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— ¿Conseguiremos vivir aquí? -gimió, al tiempo que se volvía despacio para apreciar mejor los desperfectos.

— Nadie os obliga a ello, hermana -dijo Monsieur, que la había oído.

— ¿Estáis pensando en darnos hospitalidad en vuestro suntuoso palacio del Luxembourg?

— ¡Claro que no! Apenas es lo bastante grande para mí. Pero os recuerdo que el difunto cardenal legó al rey su palacio, que está aquí al lado. No podríais encontrar un alojamiento más magnífico y mejor amueblado.

El rostro sombrío de Ana de Austria se iluminó de golpe y dedicó a su cuñado una sonrisa radiante.

— ¡Tenéis mil veces razón, hermano! Mañana mismo haré que inspeccionen el lugar y tomen toda clase de disposiciones para adaptarlo como nuestra vivienda. Más tarde iré a verlo yo misma.

Mientras tanto, era preciso alojarse. Los grandes, todos ellos poseedores de mansiones en París, regresaron a sus moradas, y Sylvie, que ya no formaba parte de las doncellas de honor y no podía recortar aún más el ya reducido aposento de la reina, volvió a la Rue des Tournelles, donde fue recibida con alegría. Allí encontró también a Jeannette, que había vuelto con Mademoiselle de Hautefort, y que cayó en sus brazos llorando de felicidad. Por primera vez desde hacía cinco años, la «familia» del caballero de Raguenel se encontró reunida al completo, y aquella noche se festejó la ocasión hasta muy tarde.

La repentina y fulgurante elevación de Beaufort no dejó de sorprender a Perceval.

— Sabía que los Vendôme estaban de vuelta -dijo-. El duque César lleva aquí unos días, y atruena el faubourg Saint-Honoré con su vozarrón y con los amigos ingleses que ha traído consigo. Era un poco prematuro, porque el rey aún vivía. Dice ya que ha venido a reclamar el gobierno de Bretaña, al que tanto apego tenía. Comprendo su alegría por volver después de diecisiete años de exilio, pero un poco de discreción sería más prudente.

— Si monseñor François va a encargarse del gobierno -dijo Corentin, que volvía de la bodega y le había oído-, no veo por qué su padre habría de recatarse: ¡tendrá todo lo que pida! Monseñor François siempre ha querido mucho a su padre. Incluso pidió ser encarcelado en su lugar.

— Los afectos particulares y el gobierno de un gran reino son cesas muy distintas. Y, si queréis mi opinión, no me imagino a nuestro Beaufort como primer ministro. No es hombre de estudios y carece de habilidad.

— Todavía es joven -argumentó Sylvie, siempre dispuesta a defender a su héroe-. Con los años cambiará, madurará…

Perceval sonrió, le dio una palmada en la mejilla y encendió su pipa.

— Me extrañaría -dijo-. Por lo demás, aún no ha sido nombrado, ¡y dudo que lo sea alguna vez! Pueden hacerle almirante, general de las galeras o lo que se quiera, pero que no pongan a Francia en sus manos: hará un estropicio. Por otra parte, antes de ocupar el lugar de Richelieu tendrá que vérselas con sus enemigos, los incondicionales del difunto cardenal, y sobre todo con su herencia: el cardenal Mazarino no se ha aupado al primer plano para ceder su puesto al primer recién llegado, y mucho me temo que es un zorro lleno de recursos.

— ¿Y creéis que ese italiano lo hará mejor que él al frente del gobierno? -se indignó Sylvie-. ¡No es más que un comediante!

— ¡Un diplomático! -rectificó Raguenel-. Y eso es lo que necesita un pueblo que desea la paz…

Los días siguientes le dieron la razón.

