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Lo consiguió durante varias semanas, aduciendo que estaba enferma, pero la resonante victoria de Condé sobre los imperiales en Lens la obligó a salir de su retiro. Iba a cantarse un tedeum en Notre-Dame, adonde el marqués de Châtillon había llevado las numerosas banderas enemigas capturadas. El rey, la reina y la corte acudirían allí en procesión, y se ordenó a Sylvie que ocupara su lugar en ella.

Era domingo y hacía un tiempo radiante. Los parisinos, entusiasmados con el espectáculo que se les ofrecía, lucían sus mejores atuendos y corrían a apretujarse al paso del cortejo real. Todas las campanas de la capital repiqueteaban alegremente al unísono, y todo el mundo se sentía feliz, con la excepción, tal vez, de los señores del Parlamento, para los que aquella victoria representaba un desagradable mentís porque, desde hacía meses, pretendían liberarse de todo mandato real con el pretexto de que los impuestos servían para emprender guerras interminables que nunca se ganaban.

A las diez, el cañón del Louvre retumbó para anunciar la salida del rey. Suntuosamente vestido de azul y oro, apareció en una carroza dorada al lado de la imponente silueta de su madre, de negro. Una enorme ovación lo escoltó, y fue creciendo a medida que los caballos blancos avanzaban detrás de los mosquetes de los guardias. Detrás venían las carrozas de las damas y los oficiales de la casa del rey. Sylvie compartía la de Madame de Senecey y Madame de Motteville, las dos con atuendo de gala. Ella se había vestido de muaré blanco orlado con un fino encaje negro, a juego con los guantes y con unos zapatos de raso rojo claro. A través de la mantilla blanca y negra que envolvía su cabeza, resplandecía el magnífico collar de rubíes y diamantes que le había regalado su esposo con motivo del nacimiento de Marie, con los pendientes a juego oscilando a lo largo de sus mejillas. Se sentía relajada, casi feliz. ¿Cómo creer que aquel pueblo tan alegre podía alimentar designios sombríos? Y además, si la guerra finalizaba, Jean volvería muy pronto. Y para terminar, nadie parecía interesarse en Beaufort y una cosa era segura: no le habían atrapado.

La ceremonia fue tal como debía ser: grandiosa. El arzobispo de París, monseñor de Gondi, y su sobrino y coadjutor, el abate de Gondi, desplegaron toda la gravedad y la pompa indicadas para la ocasión. Fue el sobrino quien pronunció el sermón, con mucho talento además; pero Sylvie no comprendió muy bien por qué el oficiante, al tiempo que daba gracias a Dios por haber coronado las armas del rey de Francia, se permitía poner a ese mismo rey en guardia contra los excesos de la autosatisfacción y le recordaba que, si el pueblo pagaba las guerras con su sangre, era injusto hacérselas pagar dos veces. El resultado fue que, al salir de la catedral, la reina estaba furiosa y Mazarino, que había cosechado durante el trayecto más abucheos que bendiciones, ponía una cara rara. En cuanto al joven rey, parecía francamente molesto.

— El señor coadjutor -susurró a su madre- me parece demasiado amigo de los señores del Parlamento para ser nunca uno de los míos.

— Es un hombre peligroso del que conviene desconfiar -respondió Ana de Austria.

El solemne servicio de acción de gracias finalizó sin más incidentes y el cortejo regresó al Palais-Royal como había venido, en medio de un inmenso entusiasmo popular; pero el joven soberano seguía distraído, por no decir malhumorado. Sylvie se valió de la amistad que él le mostraba para preguntarle qué le inquietaba.

— Lo ignoro -respondió él-, pero siento que alguna cosa se prepara. ¿Habéis observado la sonrisa amenazadora del señor cardenal al regresar a palacio?

— Sí lo he hecho, Sire, pero Vuestra Majestad sabe muy bien que apenas entiendo de política.

— Y está muy bien así. Las mujeres deberían contentarse con ser bellas, y -añadió, cambiando de tono y apoderándose de la mano de la joven- vos lo estáis hoy de una manera milagrosa, señora…

Bajo aquella mirada infantil a la que asomaba ya la del hombre de mañana, Sylvie enrojeció. Aquello hizo que Luis recuperara el buen humor.

