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Tuvo la impresión de encontrarse solo en medio de un enorme silencio, y así era en efecto, porque todos seguían la escena sin decir palabra. Iba a hablar, cuando se escuchó la voz cantarina de Mazarino:

— La reina os espera, señorita, y a vos también, señor duque. Su Majestad arde en deseos de daros su parabién. Vuestra boda la llena de alegría.

El instante mágico había pasado. François huyó a la carrera como si le persiguiera el infierno, pero Mazarino se había equivocado al entrometerse en un asunto que no era de su incumbencia. El odio que inspiraba a Beaufort se multiplicó por diez. Con una perfecta injusticia, el duque le culpó de una boda que con tanta crueldad le hería. Y aquél fue el inicio de una espiral fatal. Decidido a librarse del importuno por cualquier medio, Beaufort, con la ayuda de los decepcionados por la regencia recién iniciada, montó la conspiración que la historia había de llamar «de los Importantes»: el cardenal debía ser ejecutado durante un viaje a Vincennes…

Como todas las conspiraciones de aquella época insensata, sin embargo, también ésta fue descubierta. El castigo resonó como un trueno.

El 1 de septiembre de 1643, en la capilla del Palais-Cardinal y en presencia del rey niño, de la reina regente y de toda la corte, Jean de Fontsomme contrajo matrimonio con Sylvie de Valaines, señora de l'Isle en Vendômois. Dos personas faltaron a la ceremonia: César de Vendôme, que «tomaba las aguas en Conflans», y su hijo François, que había ido a visitarlo para que no se aburriera.

Al día siguiente, seguro de no encontrarse con la pareja, que a petición de Sylvie había marchado a sus posesiones a pasar su luna de miel. Beaufort acudió a palacio llamado por la reina. Esta le recibió sola en el Grand Cabinet con mucha amabilidad, y luego pasó a su alcoba alegando que iba a buscar un objeto que deseaba confiarle. No la vio volver.

A quien vio fue a Guitaut, el capitán de la Guardia, que venía a arrestarlo en nombre del rey. Aquella misma tarde, el duque de Beaufort fue encarcelado en Vincennes, en la misma celda en que su tío Alexandre, Gran Prior de la Orden de Malta en Francia, había muerto quince años antes en circunstancias lo bastante sospechosas para que se hablara de asesinato…

TERCERA PARTE

Un viento de fronda
1648

11. El pájaro voló…

Por tres veces retumbó el cañón de Vincennes. El cochero refrenó los caballos y se inclinó.

— Al parecer algo sucede en el castillo, señora duquesa -dijo.

— Muy bien, Grégoire, veamos de qué se trata -dijo Madame de Fontsomme, presa de una extraña emoción.

Como cada vez que viajaba desde su casa de Conflans a su mansión parisina y viceversa, Sylvie daba un rodeo para pasar junto al torreón de Vincennes, aduciendo que prefería pasar por la puerta de Saint-Antoine. Así tenía la ocasión de contemplar la vieja torre y permitir a su corazón latir con un poco más de fuerza, al ritmo de un pasado agridulce, doloroso con frecuencia pero poseedor de un secreto encanto. Allí arriba, cerca de las nubes y lejos del suelo, guardado como el tesoro más precioso, vivía en cautiverio aquel a quien todavía llamaba François…

¡Cinco años! Pronto se cumplirían cinco años de prisión de aquella fiera atrapada en la trampa por una rata vestida con la púrpura cardenalicia. Cuando pensaba en ello -lo que ocurría a menudo-, la joven duquesa de Fontsomme no podía evitar una punzada de remordimiento, porque para ella aquellos cinco años habían sido muy dulces, al lado de un esposo ausente con frecuencia -la guerra se había recrudecido tal vez aún más que en la época de Richelieu- pero cariñoso, lleno de atenciones y más enamorado, si cabía, desde que ella le había dado, dos años antes, una pequeña Marie con la que estaba entusiasmado y cuyos padrinos habían sido el joven rey Luis XIV y la ex Mademoiselle de Hautefort, ahora duquesa de Halluin por su matrimonio con el mariscal de Schomberg.

Llegaba a suceder que aquella felicidad confortable la engañaba sobre el estado real de sus sentimientos, pero cuando veía las murallas de Vincennes, su corazón, tan sensato, dejaba de latir por un instante. Y lo mismo le ocurría cuando en un salón -a pesar de que los frecuentaba muy poco- coincidía con Madame de Montbazon, cuya fidelidad al preso era algo casi proverbial, hasta el punto de que corría una canción popular sobre el tema:

Beaufort est dans le donjon Du bois de Vincennes Pour supporter sa prison Avec moins de peine Zeste, zeste, Il aura sa Montbazon Deuxfois la semainer

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El verse colocada así en la categoría de las mujeres públicas a las que se admitía en las cárceles reales para aliviar la soledad de los presos, no parecía ofender a la altiva duquesa. ¡Muy al contrario! Llena de orgullo y sin preocuparse de un marido anciano al que el asunto no molestaba lo más mínimo, ella respondía a quienes le preguntaban y daba noticias cuyas primicias reservaba para Madame de Vendôme y Madame de Nemours, pero que a Sylvie siempre le provocaban un deseo salvaje de estrangularla.

Sabía, sin embargo, cuánta necesidad tenían de aquel consuelo su bienhechora y su amiga de la infancia, porque desde el arresto de François la suerte de la familia no tenía nada de envidiable. El duque César se había visto obligado a huir de su castillo de Anet debido a la «visita» de las gentes del rey, y había vuelto a tomar el camino del exilio, pero ahora ya no en Inglaterra, donde, ay, los «cabezas redondas» dirigidos por Cromwell se habían rebelado contra el rey Carlos I y la reina Enriqueta, su cuñado y su hermana. Había marchado a Italia y, después de visitar Venecia y Roma, se había instalado en Florencia. En compañía de algunos gentileshombres fieles y de un ramillete de guapos jovencitos, llevaba allí su habitual vida disipada, que contrastaba con la de su hijo mayor, Mercoeur, encerrado en Chenonceau y preguntándose sin cesar si un eventual ataque no le obligaría a refugiarse en el escondite disimulado en uno de los pilares del puente. Contrastaba también con la de su mujer, confinada en su hôtel del faubourg Saint-Honoré, donde, confortada por su viejo amigo el obispo de Lisieux, Philippe de Cospéan, y por la cálida amistad de Monsieur Vincent, se esforzaba en conseguir que su François por lo menos tuviese un proceso justo, tanta era su seguridad de que saldría libre de cargos. Su hija era asimismo una gran ayuda para ella; y, fiel a sí misma, Françoise de Vendôme siempre encontraba tiempo para la tarea a la que había consagrado sus mejores energías: socorrer a las prostitutas, libres o encerradas en burdeles. Naturalmente, Sylvie visitaba con frecuencia a la madre y a la hija.

Mientras tanto, en Vincennes la voz de bronce del cañón seguía manifestando una agitación desacostumbrada. Sylvie ordenó detener su carruaje bajo los árboles y envió a uno de sus dos lacayos a informarse. Cuando regresó después de unos minutos interminables, a ella le sorprendió su rostro sonriente.