos en que me parecía estúpido, pero ahora su actitud resulta de lo más divertida.

Con un gritito de alegría, Sylvie se volvió y se precipitó entre los brazos de Marie de Hautefort que, todavía en traje de viaje, le sonreía.

— ¡Marie, por fin! Desde la muerte del cardenal, cada día he esperado vuestro regreso…

— El rey no lo permitió. Confieso que me he dado mucha prisa cuando la reina me ha enviado un coche a La Flotte. Esperaba llegar a tiempo para un último gesto de respeto y afecto. Infortunadamente, los caminos no permiten grandes velocidades…

Ahora era Marie quien tenía lágrimas en los ojos.

— ¿Le amabais más de lo que pensabais?

— Me di cuenta un poco tarde. Tal vez lo que sentía confusamente en mi interior me hizo mostrarme tan dura con él… ¡Pobre rey mío!

Con sus habituales maneras decididas, Marie se deshizo de su pena como de un manto raído.

— ¡Hablemos de vos! No hay ninguna razón para que os aflijáis por las groserías de vuestro querido François. Tienen un curioso parecido con los celos.

— ¿Celos, cuando tiene aquí mismo a quienes más ama? Madame de Montbazon y la…

— Es posible, pero eso no impide que haya adquirido desde hace mucho tiempo la costumbre de consideraros propiedad suya, y puedo aseguraros que no está contento. Yo, en cambio, estoy encantada. Cuando seáis duquesa estaréis en su mismo nivel, y Jean de Fontsomme es el muchacho más encantador que conozco.

La furia de François era tan real que hacía que se sintiera desconcertado ante sus propios sentimientos. En el momento en que tocaba con las manos la gloria suprema, en que el amor de la reina le llevaba al pináculo, en que disponía a su voluntad de la más adorable de las amantes, aquella pequeña calamidad, al recordarle su existencia, acababa de propinarle alrededor del corazón un pinchazo que no conseguía explicarse. Tal vez lo más insoportable era que, en su ingenua candidez de varón muy poco habituado a los meandros del alma femenina, pensaba que la horrible experiencia de La Ferrière habría alejado para siempre a Sylvie de cualquier posible matrimonio.

Sin embargo, desde su regreso a Francia, y antes incluso de ver a la reina, se había ocupado de vengarla. Con la única compañía de Ganseville había corrido, al caer la noche, a la Rue de Saint-Julien-le-Pauvre. Allí había encontrado una casa devastada, con las ventanas rotas, antela que los paseantes tardíos pasaban desviando la mirada. Sólo un hombre, sentado en un poyo, fumaba su pipa mientras contemplaba el portal arrancado de sus goznes.

— ¿Qué ha ocurrido? -preguntó Beaufort-. Se diría que ha pasado un huracán…

— El peor de todos: el de la furia popular. En cuanto se supo la muerte de Richelieu, una muchedumbre se precipitó aquí. Lo sé porque yo fui el primero en llegar, y eso movido por buenas razones. Hace varios meses hundí mi espada en el pecho de Laffemas, y él encontró la manera de sobrevivir. Había venido a concluir mi obra…

— ¡Oh! -dijo Ganseville, que estaba bastante al corriente de los chismes parisinos-. ¿Entonces sois el famoso capitán Courage? ¿A cara descubierta? ¿Dónde está vuestra máscara?

— Sólo la uso por la noche. Y vos, monseñor, sois el duque de Beaufort, el héroe de los parisinos…

— ¿Me conocéis?

— Por supuesto. Todo el mundo aquí conoce al verdadero nieto de Enrique IV. ¡El que habríamos preferido tener como rey! ¿Buscabais vos también a Laffemas, señor?

— Sí, tengo una vieja cuenta que saldar. ¿Qué ha sido de él?

— Nadie sabe nada. Ha desaparecido como si la tierra se lo hubiese tragado. Creedme, lo he registrado todo. Nada aquí, ni en Nogent. Ha conseguido escapar…

— Eso habrá que averiguarlo. Si aún vive en algún lugar, debo encontrarlo. ¡Está en juego mi honor!

— También el mío, monseñor, por más que os parecerá de escasa importancia. Es lo que pensaba cuando habéis llegado…

— ¡En ese caso, unamos nuestras fuerzas! Si os enteráis de alguna cosa, hacédmelo saber en el hôtel de Vendôme.

— Y si vos tenéis necesidad de mí, sabed que al margen de la corte de los milagros, donde es peligroso introducirse, se me puede encontrar, con el nombre del Griego, en la taberna Deux-Anges. Todos los días paso por allí un momento tal como me veis ahora.

Dicho lo cual, el truhán saludó y desapareció entre las sombras de la noche.

— Curioso personaje -comentó Ganseville-. No lo encuentro desagradable.

— Tampoco yo. En cualquier caso, puede ser un aliado interesante.

Mientras no diese con el paradero de Laffemas, Beaufort podía consagrarse por entero al servicio de la reina. Pesadas responsabilidades recaían ahora sobre los hombros del «hombre más honrado de Francia». Debía velar muy de cerca por el sagrado depósito que le había sido confiado, y con todas sus fuerzas expulsó de su interior la imagen de aquella Sylvie que, con toda evidencia, ya no le necesitaba. Por más que aquello fuera difícil de admitir…

La noche de la muerte del rey, después de inspeccionar las rondas y cuando la reina se había retirado ya a sus aposentos con sus damas, para rezar más que para dormir, François fue a instalarse en la antecámara del pequeño rey para velar allí, armado hasta los dientes, a aquel niño del que acababa de descubrir que le era infinitamente precioso. Más aún de lo que había sido su madre. Había pasado el tiempo de los amores locos. El de los hombres y el del honor llegaría con la próxima aurora…

Cuando apareció ésta, y mientras los despojos mortales de Luis XIII permanecían en soledad en los castillos de Saint-Germain abandonados por la corte, una larga caravana de carretas que transportaban muebles y baúles descendió hacia París, con destino al viejo Louvre. El cortejo del niño rey y de su madre iba detrás, en medio de una multitud. Beaufort, el organizador de aquel verdadero espectáculo, hizo las cosas a lo grande, sabedor de la importancia que tienen para el pueblo las pompas y el despliegue de las fuerzas del soberano. La carroza real que llevaba a Ana de Austria, a sus hijos, a Monsieur y a la princesa de Condé (el príncipe seguía enfadado), iba precedida por la guardia francesa, la guardia suiza, los mosqueteros, la caballería ligera del mariscal de Schomberg, los escuderos de la reina, la guardia de Corps y la guardia de la puerta. Iban detrás el Gran Escudero con la espada real, las doncellas de honor, la guardia escocesa, los cien suizos y otro regimiento de la guardia francesa que escoltaba la carroza vacía del rey difunto. Detrás aún desfilaba una multitud de carrozas, coches, gente a caballo y a pie. El lucido cortejo del flamante nuevo rey, salido a mediodía de Saint-Germain -seis horas después de la mudanza-, tardó más de siete horas en llegar al Louvre en medio de un entusiasmo indescriptible. Los parisinos, deseosos de adorar a su rey niño, habían llegado a temer que sus soberanos no quisieran residir más en la capital y prefirieran el encanto, el amplio panorama, el aire fresco y las arboledas de Saint-Germain. Sería excesivo afirmar que la reina se sintió encantada al volver a encontrarse en el viejo palacio, que un abandono de cinco años no había contribuido a mejorar. Miró abrumada las paredes sucias, los techos agrietados y las huellas dejadas por el hielo y la humedad.