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La señora Paquette se apoyó con la mayor familiaridad en la portezuela de la carroza.

— Desista de ir hasta allí esta tarde, señora duquesa. Las cosas están calientes aquí, y dentro de una hora París será una olla hirviendo. Hay gente en las puertas con orden de detener los coches de los presos: Broussel, al que llevan a Saint-Germain, y Blancmesnil que va a Vincennes. Nos las vamos a arreglar para que el Mazarino nos los devuelva, ¡y pronto! Así que creedme, es mejor que os quedéis como una buena chica en la Rue Quincampoix. Si queréis, os doy escolta para que no os hagan ningún daño.

— ¡Vaya! -gruñó Grégoire-. ¡Estamos en presencia de una autoridad!

— Pues sí, y tengo amigos que están colocados más alto que tu pescante, ¡ya lo creo! ¿Has oído hablar de monseñor el duque de Beaufort? ¡Pues bien, yo sólo recibo órdenes de él! ¡Es muy guapo, todo hay que decirlo! -añadió en tono enfático.

El admirador de Sylvie le dio un codazo en las costillas.

— ¡Hablas demasiado, como si no supieras que nadie sabe dónde está! Y además, no está bien lanzar así un nombre al aire. ¡Nunca se sabe dónde puede caer!

— Qué más da…

Sylvie ardía en deseos de saber algo más sobre las relaciones de François con la verdulera, pero el panadero tomó con decisión la iniciativa:

— Entonces ¿vamos a la Rue Quincampoix?

— No. Vamos a la Rue des Tournelles, si no es molestia.

— ¡Por supuesto que no!

Se colocó entre los dos caballos delanteros, tomándolos de la brida con las manos, y condujo el coche a través de la multitud. Al llegar a su destino, se despidió con un gran saludo que casi le hizo dar con la nariz en las rodillas, y al incorporarse envió un beso con la punta de los dedos.

— Ya estáis en casa, señora duquesa. ¡Hasta pronto, espero, porque nunca he visto una duquesa tan bonita como vos!

Dicho lo cual desapareció a la carrera mientras Sylvie, halagada, se echaba a reír. En casa de su padrino tardaron mucho en abrirle, y supo entonces que únicamente estaba en casa Nicole Hardouin. El señor caballero y Corentin habían marchado aquella misma mañana a Anet, a petición de Madame de Vendôme, y Nicole había aprovechado para emprender una limpieza a fondo ayudada por Pierrot, al que acababa de enviar a hacer un recado. A pesar de su amable recibimiento, Sylvie comprendió que su presencia sería un estorbo.

— Cuando vuelva -pidió a Nicole-, diga a mi padrino que me gustaría que fuese a pasar unos días a Conflans. Hace mucho tiempo que me lo ha prometido, pero nunca viene.

Era una constatación un poco triste, no un reproche. En efecto, sabía que desde el encarcelamiento de François, Perceval se desvivía por los Vendôme perseguidos, y que además había estrechado más aún los lazos que le unían a su amigo Théophraste Renaudot, maltratado también por el nuevo régimen y por sus propios hijos, que pretendían quitarle la dirección de la Gazette.

— Irá… ¡Os prometo que irá! -aseguró Nicole con una reverencia que puso fin a la conversación.

Así pues, Sylvie hubo de resignarse a volver a la Rue Quincampoix…

12. Pasos en el jardín

Una vez de regreso en su casa, Sylvie se encontró mejor de lo que esperaba. Era como un remanso de paz, una isla apartada de la mar tormentosa, por más que entre los criados fuera perceptible algún nerviosismo; pero la solemnidad un poco pontifical de Berquin, el mayordomo, y de la señora Javotte, la gobernanta que era además su esposa, imponía a la tropilla de lacayos y camareras el respeto suficiente para mantener el orden. Se habían contentado con enviar a un lacayo y un marmitón en busca de noticias para no verse sorprendidos en caso de que se produjera un verdadero motín.

