— El rey me envía a Flandes, a reunirme con las tropas del mariscal-duque de Châtillon, madre… Debo partir en cuanto mi equipaje esté listo.
— ¿Os envían a la guerra, hijo? Pero yo creía…
— ¿Que el rey desdeñaba para sus armas la sangre de los Vendôme? Por lo visto, el cardenal no piensa como él…
— ¿Y vuestro hermano?
— No hay aquí ninguna indicación sobre Mercoeur. Puede quedarse tranquilamente en París. Cosa que por cierto no le envidio, y no os oculto que en otras circunstancias me sentiría muy feliz de ir a respirar el olor de la pólvora; pero habría preferido que fuera más tarde. Por eso, algo me dice que detrás de esta orden está la mano del cardenal. No le gusto, y si un mosquete español pudiera desembarazarle de mí, se sentiría feliz…
— ¡No digáis esas cosas! -exclamó Elisabeth-. No vais a…
— ¿A hacerme matar? No tengo la menor intención de conceder ese placer a Su Eminencia… Por el momento, madre, os, estaré muy agradecido si atendéis a los preparativos de mi marcha. Que se ocupe Brillet. Yo debo marcharme y me llevo a Ganseville.
— ¿Vais a salir tan tarde? Pero…
— No os alarméis. Una simple visita, y no durará mucho tiempo.
Cuando se hubo marchado, Elisabeth se acercó a su madre, que había palidecido y murmuraba:
— ¿Adónde irá? Espero que no se meta en más complicaciones…
La joven tomó su mano y la colocó sobre su fresca mejilla.
— Se diría que no lo conocéis, madre. ¿Puede irse de París sin despedirse de alguna bella dama? Siempre se habla, al respecto, de Madame de Montbazon, pero a mí no me parece que haya nada entre ellos. ¿Tal vez Madame de Janzé?
François no iba a ver a ninguna de las dos. Amaba demasiado a la reina para entregar su corazón a otra mujer. Por el momento recorría, seguido por Ganseville, la Rue Saint-Honoré; luego tomó la de la Ferronnerie y la des Lombards, la una a continuación de la otra, y finalmente la Rue Saint-Antoine en dirección a la Bastilla, atravesando de ese modo París en toda su longitud y pasando de largo la Rue Saint-Thomas du Louvre, donde se alzaba el hôtel de Montbazon. Pero bastante antes de llegar a la vieja fortaleza, dobló a la izquierda por una calle bastante estrecha, desmontó ante un pequeño edificio de bella apariencia y, sin esperar a que se encargara de ello su escudero, fue él mismo a tirar de la campanilla del portal.
— Anunciad al señor caballero de Raguenel que el duque de Beaufort desea hablar con él. Por más que la hora sea impropia, tengo que decirle algo de la mayor urgencia -dijo al portero, que salió asustado a la carrera, dejando a los dos hombres entrar por su cuenta en el patio.
— Tenía entendido que pensabais esperar un poco antes de verle -observó el escudero.
— No tengo tiempo. Me marcho a Flandes por la mañana…
— Nos marchamos a Flandes -corrigió Ganseville-. ¡Vaya, es una buena noticia!
— No; lo he dicho bien: me marcho. Tú te reunirás conmigo más tarde. Tengo una misión para ti…
— ¿Adonde he de ir? -preguntó Pierre, decepcionado.
— Al lugar del que venimos… pero no irás solo: acompañarás a una joven a la que ya conoces y de la que cuidarás con tus cinco sentidos. Habría querido hacerlo yo mismo, pero el rey y su ministro han dispuesto otra cosa.
— ¿Me mandáis otra vez a Bretaña?
— Exactamente. Y llevarás contigo a Jeannette. Yo creía que estaría con mi madre, pero al parecer ha venido a hacer compañía al señor de Raguenel desde que salió de la Bastilla…
Se interrumpió. Perceval acudía, y François se sorprendió al ver el cambio producido en tan poco tiempo: su atuendo, siempre tan cuidado a pesar de su gusto por la sencillez, era el mismo, pero bajo la espesa cabellera rubia que la cercanía de la cuarentena empezaba a platear en las sienes, el rostro había perdido su expresión despreocupada, y los ojos su viveza. El dolor había marcado con su garra cada uno de sus rasgos, y François se reprochó no haber acudido antes a visitar a aquel antiguo escudero de su madre y amigo de su infancia. Sus ojos grises estaban abiertos de par en par y le interrogaron tanto como la voz:
— ¿Vos aquí, monseñor…? ¿Venís a darme la noticia que más temo?
