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Se echaron a reír. Así transcurrían plácidamente los días en la casa que el mariscal de Fontsomme había hecho construir en la orilla del Sena poco después del incendio de su castillo picardo, con la intención de contar con una casa campestre agradable para los días del verano. La finca de Carrières se encontraba entre el castillo de Conflans, que pertenecía a Madame de Senecey, y unos terrenos situados ya en el término de Charenton, propiedad de la marquesa du Plessis-Bellière. Las relaciones con ambas vecinas eran excelentes: Sylvie conocía desde hacía mucho tiempo a la ex dama de honor de Ana de Austria, convertida ahora en gobernanta de los infantes de Francia, y simpatizó de inmediato con su otra vecina.

La marquesa, de soltera Suzanne de Bruc, procedía de una familia noble bretona que se remontaba a las Cruzadas, era unos diez años mayor que Sylvie y vivía permanentemente en su propiedad de Charenton, en la que recibía a la flor y nata del mundo de las letras: los dos Scudéry, Benserade, Scarron, Corneille, Loret, el abate de Boisrobert… todos ellos amigos de su hermano, el señor de Montplaisir, que era también poeta. A lo largo del año, aquellas personas un tanto excéntricas hacían resonar en la casa y los jardines sus parrafadas, poemas o efusiones líricas cuyo tema era con frecuencia la dueña de la casa, una mujer de gran belleza pero también honesta, fiel a un esposo militar que faltaba de su hogar casi tanto tiempo como Jean de Fontsomme. Llevaba una vida placentera que Sylvie compartía con tanto más gusto por el hecho de que volvía a encontrar allí a amigos de la época del convento de la Visitation Sainte-Marie. Y en particular, a Nicolas Fouquet.

El joven magistrado había enviudado y se había convertido en intendente de la Generalidad de París, además de ocupar un puesto importante en el Parlamento, sin por ello faltar lo más mínimo a su lealtad al rey. Mantenía con Perceval de Raguenel excelentes relaciones. Muy seductor, un auténtico donjuán, Nicolas repartía en aquel momento sus preferencias entre su anfitriona y la joven Madame de Sévigné, una simpática plumífera que escribía las cartas más bonitas del mundo. Las dos se hacían desear, la primera por amor a su esposo, y la segunda por virtud pura y simple. En cuanto a Sylvie, a pesar de que le gustaba infinitamente, sabía que nada podía esperar de ella salvo una buena amistad, y era lo bastante perspicaz para no intentar rebasar los límites de ésta. Al comprobar la admiración apasionada que sentía la pequeña Marie de Fontsomme por el lorito de Madame du Plessis-Bellière, un día Fouquet se presentó en Conflans con otro de regalo, tan bonito y charlatán como el primero, que sumió a la pequeña en un asombro maravillado y a Sylvie en la perplejidad cuando se enteró de que el pájaro, azul como un cielo de verano y vanidoso como un pavo real, respondía al nombre de Mazarino.

— He intentado darle otro nombre-explicó Fouquet a la joven-, pero si lo llaman de otra manera se encierra en sí mismo como una ostra. Por lo demás, es sumamente charlatán, y lo he encontrado a la vez tan bonito y divertido que no he podido resistir la tentación de comprarlo. Después de todo, si algún día recibís al cardenal, sólo tenéis que encerrarlo… Espero no haberos molestado.

— Mirad la cara de Marie. Ella os responderá por mí, pero es demasiada generosidad, amigo mío. ¡Una niña tan pequeña!

— Si llega a ser tan encantadora como su madre, recibirá muchos más regalos -concluyó el joven parlamentario, besándole la mano.

Desde ese día, Zarino se convirtió en el compañero inseparable de la niña, incluso durante sus paseos, en los que lo llevaba un lacayo adscrito a su servicio. Formaban en conjunto un grupo pintoresco y colorido, que divertía a los jardineros. Con él se encontró Sylvie, a su regreso de París, mientras paseaba alrededor de un estanque en el que un chorro de agua salpicaba con gotas luminosas.

