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— No podéis ser el fantasma de Gabrielle d'Estrées, porque soy yo quien representa ese papel -dijo al tiempo que levantaba el candelabro, lo que le permitió reconocer a la recién llegada-. ¡Oh, Madame de Fontsomme! ¿Os habéis equivocado de puerta?

— No. Estaba tomando el fresco en mi jardín y he visto vuestra luz. Como sabía que la casa está deshabitada desde hace mucho tiempo, sentí curiosidad y salté el muro por una parte medio derruida. Pero ¿cómo habéis entrado vos? Si hubieseis cruzado entre toda la gente que baila en la calle, yo habría oído las aclamaciones…

La duquesa dejó el candelabro sobre un escalón y se sentó a su lado, indicando a Sylvie que la imitara.

— ¡Bien observado! -dijo-. La verdad es que he venido por el túnel que comunica este edificio con las bodegas de una casa vecina, que me pertenece. ¡Dos salidas posibles, siempre! Asilo quiso el rey Enrique IV, que conocía bien al pueblo y sabía con cuánta facilidad se puede alzar contra una favorita. Pero eso no impidió que la pobre Gabrielle d'Estrées muriera envenenada en casa del banquero Zamet…

— ¿Envenenada? Murió de convulsiones después de un parto horrible…

— Esa es la versión oficial, que no ha convencido a mucha gente. Pensad un poco. Unos días más y se habría convertido en reina de Francia. Y eso no lo aceptaba nadie, o casi nadie. Tenía que morir…

— ¿Y Zamet se habría atrevido?

— El no, y por otra parte el rey nunca le reprochó nada; pero sí otras personas a su servicio. ¿Os dais cuenta de lo que habría significado para nuestros amigos que Gabrielle fuera coronada? César de Vendôme sería rey en este momento, y Mercoeur delfín de Francia. En cuanto a nuestro querido François, sería duque de Orléans. Algo que da que pensar, ¿no es así?

— Más aún de lo que imagináis -suspiró Sylvie-. ¿Sabéis que Mazarino proyecta casar a la mayor de sus sobrinas con Mercoeur? Podría tratarse incluso de un matrimonio por amor…

Madame de Montbazon la miró como si se hubiera vuelto loca, y se echó a reír.

— ¿Mercoeur, sobrino de Mazarino? ¡Sangre de Cristo! ¡Beaufort es capaz de matar a su hermano para impedir ese escándalo!

¡Ya estaba! La gran silueta de François acababa de alzarse entre las dos mujeres sentadas en su escalera como pájaros posados en una rama.

— ¿Dónde está? -preguntó Sylvie, incapaz de callar por más tiempo una pregunta que le quemaba la lengua-. Mazarino simula reírse de la broma graciosa que le han gastado, pero estoy segura de que ha puesto todos los medios para buscarlo.

— ¡Por supuesto! Pero tranquilizaos, está en un lugar seguro. Sólo que, ya lo conocéis: el problema con él es que se niega a esconderse en algún castillo de provincias. Quiere volver a París… y por eso estoy aquí esta noche. He venido a visitar este edificio y ver qué hará falta para hacerlo habitable.

— ¿Volver a París? No es razonable…

— Él nunca es razonable, lo sabéis bien. Pero yo me he acostumbrado a hacer su voluntad, y al mismo tiempo a facilitarle las cosas tanto como me sea posible.

— ¿Puedo ayudaros?

Marie de Montbazon no respondió enseguida. Empleó algún tiempo en escrutar el rostro de la joven con aire meditabundo. Finalmente preguntó:

— ¿Qué edad tenéis?

— Veinticinco años. Seis menos que François.

— Y yo cuatro más… Naturalmente, le amáis, o de lo contrario no estaríais aquí.

Sylvie apartó la vista para escapar a aquella mirada que parecía escudriñar el fondo de su alma, pero se puso en pie y adoptó un muy bien compuesto aire de dignidad.

— Lo he amado -dijo con cierta aspereza-. Fue el héroe de mi infancia, pero en la actualidad amo a mi marido.

— ¿No es ésa una verdad a medias? Digamos que a vuestro marido lo queréis mucho y que por otra parte lo merece con creces; pero en el fondo, muy en el fondo de vuestro corazón, ¿qué hay?

