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— Son cosas de las que no es prudente hablar, señora. Pensad que está en juego la vida de varias personas. El cardenal Mazarino debe de estar furioso…

— Oh, estáis también aquí, querida Sylvie -exclamó Elisabeth, que aún no la había visto-. Amigos míos, permitid que diga unas palabras en privado a la señora duquesa de Fontsomme. Vuelvo enseguida.

Tomó a su amiga del brazo y fue a encerrarse con ella en el gabinete de baño de su madre, donde ambas se sentaron en el reborde de la pesada bañera de madera, que parecía un tonel.

— Me gustaría que me hicierais un favor, querida. Ir al Palais-Royal y observar cómo están las cosas en el entorno de la reina.

— Voy de inmediato. Por lo demás, era allí adonde me dirigía cuando, al pasar delante de Vincennes, me enteré de la evasión, y entonces corrí aquí…

— ¿Estáis de servicio hoy?

— No, y tendría que estar en Conflans con mi pequeña Marie, pero ayer recibí un mensaje de la reina que me pedía que pasara un momento a ver a nuestro joven rey, que está enfermo y me ha reclamado.

— ¿Volveréis para decirme cómo se han tomado el suceso?

— Si puedo. Depende de la hora en que salga. Si es demasiado tarde, os haré llegar una nota en cuanto esté de vuelta en la Rue Quincampoix. Esta noche no volveré a Conflans.

— ¡Sois un amor! ¿Tenéis buenas noticias de vuestro esposo?

— Apenas me escribe, no es su fuerte, pero sé que todo va bien. Sigue entre Arras y Lens junto al príncipe de Condé. A veces es difícil ser la esposa de un militar. ¡Está ausente tan a menudo!

— Le amáis mucho, ¿no es cierto?

— Mucho…

No añadió que a veces se reprochaba no amarlo más debido a aquella parte de su alma que había madurado fijada a una imagen, y Madame de Nemours no hizo más preguntas. De la gran sala llegó el eco de una voz potente, y Elisabeth se puso en pie de inmediato. Un poco, según un pensamiento poco caritativo que se le ocurrió a Sylvie, como un caballo de batalla al oír la trompeta:

— ¡Ah! ¡Ha llegado el abate de Gondi! Yo… le esperábamos más temprano. ¡Dadnos pronto noticias, Sylvie!

Y desapareció en un torbellino de tafetán azul, dejando a su amiga atónita por el descubrimiento que acababa de hacer. ¿Era posible que, casada con uno de los hombres mejor parecidos de Francia, Elisabeth siguiera aún enamorada de aquel clérigo pequeño, nervioso, lleno de tics y de ingenio, del que se decía que había sido su amante? No obstante, Nemours siempre la había engañado con otras, y después de todo es muy raro encontrar la felicidad en un matrimonio principesco…

Dejando para otro momento el abrazo a la madre de François, Sylvie volvió a su coche y tomó la dirección del Palais-Royal, donde era esperada. Pero ya no sentía el mismo placer de otro tiempo. De no ser por el pequeño Luis, al que le unía un amor casi maternal, tal vez habría renunciado a su puesto de dama de palacio que después de su boda había sustituido al de lectora, pero que apenas si representaba un cambio de sus funciones junto a las personas reales: aún seguía leyendo para la reina, y sobre todo pasaba largos ratos junto al rey niño, con la guitarra como objeto de comunión entre los dos.

Era, para ambos, uno de los mejores momentos del día. En efecto, con la excepción de las ceremonias solemnes a las que debían asistir el niño y su hermano menor Philippe, Luis, a pesar de la adoración que sentía por su madre, únicamente la veía una vez al día: cuando se levantaba, lo que ocurría entre las diez y las once de la mañana. Ana recibía entonces a sus damas y a los principales oficiales de la corona. Le llevaban a sus hijos y Luis tenía el privilegio de ponerle la camisa. Luego los niños regresaban a sus aposentos, y allí hacían más o menos lo que querían mientras su madre, entre el Consejo, las devociones, las visitas, el círculo, las comidas y los espectáculos, llevaba una vida intensa que se prolongaba por lo general más allá de la medianoche. Seguía viviendo a la hora española… Debido a ese régimen, la reina iba acumulando grasas y perdía belleza, aunque conservaba su frescura de tez. Cultivaba también la indolencia, y aunque amaba profundamente a sus hijos, apenas se ocupaba de ellos, contentándose con verlos guapos y bien vestidos en los actos oficiales, y sin preocuparse de cómo transcurría su vida lejos de su mirada.