— Es un privilegio hacer ruborizarse a una mujer bonita, y es la primera vez que me ocurre. Gracias, querida Sylvie. Ahora, un consejo: tendríais que volver de inmediato a Conflans, junto a vuestra pequeña Marie. Durante la misa he oído algunas palabras que daban a entender que en la ciudad podría haber tumulto…

— En un día de fiesta es bastante normal.

— Preferiría saber que estáis en vuestra casa. Estad tranquila, diré a mi madre que os he encontrado desmejorada (¿no habéis estado enferma los últimos días?) y os he mandado al campo.

Sylvie aceptó gustosa, conmovida por la solicitud de aquel niño verdaderamente fuera de lo común, dotado por añadidura de un excelente oído. En efecto, un rumor inhabitual flotaba en París: gritos, disparos incluso, y el sordo ruido que produce una multitud al concentrarse. Además, cuando se disponía a marchar del Palais-Royal, entraba en él el coche del coadjutor, Paul de Gondi, escoltado por el mariscal de La Meilleraye, que al parecer había sufrido algún incidente en el camino, y por el nuevo teniente civil Dreux d'Aubray, [18] éste con aspecto asustado. Gondi saltó de su coche vestido aún con roquete y muceta, y dirigió a Sylvie una sonrisa y una vaga bendición antes de entrar rápidamente en el palacio con sus dos improvisados acompañantes. Los ruidos parecían aproximarse, y Sylvie vaciló.

— ¿Qué hacemos, señora duquesa? -preguntó Grégoire.

— Si no te asusta un poco de agitación, vámonos, amigo mío.

Por toda respuesta, el hombre hizo restallar su látigo y puso en marcha el carruaje. Pero no llegó muy lejos: en las proximidades de la Croix-du-Trahoir se encontró bloqueado por una manifestación de personas vestidas de fiesta, pero que no por ello reclamaban con menos convicción la cabeza de Mazarino. Otros gritaban «¡Viva Broussel!» o «¡Libertad!». Grégoire intentó parlamentar para que le dejaran pasar, pero le contestaron que diera media vuelta porque las puertas de París estaban cerradas, y cuanto más pronto desapareciera de allí, mejor para él. Sylvie se asomó entonces a la portezuela.

— ¡Dejadnos pasar, por favor! Tengo que regresar a Conflans.

— ¡Vaya, qué bonita es! -gritó un muchachote desaliñado que debía de ser panadero a juzgar por las huellas de harina en su ropa.

Grégoire se enfadó y esgrimió su látigo de manera amenazadora.

— ¡Ésos no son modos de hablar a una dama! -espetó-. ¡Te estás dirigiendo a la señora duquesa de Fontsomme, insolente!

— No he dicho nada malo -replicó el otro-. Sólo que es bonita. ¡Eso no es un insulto!

— Quizá, pero mejor harías contándonos a qué viene este barullo.

Una gruesa comadre, fresca como un ramillete de rosas y que llevaba el bonito vestido de fiesta de las mujeres del mercado, intervino:

— Viene a cuento del señor consejero Broussel, que el Mazarino acaba de hacer arrestar en su casa por el señor de Comminges, y llevarlo a la cárcel. ¡Un hombre tan bueno! ¡El padre de los pobres! ¿A la cárcel? ¡Vaya que no! Y todo porque no quiere que el Mazarino se nos lleve las perras. Así que vamos a ocuparnos de eso, y vos haríais mejor quedándoos en la Rue Quincampoix, señora duquesa.

— ¿Me conocéis?

— No, pero vuestra gente compra las legumbres en mi puesto, de modo que sé dónde vivís -explicó, doblando la rodilla a modo de reverencia-. Me llaman la señora Paquette, para serviros.

— Muy honrada -dijo Sylvie con una sonrisa-, pero es que en esta temporada estoy viviendo en Conflans, y me gustaría volver allí para cuidar de mi hijita.