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Al entrar en el Palais-Royal, aquel día de Pentecostés, Sylvie se preguntó cómo sería recibida, a pesar de la orden que la requería. Pero le esperaba una sorpresa: cuando entró en la estancia de la reina, Mazarino estaba con ella y los dos reían de tan buena gana que ni siquiera se dieron cuenta de su presencia. Se acercó a Madame de Motteville y susurró:

— ¿Por qué están tan alegres? No será por…

— Por la evasión del guapo François, sí. Su Eminencia encuentra que ha sido una hazaña magnífica.

— Vaya, no pensaba que estuviera desprovisto de rencor hasta ese punto.

En ese momento, la risa de la reina acabó con una frase de despedida, y el cardenal se inclinó antes de retirarse.

— ¡De todas formas, ha hecho bien! -dijo-. Nos habría sido difícil liberar a ese loco sin que alguien encontrara motivos de queja. ¡Ah, señora de Fontsomme! El rey os espera con impaciencia…

— ¿Está enfermo Su Majestad?

— No -dijo la reina-. Se encuentra bien, pero desde ayer no para de gritar que ha compuesto una canción y quiera cantarla con vos. ¿Supongo que estáis al tanto de la gran noticia del día? Vuestro amigo Beaufort ha escapado. Estaréis contenta, ¿verdad?

El tono era un tanto irónico, pero hacía falta bastante más para sacar a Sylvie de sus casillas.

— Es verdad, señora, estoy contenta. Son muy largos, cinco años de prisión. ¡Sobre todo para él!

— No tenía que haberse colocado en el trance de entrar. Sin embargo, si cree habernos hecho una jugarreta, se equivoca. El señor cardenal, que habría debido ser el perjudicado, no está en absoluto descontento.

— Pero después de la predicción de Coysel, hizo doblar la guardia del preso.

— Una reacción muy natural -asintió la reina-, pero luego Su Eminencia ha encontrado un medio excelente para atraerse las simpatías de toda la familia de Vendôme. De ahí la tranquilidad con que ha recibido la noticia de la evasión.

Como Sylvie no se atrevía a seguir preguntando y la miraba con una vaga inquietud, la reina le dio unos golpecitos en el brazo con su abanico.

— ¡No lo adivinaréis nunca! Una boda, querida, una gran y rica boda. De la mayor de sus sobrinas con el duque de Mercoeur. El futuro duque de Vendôme se convertirá así en su sobrino, y nuestro pobre Beaufort se verá obligado a estarse quieto… ¡Id a ver al rey, enseguida! Yo me reuniré con vos dentro de un momento.

«¡Señor! -pensó Sylvie, todavía bajo la impresión de la noticia-. ¡Esta gente está loca! El duque César nunca aceptará, por exiliado que esté, mezclar la sangre de Enrique IV con la de ese italiano. Y no puedo ni siquiera imaginar lo que diría François… ¡Los Mazarino en casa de los Vendôme! ¡Parece un cuento de hadas!»En efecto, desde hacía meses Mazarino se había propuesto hacer participar a su familia de los beneficios de su fortuna. El 11 de septiembre del año anterior habían llegado de Italia tres sobrinas y un sobrino: dos morenitas de trece y diez años de edad, respectivamente Laura y Olympe Mancini, y una rubia también de diez años, Anna-María Martinozzi. En cuanto al varón, Paul Mancini, tenía doce años. [16] Lo más asombroso fue la acogida que les dispensó la reina. Aquellas niñas- bonitas, o que prometían serlo- fueron tratadas de inmediato como auténticas princesas. Y como el cardenal vivía en la vecindad del palacio, se educaron allí. Madame de Senecey, disponible desde que el rey había pasado a las manos de un gobernante, quedó encargada de su educación. Aquello escandalizó a mucha gente, pero al parecer el pueblo y la nobleza no habían agotado todavía sus reservas de asombro ante los designios del cardenal en relación con las que ya eran llamadas «las Mazarinettes». Pretendía colocarlas en los lugares más elevados, y para conseguirlo no perdía el tiempo.