— ¿Por qué tengo que mirar tan lejos? De todas maneras, él os ama a vos… -murmuró Sylvie con una pizca de amargura que no pudo retener.

— No, ya no, y confieso que añoro la época de Vincennes, porque entonces estaba segura de ser la única, ¡por fuerza! Pero desde su fuga, estoy segura de que ama a otra…

— ¿Aún conserva su antigua pasión por la reina?

— Ella tiene casi cincuenta años. No, hay otra cosa. Me ama a mí con su cuerpo, pero estoy segura de que alguien más ocupa su corazón.

— ¿Quién? -preguntó Sylvie con tanta vehemencia que casi fue un grito de angustia.

— No es a mí a quien confiaría ese secreto -respondió la duquesa encogiéndose de hombros-, porque tiene miedo de mis celos. La verdad es que no lo sé. Y ahora, despidámonos -añadió al tiempo que se ponía en pie-:. He visto lo que deseaba ver y es hora de que me vaya. Imagino que vos también.

— En efecto. Sin embargo, repito mi ofrecimiento: ¿necesitáis la ayuda de una vecina?

— Por el momento no, pero os lo agradezco…

Iba a internarse de nuevo en las profundidades de la casa, llevando su candelabro, cuando se detuvo.

— ¡Ah! Una cosa más, por favor.

— Os lo ruego.

— No hagáis reparar el muro de vuestro jardín, por si acaso las demás salidas quedaran bloqueadas. Aunque también es cierto que nunca le ha dado miedo un muro en buen estado. Los de Vincennes podrían atestiguarlo.

— A propósito de la evasión… ¿No resultó herido?

— ¿Al caer? Sí, se dislocó el brazo: la cuerda era un poco corta. Pero un curandero de Charenton volvió a colocarlo en su sitio. ¡Hasta la vista, querida!

— ¡Hasta la vista! Y quedaos tranquila en cuanto al muro: seguirá como está.

Sylvie pasó el final de la noche en el jardín, disfrutando tanto del cielo estrellado como del bullicio de la bacanal en honor de François, que tanto contrastaba con el silencio y la oscuridad de la antigua mansión de la favorita… Al llegar el día, marchó a Conflans a pesar del deseo que sentía de permanecer allí. La idea de que quizá muy pronto François estaría en la casa vecina a la suya causaba turbulencias en su corazón, pero al pensar en Jean, que combatía al lado del señor de Condé, decidió que no sería ni oportuno ni honesto para con él quedarse en París. Y además, no le gustaba pasar mucho tiempo lejos de su pequeña Marie, tan adorable con sus rizos rebeldes y su siempre sonriente carita sonrosada que encantaba a todo el mundo. Y sobre todo a Jeannette, ascendida al rango de gobernanta y a la que las demás criadas llamaban Mademoiselle Déan, porque, a pesar de las súplicas de Corentin, todavía no se habían casado.

— Tú no puedes dejar al señor caballero de Raguenel -le había dicho a su pretendiente-, y yo no quiero dejar a Mademoiselle Sylvie… bien, a la señora duquesa. Para casarnos tendríamos que decidirnos por el uno o la otra. Pero ya ves que es imposible… Al menos de momento.

— ¿Crees que llegará algún día…?

— Lo espero, porque nos queremos. Voy a decirte una cosa: tendríamos que habernos casado cuando estábamos en Belle-Isle.

— Claro que sí, pero ahora tendríamos el mismo problema. En fin -concluyó Corentin-, tendremos un poco más de paciencia.

A decir verdad, desde el nacimiento de Marie, a Jeannette le costaba menos «tener paciencia». Estaba loca por la niña y la mimaba con tanto ardor que en ocasiones provocaba la risa de Sylvie.

— Si no estuviera tan segura de haberla traído al mundo -decía-, me preguntaría si no lo he soñado y tú eres la verdadera madre.

— No digáis esas cosas delante del señor duque. ¡Se enfadaría conmigo!

— ¿Crees que te reprocharía un cariño tan grande? ¡Lo contrario es lo que le disgustaría!