De modo que Luis y Philippe quedaban la mayor parte del tiempo en manos de criados que no se preocupaban ni del estado de sus vestidos ni de las horas de las comidas. No era raro que el rey de Francia y el duque de Anjou se presentasen en las cocinas a pedir una tortilla para mitigar su hambre. Jugaban mucho y estaban poco vigilados: el rey niño había estado a punto de morir ahogado en un estanque, sin que nadie, a excepción del guardia suizo que acudió corriendo al oír sus gritos, se diera cuenta de lo que ocurría.

Habría podido pensarse que, al pasar a los ocho años al cuidado de los hombres -el marqués de Villero y pasó a ser el gobernante de Su Majestad, y el abate Hardouin de Péréfixe su preceptor-, las cosas iban a cambiar. No fue así, y el fiel La Porte, nombrado primer valet de cámara, se quejaba con frecuencia, casi siempre únicamente ante Sylvie.

— El señor de Villeroy es un buen hombre y el abate un gran cristiano, pero son personas poco instruidas, y si el rey se comporta bien en los actos públicos, ya no le piden nada más. Y a mí los criados no me hacen caso. Me dicen que para tratar al rey y a su hermano como es debido haría falta dinero, y que el cardenal Mazarino no lo da…

— ¡Está demasiado ocupado en guardárselo él! -respondió la joven, irritada.

E incapaz de callarse, fue a explicar a la reina una situación que le parecía increíble. Tropezó con una apatía total, y Mazarino se encargó de darle a entender que, si quería conservar el privilegio musical que le había sido concedido ante el rey, más le valdría no entrometerse en la vida interna del palacio. Su esposo le dijo lo mismo.

— Mazarino es demasiado fuerte para ti, corazón. No te empeñes en una batalla perdida de antemano. La reina lo apoyará siempre. Acuérdate de lo que le ha ocurrido a nuestra amiga Hautefort.

En efecto, Marie, poco después del arresto de Beaufort, no había podido contener su indignación. Una mañana en que, en su papel de dama de compañía, ayudaba a la reina a elegir zapatos y ponérselos, había intentado explicar -con buenas maneras, lo que en ella era casi una hazaña- que la regente debería guardar más recato en sus relaciones con un ministro del que se empezaba a murmurar, pero no pudo llegar muy lejos en el desarrollo de su idea: Ana, presa de un ataque de cólera «española», había dado un puntapié a la joven arrodillada delante de ella, la había despedido de inmediato de su servicio y se había marchado sin querer oír nada más.

Para la orgullosa Marie había sido una herida cruel. Como otras antes que ella, como Madame de Chevreuse, retirada con el corazón repleto de hiel en su castillo de Couziéres, acababa de descubrir que la ingratitud formaba parte de los defectos de Ana de Austria, y que si ésta había apreciado su amistad en los momentos difíciles, una vez alcanzada la felicidad del poder encontraba más cómodo desembarazarse de las personas que sabían demasiado. Su brusco acceso de cólera se pareció demasiado a un pretexto.

— ¡Tened cuidado de que un día no llegue vuestro turno! -había aconsejado Marie a Sylvie mientras concluía sus preparativos de marcha-. Mucho me temo que la reina abrigue sentimientos excesivamente tiernos respecto de Mazarino. Así que mucho cuidado…

Por fortuna, al perder una amistad querida Marie encontró el amor, el verdadero, el que nunca habría creído posible. El mariscal de Schomberg, enamorado de ella, obtuvo no solamente su mano sino también su amor. Tenía veinte años más que ella, pero era «bello y grave como un dios». Se amaron con pasión, y desde ese momento Marie, durante las ausencias de su esposo, apenas salió de su hermoso castillo de Nanteuil-le-Haudouin, adonde Sylvie la visitaba con frecuencia.