Sylvie encontró al joven Luis XIV tumbado en una butaca junto a una ventana abierta a los parterres floridos del jardín. Parecía triste y fatigado, y al punto ella se inquietó.

— ¿Se encuentra mal Vuestra Majestad?

No era una pregunta de cumplido. El anterior mes de noviembre, el joven rey había contraído la viruela, y muy pronto se consideró grave su estado. De hecho, el niño sólo estuvo enfermo dos semanas y recuperó enseguida la salud, de modo que la terrible enfermedad no dejó más huellas que unas ligeras marcas en el rostro infantil; pero Sylvie vivió cada uno de aquellos días desesperada ante la idea de que el hijo de François, que ella consideraba en cierto modo como suyo, podía morir. De ahí la angustia que vibró ahora en su voz.

El rey niño, que aún no tenía diez años, le sonrió.

— ¡Estoy bien, duquesa! ¡No os atormentéis! Sólo que estoy muy enfadado y os pido perdón por haberos hecho venir, porque no tengo ningún deseo de cantar ni de tocar la guitarra.

— ¿Estáis enfadado, mi rey? ¿Me permitís preguntaros por qué razón?

— ¡Por esa evasión del señor de Beaufort! Todo el mundo aquí parece considerarla una cosa muy divertida. ¡Una gran broma!

— ¿Y Vuestra Majestad no lo ve de la misma manera?

El rostro del niño, serio con frecuencia, se hizo severo.

— ¡No, señora! Cuando un hombre es encarcelado debido a un delito lo bastante grave para merecer el castigo, su evasión no puede ser considerada algo divertido, porque se le encerró en nombre del rey, ¡y el rey soy yo! Se están riendo de mí, y eso es algo que no toleraré jamás, ¿me entendéis? ¡Jamás!

La mirada del niño reflejaba una cólera tan augusta que Sylvie agachó la cabeza como si fuera culpable. Al mismo tiempo se sintió algo asustada porque, en pocas palabras, Luis había revelado el fondo de su carácter. Había nacido para ser rey y tenía plena conciencia de ello, lo que permitía suponer que tal vez sería un gran rey… a menos que se convirtiera en el peor de los tiranos una vez accediese al poder.

A pesar de todo, Sylvie no quiso dejar pasar la ocasión sin abogar por la causa de François.

— Vuestra Majestad tiene razón -dijo-, y confieso que soy la primera sorprendida por la manera como se ha recibido aquí la noticia, pero, Sire, pensad que se trata de un hombre preso desde hace cinco años por una simple presunción. Nunca se ha probado que el señor de Beaufort quisiera atentar contra la vida del cardenal.

— Es posible, duquesa, pero es muy capaz de ello. No os sorprenderá que os confíe que quiero muy poco a Su Eminencia… ¡pero quiero menos aún al señor de Beaufort!

— Sire -le reprochó Sylvie con dulzura-, es el más leal de vuestros súbditos. Nadie podría dudar del amor que profesa a su rey.

— Tal vez deberíais decir el amor que profesa a su reina -repuso el niño con una amargura reveladora de unos celos que su interlocutora no podía por menos que entender. Luego añadió, puesta una mano sobre las de Sylvie-: No quiero causaros pena, señora. Sé que es amigo vuestro desde la infancia y que le queréis mucho, pero ya veis que yo no soy más dueño que vos de mis sentimientos. No creo que llegue el día en que quiera al señor de Beaufort.

Aunque trataron otros temas de conversación en la hora siguiente, fueron esas últimas palabras las que persiguieron a Sylvie mientras recorría el corto trayecto entre el Palais-Royal y su hôtel de la Rue Quincampoix: veía en ellas una amenaza para el futuro, cuando aquel niño de nueve años, ahora bajo la doble tutela de su madre y su ministro, llegara al poder. Adivinaba que sería terrible en sus enemistades. ¿Qué cabía esperar de sus odios? ¿Qué sería entonces del padre oculto bajo la imagen tal vez un poco exagerada de un súbdito turbulento? ¡Pobre François, cuyas pasiones acababan siempre por volverse en su contra! ¡Cuánto sufriría si un día llegaba a saber que su hijo no le amaba!