Al ver a su madre, Marie dejó de salpicar a Zarino, al que pretendía bautizar de aquella manera, y corrió hacia ella tan deprisa como pudo, gorjeando cuando Sylvie la tomó en brazos para cubrir de besos su carita redonda; y durante un instante hubo un intercambio, absolutamente incomprensible para los no iniciados, de murmullos, palabras cariñosas y grandes besos. Marie ronroneaba como un gatito y apretaba sus brazos en torno al cuello de su madre.

— Está toda mojada -protestó Jeannette-, y ya íbamos a entrar. ¡También os vais a mojar, señora duquesa!

— No tiene importancia, Jeannette. Me recuerda a la temporada de los patos en el estanque de Anet. ¿Te acuerdas de cómo nos divertíamos? De todas maneras, tendría que cambiarme. ¿No ha habido ninguna novedad desde que me fui?

— Una carta del señor duque. Está en vuestra alcoba.

Era, como de costumbre, una carta muy tierna en la que Jean anunciaba su esperanza de una próxima victoria, pero ponía en guardia a su mujer contra eventuales disturbios.

Aquí se habla continuamente de la hostilidad de las Cortes soberanas respecto de la política del cardenal, sobre todo en lo relativo a los impuestos. Eso no resulta nada tranquilizador para mí, y al estar tan lejos de vos me supone una verdadera angustia. Por eso os suplico que os mováis lo menos posible de Conflans. París es una ciudad imprevisible, y de creer los informes que recibimos aquí, bastaría poca cosa para producir una explosión. ¡Tened piedad de mí, mi Sylvie bienamada, y no os expongáis! La reina tendría que saber prescindir de vos por algún tiempo…

¡El querido Jean! Había tres páginas así, repletas de amor y preocupación por sus «dos» mujeres. Era muy propio de él, aquello: pensar en los demás cuando él mismo afrontaba continuamente la muerte o, peor aún, una mutilación o invalidez; pero Sylvie sabía lo que representaban para él su hogar y las dos personas que lo animaban. Por su parte, ella daba gracias al Cielo todos los días por haberle dado un esposo así. No era posible encontrar en el mundo un hombre más delicado, y su conducta en los primeros días de su matrimonio lo había probado, desde la noche de bodas.

Cuando Sylvie, acordándose de cierta otra noche, temblaba en el gran lecho en que sus criadas la habían colocado, él había venido simplemente a sentarse junto a ella y tomado en las suyas las manos heladas de la joven.

— No tenéis nada que temer, Sylvie. Vais a dormir tranquilamente en esta cama y yo me instalaré en el sofá… -Y como ella le miró sin comprender, aunque aliviada, añadió-: El amor, por lo menos el corporal, os ha mostrado hasta el presente un rostro amenazador, hosco, un rostro que no es el auténtico. Habéis sido herida, y estoy seguro de que en este momento estáis muerta de miedo. Estas manitas frías lo demuestran. Pero no padezcáis, Sylvie, yo os amo lo bastante para esperar…

— ¿No vais a…?

— No. Dormiréis sola y yo velaré vuestro sueño. Más tarde, pero únicamente cuando lo deseéis, vendré a vuestro lado.

Durante varias noches había dormido en el sofá, hasta una en la que un frío tempranero había llevado a Sylvie a aconsejarle que durmiera con ella. El había aceptado con alegría, pero se había mantenido a la distancia que permitía la amplitud del lecho. Tanto amor conmovió profundamente a la joven, y fue ella la que lo buscó, una hermosa noche. La actitud de Jean fue tan suave, tan contenida y tan hábil al mismo tiempo, que ella se dejó arrastrar por la ola de placer; y si saludó la culminación final con un grito, se trató de un grito de alegría que finalizó en un suspiro feliz… La maternidad llegó más tarde: Jean quiso que ella pudiera saborear plenamente la alegría de ser mujer antes de sumirse en el universo de náuseas y mareos que con frecuencia precede a la mayor felicidad…

«Cuando vuelva, tendré que intentar darle un hijo varón», pensó Sylvie mientras guardaba la carta en un pequeño secreter de marquetería, con incrustaciones de cobre y conchas. Al mismo tiempo, se prometió no poner el pie en París más que en caso de necesidad. Y aun así se las arreglaría para volver por la tarde a Conflans. Junto a la pequeña Marie, estaría bien protegida de la tentación de saltar otra vez el muro derruido…