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Cuando llegaron a la Rue Sainte-Croix-de-la-Bretonnerie, vieron llegar en dirección contraria un cortejo parecido al de Sylvie: una dama, vestida de raso azul e hilo de plata, acompañada por portadores de antorchas y dos lacayos, caminaba con tanta tranquilidad como si pasara todas las noches recorriendo las calles, y utilizaba su antifaz para abanicarse. La aguda mirada de Sylvie

— ¿No podemos? -dijo Sylvie en tono ácido. Por lo general aquella manía la divertía, pero no en ese momento.

— No, no podemos, por la excelente razón de que hay una barricada ya muy avanzada en un extremo de la calle, y otra empieza a tomar forma en el extremo opuesto. Imposible hacer pasar una carroza, y un caballo no tendría espacio suficiente para saltar.

— ¿Por qué diablos bloquean la Rue Quincampoix?

— Al parecer, esta noche se ha emprendido la tarea de bloquear las calles, al menos las que no tienen cadenas. ¿Podemos preguntar a la señora duquesa dónde desea trasladarse?

— Al convento de la Visitation. ¿Tienes algo que objetar?

— ¡No! En absoluto, señora duquesa, salvo que la única manera de trasladarse allí es a pie… ¡Ni siquiera la silla de manos podrá pasar!

— ¡Entonces iremos a pie! Haz que se preparen un portador de antorchas y dos lacayos para que me acompañen.

Berquin, ofendido, se alzó en toda su estatura, lo que suponía una altura considerable.

— ¡En una noche como ésta, nosotros mismos acompañaremos a la señora duquesa! Las órdenes serán dadas…

Guando unos momentos más tarde Sylvie, ataviada con un vestido de tafetán tornasolado bajo una capa ligera con capuchón a juego, salió de su casa, llamó su atención el aspecto enrarecido tanto de su calle como de las vecinas. La atmósfera era extraña, llena de sombras movedizas e inquietantes; de tanto en tanto, la llama de una antorcha arrancaba brillos de las armas, y en el ambiente flotaba un vago rumor en el que se distinguían de pronto las palabras de una canción, gritos de «muera» o carcajadas: era el despertar de un pueblo que se alzaba y tomaba conciencia de su fuerza al descubrirse unido en favor de la libertad de dos hombres. ¡No más gremialismo, no más privilegios, no más prohibiciones! En la barricada, cada cual aportaba lo que tenía, y las mujeres no se quedaban atrás.

Habitualmente, sólo los borrachos y los imprudentes se aventuraban sin escolta por las calles de París cuando la luz del día había desaparecido. Esa noche, todos se afanaban en la obra común sin preocuparse de la condición de su vecino. Así estaban codo con codo el petimetre, el aguador, la pescadera, el jesuita de bonete cuadrado -los eclesiásticos habían respondido en bloque a la llamada del coadjutor-, el mozo de cuerda, el burgués con casa propia. Incluso los vagabundos de toda laya salían de sus agujeros como otras tantas ratas, junto a los falsos tullidos, los ladrones de capas, los verdaderos y falsos mendigos. Sin embargo, Sylvie y su pequeño grupo no tuvieron ningún tropiezo. Todos sonreían a aquella dama joven y elegante que pedía paso con toda cortesía, sin que al parecer les impresionase el título de duquesa que proclamaba Berquin. Incluso, para gran escándalo de éste, un amasador enharinado con el torso desnudo la tomó de la cintura para ayudarla a saltar una barricada. Todos eran amigos, reían, bromeaban, pero el aire olía a pólvora…

Cuando llegaron a la Rue Sainte-Croix-de-la-Bretonnerie, vieron llegar en dirección contraria un cortejo parecido al de Sylvie: una dama, vestida de raso azul e hilo de plata, acompañada por portadores de antorchas y dos lacayos, caminaba con tanta tranquilidad como si pasara todas las noches recorriendo las calles, y utilizaba su antifaz para abanicarse. La aguda mirada de Sylvie identificó de inmediato aquel rostro descubierto y, con un grito de alegría, se lanzó hacia la paseante, exclamando:

— ¡Marie, Marie! ¡Qué alegría encontraros!