Beaufort le tomó las manos, siempre tan firmes, y notó que temblaban.
— ¡Entremos! -dijo con dulzura-. Lo que he de deciros no está hecho para el viento de la noche.
2. El puerto del Socorro
Al día siguiente, domingo, a las cinco de la mañana, una modesta pareja de jóvenes burgueses ocupaba su plaza en la diligencia de Rennes, que en sólo una semana iba a conducirles hasta su destino. En el esposo, vestido de un paño gris con cuello vuelto de holanda blanca, calzado con pesados zapatos de hebilla y tocado con un redondo sombrero negro, nadie habría reconocido a Pierre de Ganseville, el elegante escudero del duque de Beaufort. No se sentía muy cómodo: echaba de menos su espada, pero había sido necesario guardarla en el cofre que habían colocado en la parte trasera del coche.
Esa clase de detalles no preocupaban a su compañera: apenas existía diferencia entre la forma de vestir de una burguesa y la de una camarera al servicio de la corte. La cofia almidonada y el vestido gris con cuello y mangas adornados de encaje eran su atuendo habitual, y lo completaba con una amplia capa negra con capuchón que la envolvía por completo. Jeannette se sentía menos triste: el día era bueno, y el viaje -aunque no conociera el lugar al que se dirigían- le gustaba, sobre todo porque no tendría que soportar mucho tiempo el traqueteo de aquel carruaje público y, por tanto, incómodo y maloliente: en Vitré lo dejarían con cualquier pretexto, así como el disfraz de Ganseville, y alquilarían caballos de posta que, por Châteaubriant, les llevarían hasta Piriac, donde embarcarían. Lo importante era salir de París burlando la vigilancia que esperaba Beaufort por parte del teniente civil. Laffemas no debía de ignorar a esas alturas lo que había ocurrido en La Ferrière, y Raguenel le había dicho que algunas personas de aspecto sospechoso rondaban su casa desde que había regresado a ella. De modo que, la víspera de la partida, François se había llevado a Jeannette al hôtel de Vendôme, donde se encontraba su lugar natural, porque vivía en ella desde que Sylvie había sido adoptada por la duquesa.
Al pensar en su amo, Ganseville se sentía melancólico, ya que mientras él iba entre sacudidas por caminos mal pavimentados con gruesos adoquines y llenos de baches, Beaufort, escoltado por Brillet y dos lacayos, galopaba por la ruta de Flandes con la perspectiva de la fiebre de las batallas, el tronar de los cañones, el crepitar de las descargas de fusilería, el redoble de los tambores, la gloria tal vez… ¡La vida, en una palabra! Su único consuelo era que aquel viaje anodino representaba una misión de extrema confianza relacionada con el secreto que tenía el honor de compartir con el amo al que quería.
El viaje transcurrió con toda normalidad, en compañía de personas que no incitaban a la conversación: un sacerdote que rezaba todo el rato, una viuda que lloraba todo el rato también, y una pareja de ancianos que, cuando no cuchicheaban entre risitas, dormían concienzudamente. A pesar de ello, al llegar a Vitré, Ganseville tenía hormigueo en las piernas y Jeannette se moría de impaciencia. Pero en aquella antigua villa, que conservaba su imponente aspecto feudal, les bastó una corta estancia en el hôtel Du Plessis, cuyos dueños eran viejos amigos de los Vendôme, para que Pierre recuperase su aspecto habitual. Entonces fue Jeannette quien perdió el suyo y se convirtió en un esbelto jinete -su joven ama había hecho que la enseñaran a montar para que pudiera seguirla en sus galopadas a través de los bosques, en Anet o Chenonceau-. Se montó en la silla con un aplomo que complació a su compañero, un poco inquieto al principio sobre el ritmo que iba a imponerle la presencia de una mujer.