Había hecho calor a lo largo de todo el día, y con el crepúsculo aparecieron sobre la ciudad nubes de tormenta. La joven cambió entonces su atuendo por un amplio vestido de batista blanca adornada con encajes, después de haberse refrescado en un barreño de agua fría. Como apenas tenía apetito, se contentó con una cena ligera y después despidió a sus sirvientas diciéndoles que no necesitaba ayuda y se acostaría sola. Finalmente, bajó al jardín con la intención de quedarse allí el mayor tiempo posible, hasta que la tormenta la obligara a entrar.

Pero la tormenta no parecía dispuesta a estallar, y los ruidos inusuales que se oían no venían del cielo, sino del suelo de París como si su población estuviese ocupada en alguna gigantesca construcción, lo que daba a la noche extrañas resonancias. Salvo los sonidos habituales de la taberna vecina, la calle estaba en silencio. No había baile esa noche, y cuando Sylvie llegó al fondo del jardín, encontró la casa vecina igualmente silenciosa y completamente a oscuras; pero era mejor así. Su impresión de estar haciendo algo que no debía se desvaneció y, resguardada en el cenador de las rosas que tanto le gustaba, pudo disfrutar sin remordimientos del frescor del jardín, que habían regado a la caída de la tarde. Se estaba bien en soledad, apartada del ir y venir de la casa, donde los sirvientes se dedicaban a ordenar las habitaciones y guardar las cosas. Tan bien que se adormeció cuando en la vecina iglesia de Saint-Gilíes el reloj daba las campanadas de las diez…

El ruido de unos pasos la despertó con un sobresalto. Alguien que tomaba precauciones -las pisadas eran muy ligeras- se acercaba por el otro lado de la tapia.

Al principio Sylvie se quedó inmóvil. Luego se levantó, escuchó y pensó en Madame de Montbazon, pero ningún roce de sedas acompañaba los pasos, que en ese momento se detuvieron por un instante. Comprendió entonces que se trataba de un hombre y que debía de encontrarse cerca del muro, porque oyó una aspiración seguida de inmediato por olor de tabaco: se había parado a encender su pipa. Sylvie dedujo que podía tratarse del guardián de la mansión, que amenizaba su vigilancia dándose un paseo nocturno, y volvió a sentarse en el banco. No por mucho tiempo: ahora alguien escalaba el muro derruido, después de lo cual reanudó tranquilamente la marcha como si no estuviera pisando una propiedad ajena. El visitante se comportaba como si estuviese en su propia casa. Ella le oyó silbar y salió del cenador en el momento preciso en que François se disponía a entrar en él.

La sorpresa fue absoluta para ambos. Fue él quien se repuso primero; la emoción de verlo tan de improviso había hecho que a la joven se le formara un nudo en la garganta.

— ¡Sylvie…! Pero ¿qué estás haciendo aquí?

Lo incongruente de la pregunta devolvió de inmediato el habla a Sylvie.

— ¿No podríais variar vuestra manera de abordarme? -dijo-. Cada vez que me encontráis, me preguntáis lo mismo. ¿Puedo sugeriros que esta noche soy yo más bien quien debe preguntaros qué hacéis en mi casa?

El dejó escapar una risa silenciosa que hizo relucir sus dientes blancos.

— Es verdad. ¡Perdóname! Mi excusa es que ignoraba tu presencia. Te creía de veraneo en Conflans.

— Vuestra excusa no me vale. Tenéis también un jardín, me parece. ¿Por qué no os quedáis en él?

— ¡El tuyo es más hermoso! El mío parece una selva y, dado que vivo escondido, no me es posible traer a mis jardineros. De modo que he tomado la costumbre de venir a pasar un momento aquí cada noche, para respirar el olor de tus rosas. ¿Es un pecado tan grave?

Sylvie se sintió ofendida. ¿De modo que en la casa de ella él sólo buscaba placer y una comodidad suplementaria? Su voz se endureció al decir:

— No, siempre que suceda entre amigos… y no me parece que sea nuestro caso. La última vez que nos vimos…

— ¡Hablemos de ella! Me arrojaste tu boda a la cara, y lo que es más, te casaste el mismo día en que me detuvieron.