La alegría era compartida. La ex Mademoiselle de Hautefort corrió a su vez hacia ella con los brazos abiertos y las dos mujeres se abrazaron con un entusiasmo que provocó aplausos: era muy raro que grandes damas se comportaran como simples costureras. Además, su lenguaje no tenía ningún parecido con las frases oscuras y rebuscadas de las «preciosas»: todo el mundo podía entenderlas.

— ¿Sylvie? Pero ¿adónde vais así acompañada?

— A la Visitation Sainte-Marie, y os devuelvo la pregunta.

— ¿Al convento? ¿Qué os ha ocurrido ahora?

— Tengo la intención de pasar allí la noche. Y vos, ¿qué hacéis fuera a estas horas y a pie como yo?

— Vuelvo a casa. He tenido que dejar mi carroza en la Rue Saint-Louis, en casa de la señora duquesa de Bouillon, que daba una cena-concierto. Nos hemos hecho bastante amigas desde mi matrimonio. Procede de una familia alemana [20] emparentada con mi esposo, pero esta noche había tal barullo en su casa que ni se oía la música ni nadie se acordaba de comer: Madame de Longueville y el príncipe de Marcillac [21] armaban un alboroto de todos los diablos para convencer a los invitados de que fueran a sumarse al pueblo para asediar a Mazarino en su palacio. ¡He preferido marcharme!

— Sin embargo, la propuesta ha debido de complaceros. Detestáis a Mazarino todavía más que yo…

— Cierto, pero al mariscal no le gustaría que yo diera semejante espectáculo. Está no sé dónde en este momento, y cuando él falta, siempre me siento un poco perdida. ¡Como él sin mí!

— Feliz mujer, que habéis sabido encontrar el gran amor en el matrimonio -sonrió Sylvie.

— Tampoco vos podéis quejaros, me parece. Pero… a propósito, ¿qué es esa idea de ir a dormir al convento? ¿Necesitáis un refugio?

— Más o menos.

— ¡Pues bien, venid conmigo! Ya habéis encontrado vuestro refugio, puesto que yo estoy aquí. ¡Y además, no pienso dejaros ir!

— Tampoco yo tengo ganas de separarme de vos. Ha sido una grata sorpresa encontraros cuando os creía en Nanteuil.

No añadió que se sentía liberada de un gran peso. Sería mucho más fácil explicar la razón de su búsqueda de refugio a Marie que a la superiora de la Visitation. Y las dos reanudaron su camino del brazo, charlando alegremente, saltando las barricadas -aquella noche se levantaron mil doscientas en París-, y aclamadas en general por los defensores, orgullosos de ver que dos damas tan bonitas les daban ánimos con sus sonrisas.

Cosa extraña, fue la barricada más próxima al hôtel de Schomberg la más difícil de pasar. Y eso por dos razones: la mansión, vecina del Oratorio, en la Rue Saint-Honoré, estaba próxima al Palais-Royal. Además, era conocida la absoluta lealtad del mariscal a su rey. Por más que, debido a su cargo de virrey de Cataluña, se encontraba entonces en la otra punta de Francia, nadie dudaba de que, de haber estado en París, habría aniquilado a los señores del Parlamento y a sus amigos sin parpadear siquiera. Pero en Marie de Hautefort tenía una esposa de su talla.

— ¡Algunos lacayos y dos damas, vaya un enemigo digno de vuestra bravura! -espetó al cocinero armado con un espetón que pretendía impedirle pasar-. ¿Queréis declararme la guerra?

— Según. ¿Estáis a favor o en contra de Mazarino?

— ¿Quién en su sano juicio estaría a favor de ese sinvergüenza? Basta de bromas, amigo mío: la señora duquesa de Fontsomme y yo misma estamos muy cansadas y deseamos un poco de reposo.

— Entonces gritad: ¡Abajo Mazarino!

— Si no pedís más que eso, para daros gusto vamos a gritarlo todos a coro. ¡Vamos, señores lacayos! ¡Bien fuerte!

Las dos mujeres y su pequeño grupo lanzaron al cielo un «¡Abajo Mazarino!» tan entusiasta que los presentes los aplaudieron y se empeñaron en acompañarlas hasta la puerta del hôtel con todas las muestras del respeto más afectuoso. Una vez allí, las saludaron: