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— No, la víspera -precisó Sylvie-. Y yo ignoraba que ibais a caer en una trampa.

— ¿Eso habría supuesto alguna diferencia?

— No. Una no devuelve su palabra cuando la ha dado a un hombre como mi esposo.

— Y eres feliz, al parecer -dijo él en tono sarcástico-. Formáis la pareja ideal y tenéis una hija pequeña.

— ¿Me lo reprocháis?

Él se apartó de ella, fue a sentarse en el banco y se quedó mirándola sin responder.

— ¿Y bien? -insistió Sylvie-. ¿Me lo reprocháis?

François se encogió de hombros.

— ¿Con qué derecho? No tengo ninguno sobre ti, y puedes estar segura de que he dispuesto de mucho tiempo para pensar sobre ese tema en Vincennes, entre los paseos por la azotea del torreón, las partidas de ajedrez con La Ramee, los ruegos a Dios…

— ¿Y las visitas de Madame de Montbazon?

— Fueron menos frecuentes de lo que se dijo, pero es verdad que me dio esa prueba, que lanzó ese reto a la corte… Creo que a eso se le llama amor.

— ¿No estáis del todo seguro? Es verdad que muchas veces me he preguntado si sabéis lo que es amar. Y si no hubiese sido testigo de vuestra loca pasión por la reina…

— ¡Muy mal correspondida, reconócelo! A cada instante estaba dispuesto a morir por ella; la quería grande, gloriosa, y ya ves el resultado. Aparece un sinvergüenza italiano, se entromete entre los dos, destruye todo lo que nos unía en el momento preciso en que nuestro amor iba a revelarse públicamente, y ella me arroja a un calabozo sin la menor intención de sacarme de allí algún día. No es más que una ingrata. ¡Mira cómo ha ido apartando Mazarino a todos los amigos de antaño! Madame de Chevreuse mantenida lejos de la corte, Marie de Hautefort…

— Volvería si le apeteciese, pero no tiene el menor deseo, y la comprendo. Nunca ha sido mujer para mendigar una amistad que le han negado. Es la mariscala de Schomberg, es duquesa de Halluin y eso le basta, la corte sólo le inspira desprecio.

— ¿Y tú? ¿Por qué te quedas? Supongo que Mazarino te tiene seducida… a menos que sigas indicaciones de tu esposo.

Herida por su tono despectivo, Sylvie se puso en pie con los puños apretados.

— Mi esposo sirve al rey, al rey ante todo, ¿me entendéis? No nos gusta Mazarino, ni a él ni a mí, ¡pero yo soy como él! Sirvo al rey porque le quiero, figuraos, como si fuera mi hijo…

— Y él te corresponde, por lo que he oído decir. ¡Qué suerte tienes! A mí me detesta, y sin embargo es…

Sylvie colocó su mano sobre la boca de François para que no pronunciara la mortal palabra. Su cólera se había desvanecido y ahora sentía piedad de él, conmovida por el dolor que percibía detrás de su amargura.

— ¡No os conoce lo suficiente! ¡Olvidad a Mazarino! Servid a ese niño al que amáis y que, creo, será un gran rey si llega a la edad adulta. Entonces os querrá…

— Dicho de otra manera, tendrá un amor interesado. Como su madre… -Bruscamente, François se acercó a Sylvie y la tomó entre sus brazos-. ¿Y tú? Aparte de ese chiquillo, ¿a quién amas, Sylvie? ¿Al bobo al que te has entregado?

— ¡Naturalmente que le amo! -exclamó ella, intentando rechazarlo-, y os prohíbo que habléis de él con ese desprecio. ¿Qué tenéis que él no tenga?

La encendida defensa de Sylvie pareció divertir a Beaufort. Ella le oyó reír, al tiempo que apretaba más su abrazo.

— Soy el mayor imbécil, sin duda, porque él ha conseguido arrebatarme a tu persona.

— Yo nunca he sido vuestra…

— ¡Claro que sí! ¡Eras mía porque sólo me amabas a mí! ¡Sylvie, Sylvie, vuelve en sí! ¡Y deja de forcejear! Pareces más que nunca una gatita encolerizada, pero yo sólo quiero besarte…

— ¡Y yo no lo quiero! ¡Dejadme!