Después de la gran sesión del Parlamento que rompió el testamento de Luis XIII para ofrecer a Ana de Austria poderes plenos y completos, después de los suntuosos funerales que llevaron al difunto rey a la cripta de Saint-Denis, el Louvre entró en un agradable período de reencuentros. A continuación de Marie de Hautefort, que recuperó su puesto de dama de compañía, el fiel La Porte, exiliado después del asunto del Val-de-Grâce, volvió con toda naturalidad a ocupar su puesto de jefe de protocolo de la reina, que le recibió con lágrimas en los ojos. Ni el uno ni la otra habían cambiado, y mucho menos Madame de Senecey, feliz de dejar su castillo de Conflans por el cargo de gobernanta de los infantes de Francia, en el que sustituyó a la marquesa de Lansac, invitada a visitar sus tierras. Reapareció también el mariscal de Bassompierre, salido de la Bastilla después de doce años de prisión empleados en escribir sus memorias. Había envejecido mucho, pero seguía siendo el mismo jovial conversador, y Perceval de Raguenel se apresuró a visitarlo. El antiguo círculo de la reina quedó así casi reconstituido, y lo mismo ocurrió con el capítulo del Val-de-Grâce, en el que la madre de Saint-Etienne recuperó el báculo de abadesa. Con todo, subsistió una ausencia, y de importancia: la duquesa de Chevreuse, la amiga de sus veinte años, exiliada casi ese mismo tiempo; la reina no se atrevió a llamarla. Tal vez hubo en ello alguna influencia de Mazarino: la duquesa conocía el secreto de la aventura con Buckingham y otros más peligrosos aún, los de las conjuras incesantes con España, cuyo punto álgido había sido la de Cinq-Mars.

Cuando finalmente reapareció, aún bellísima a pesar de sus cuarenta y tres años, siempre arrogante y dispuesta a hincar el diente a los bocados más jugosos de la rica Francia, siempre relacionada con las cancillerías de los países más hostiles al reino, se dio cuenta de que, de su antigua influencia, únicamente subsistía el recuerdo de los buenos ratos de otros tiempos. La reina la recibió con afecto, pero las dos mujeres no estuvieron mucho rato solas. Muy pronto apareció Mazarino, todo sonrisas: venía a ofrecer a la recién llegada una bonita suma de dinero para reparar su castillo de Dampierre, en el valle de Chevreuse, con la condición de que ella misma se ocupara de dirigir las obras. La duquesa comprendió de inmediato: no la querían en la corte y le remuneraban sus servicios. No rechazó el dinero, porque siempre había tenido los dientes largos, pero al abandonar el palacio se llevó consigo una rabia bien disimulada, un odio consistente por Mazarino y un rencor nuevo hacia la reina. Se fue decidida a vengarse un día u otro.

Los ojos atentos de Marie de Hautefort lo observaron todo con sumo interés, e iluminaron para Sylvie los meandros de aquel enorme cambalache.

— O mucho me equivoco -dijo un día a su amiga-, o nuestro François podría sufrir a no mucho tardar una amarga decepción. ¡No me gustan nada los continuos cuchicheos de nuestra reina con ese mentecato! -Se sobrentiende que, en su lenguaje, mentecato se escribía «Mazarino».

No habían llegado las cosas aún a ese punto. Los Vendôme estaban de vuelta y hacían bastante ruido, en particular el duque César, convertido en una especie de curiosidad desde la época en que se hablaba continuamente de él sin verle nunca. Apareció, pues, con gran aparato de gentileshombres para recuperar su sitio en la corte, pero, más astuto que Beaufort, hizo mil carantoñas al nuevo cardenal. Durante el exilio había soñado demasiado con el gobierno de Bretaña, que consideraba patrimonial, para no desear ardientemente recuperarlo. La muerte de Richelieu -que ostentaba el título y ejercía el cargo- lo había dejado vacante. Pero, ay, sus sonrisas no sirvieron de nada: el ansiado gobierno ya había sido adjudicado al mariscal de La Meilleraye, al que César odiaba. Al saberlo se retiró a su tienda, como Aquiles, y se dedicó a refunfuñar bajo los artesonados dorados de su hôtel de Vendôme.

Al predecir una decepción a François, Marie de Hautefort no se equivocaba, y muy pronto padre e hijo coincidieron en el odio profundo que les inspiraba el nuevo cardenal. En efecto, una vez en posesión de sus plenos poderes, la regente dejó pasar un plazo discreto antes de lanzar un cañonazo: el nombramiento de Mazarino como primer ministro. François de Beaufort creyó morir de rabia, pero se guardó mucho de protestar. Su táctica consistió en endurecer su posición y empujar al otro al rango de simple ejecutor, tanto de las voluntades reales como de las suyas propias.