Intentaba rechazarlo con toda la fuerza de sus manos contra el pecho de François, pero no era suficiente para un hombre que podía doblar una herradura entre las manos. El se aproximó lo bastante para que ella pudiera notar su aliento en la boca.

— ¡No!… No, mi pequeña avecilla canora, no voy a dejarte. Nunca más te dejaré… ¿Vas a comprender por fin que te amo?

Las palabras que tanto había deseado oír, pero que no esperaba, llegaron hasta ella a través de la cólera que se esforzaba en sentir para mejor protegerse del placer culpable que sentía al estar entre sus brazos. Sin embargo, se negó a rendirse.

— ¿Cómo queréis que os crea? ¡Se lo habéis dicho a tantas mujeres!

— Únicamente a una: la reina.

— Y a Madame de Montbazon…

— No. Ella ha oído de mí cumplidos y palabras tiernas, pero nunca le he dicho que la amaba…

— ¿Y a mí me lo decís?

— ¿Quieres que lo repita? Es fácil, he gritado muchas veces esas palabras en el fondo de mí mismo cuando es-taba en prisión. Esperaba insensatamente que las oyeras, que vendrías como venía ella, Marie, y que sabrías finalmente cuánto te añoraba, cuan infeliz me sentía. Había perdido mi libertad, pero también te había perdido a ti… Así pues, amor mío, ahora que te tengo, no me pidas que te suelte.

De súbito, Sylvie sintió los labios de François contra los suyos… y dejó de luchar. ¿Para qué? Su corazón se ensanchaba mientras, olvidada de todo lo que no fuera el instante presente, se abandonaba por fin a aquel beso que la devoraba, la hacía desfallecer, buscaba su cuello, su seno, que recorrió antes de regresar a los labios, que respondieron ahora con un ardor que conmovió a François… El sintió que esa noche sería suya, que sería inolvidable y le recompensaría por todas las vividas en la soledad de Vincennes, devorado por el buitre de los celos como Prometeo encadenado en su roca. Inclinándose un poco, la levantó en brazos para llevarla al césped que se extendía como un tapiz bajo un sauce, cuando se escuchó una tosecilla seca.

— ¡Hum, hum!

El encanto se quebró. François depositó maquinal-mente en el suelo a Sylvie, que, aún aturdida, vaciló y hubo de apoyarse en su hombro para no caer. Entonces él se volvió, furioso, al importuno.

— ¿Quién diablos sois y qué queréis?

— ¡Soy yo, amigo mío, yo, Gondi! ¡Oh, me desespera ser inoportuno hasta este punto, pero hace una hora que os busco y vuestro lacayo me ha dicho que estabais en el jardín… ¡Mil perdones, señora duquesa! Ved en mí al más desesperado de vuestros obedientes servidores.

— Os han dicho en «mi» jardín. ¡No en el de los vecinos!

— Lo sé, lo sé, pero he oído voces… El tiempo es muy importante y es necesario que vengáis conmigo…

Por debajo de aquel tono quejumbroso e hipócrita, se percibía una voluntad imperiosa.

— Procurad que sea cierto -gruñó Beaufort-, ¡porque si no, nunca en mi vida os perdonaré vuestra indiscreción!

— ¿Qué indiscreción, amigo mío? Oh… ¿Haber saltado esa tapia medio caída? No es muy grave, y después he visto dos personas, dos sombras más bien, que paseaban.

— ¡No habéis visto nada en absoluto! ¡Y procurad tener a buen recaudo esa víbora que os sirve de lengua! Y ahora decidme qué ocurre.

El tono del coadjutor, entre quejicoso e inocente, cambió por completo y sonó firme:

— Se están levantando barricadas alrededor del Palais-Royal. ¡El pueblo de París ha puesto manos a la obra! Arranca los adoquines, amontona carretas, prepara las armas. Los que tienen, las dan a los que no tienen. El clero de los barrios sigue mis instrucciones y me espera, ¡pero hay otros que os esperan a vos!

— ¿Quiénes?

— El resto de los parisinos: los artesanos, los obreros, los mercaderes, los mozos de cordel, toda la gente de Les Halles, [19] que quiere saber si estáis de su lado…

— Estoy de corazón con ellos, pero ¿por qué aparecer en público? No tengo el menor deseo de que una compañía de la guardia o de los mosqueteros me caiga encima y vuelva a llevarme a Vincennes.