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— Es la voz de Gondi -murmuró Marie-. Ese loco ha perdido el seso. ¡Ya se cree el dueño del reino!

— Me temo que de momento es el dueño de París. Pero, por Dios, ¿dónde puede estar François en todo este jaleo?

— Es verdad. Se fue con él la noche pasada…

Las dos mujeres se miraron en silencio, sobrecogidas por un mismo temor. Pasear por las barricadas, dar a Mazarino el susto de su vida, adular un poco al Parlamento para obtener su liberación oficial, todo eso era una cosa, pero nadie conseguiría nunca que Beaufort se sublevara contra la reina, por más que no se tratara ya más que de un antiguo amor, ni sobre todo contra el rey, el rey de su sangre…

A lo largo de todo el día Sylvie temió y esperó a la vez ver aparecer a Beaufort, con una ligera preferencia por la ausencia, pero no tenía nada que temer: el zorro Gondi era demasiado astuto para arriesgar en la primera escaramuza a quien pretendía convertir en símbolo absoluto del antimazarinismo. Sabía bien que, si dejaba a François mezclarse con la multitud vociferante que asediaba el Palais-Royal, éste no soportaría los gritos de «muera» dirigidos contra la reina y sería capaz de enfrentarse solo a una multitud enfurecida, aunque eso le costara la vida. De modo que el hombrecillo de las piernas torcidas había tomado desde aquella mañana la precaución de encerrarlo en el arzobispado junto a toda una corte de canónigos y jesuitas, con el pretexto de que atraía demasiado la atención y su aparición entre los manifestantes podía comprometer el futuro al cristalizar en él todos los resentimientos hacia la corte.

— Arrancar a dos leguleyos de las garras de Mazarino no es asunto vuestro -le dijo-. Cuanto menos os vea Mazarino, más miedo os tendrá.

Consigo mismo no tuvo la misma prudencia, y hacia el mediodía pudo vérsele llegar con gran aparato de eclesiásticos a dispensar palabras de ánimo y compasión perfectamente hipócritas,y bendiciones a diestro y siniestro. La reina, que lo observaba desde las ventanas de su palacio, rechinó los dientes. Ya antes no le gustaba el abate de Gondi; a partir de ese instante, lo odió. Tanto más por cuanto se vio obligada a ceder a las nuevas instancias de los dos parlamentarios…

Ya casi era de noche cuando una enorme aclamación hizo vibrar las ventanas del palacio y los edificios vecinos: la reina había prometido la liberación de los dos presos. Pero la multitud no se movió de su sitio: estaba dispuesta a quedarse allí hasta que Broussel, encarcelado en Saint-Germain, le fuera entregado. Y fue lo que ocurrió la mañana siguiente, en medio de un entusiasmo indescriptible.

— ¡Cuánto ruido para tan pocas nueces! -dijo Marie con desdén cuando la carroza de la corte que transportaba al anciano pasó delante de su mansión, acompañada por una marea humana-. ¡Mirad cómo saluda y sonríe a todos esos energúmenos! ¡Palabra, se toma por el rey!

— Eso no durará -dijo Sylvie-. Desde el momento en que se deja de ser una víctima, se deja también de ser importante… Por mi parte, espero poder volver ya a mi casa. Gracias a vos, estos dos días no han resultado demasiado penosos.

— Salvo que, con toda esa gente alrededor, el calor era más insoportable que nunca. Yo me propongo volver a Nanteuil. ¿Por qué no me acompañáis?

— Lo haría con gusto si mi hija estuviera conmigo, pero tengo prisa por volver a verla. ¿Por qué no venís vos a Conflans? Adora a su madrina, ¿sabéis?

Aunque Marie respondió que también ella adoraba a la pequeña, Sylvie no insistió en su invitación. Le era conocida la tristeza de su amiga por no tener hijos, y sabía que no era probable que los tuviera algún día, puesto que el virrey de Cataluña no los había tenido de su primer matrimonio con la duquesa de Halluin, cuyo título conservaba.

— ¡Tanta gloria, y nadie para heredarla! -había dicho un día Madame de Schomberg en uno de los momentos de melancolía que la embargaban cuando estaba separada de su esposo. De modo que, antes de subir al coche que debía llevarla de nuevo a la Rue Quincampoix, Sylvie besó a su amiga con más efusión que de costumbre.

— ¿Por qué no vais a reuniros con el mariscal a Perpiñán? -preguntó-. Seguro que os añora tanto como vos le añoráis a él.

— Más de lo que creéis -repuso Marie-. Le haría feliz, sin duda, pero me reñiría. ¡Tiene miedo de que me suceda algo en el camino! Y hay que reconocer que el camino es largo. Me contentaré con Nanteuil, donde estoy más cerca de él que en ningún otro lugar.

De vuelta en el hôtel de Fontsomme, Sylvie no perdió el tiempo. Empujada por una prisa febril por apartarse de la casa vecina, que evitó cuidadosamente mirar, apresuró los preparativos de marcha.

— Casi todas las barricadas siguen en su sitio -intentó explicar Berquin-. No tenemos la seguridad de que la señora duquesa pueda llegar a la puerta de Saint-Antoine.

— Tengo la intención de cruzar el Sena, primero por el Pont-Neuf y luego por el puente de Charenton. Será más largo, pero más seguro. La orilla izquierda no está tan animada como ésta. Di a Grégoire que enganche los caballos.. -Es que la ciudad no ha recuperado todavía la calma…

— ¡No seas tan pusilánime, Berquin! Estoy segura de que, una vez fuera del barrio, todo irá bien.

Y así sucedió. La animación en el gran puente, centro de la vida popular parisina, apenas era mayor que de costumbre, y el ambiente parecía más tranquilo a medida que se alejaban del Palais-Royal, siempre cerrado y ahora custodiado por dos regimientos de caballería ligera fuertemente armados.

El tiempo era magnífico. Una lluvia nocturna había refrescado la atmósfera, tan pesada en los días anteriores. Al cruzar el río, Sylvie observó que el tráfico fluvial era casi inexistente. Durante la noche de la insurrección habían vuelto a colocar las viejas cadenas medievales que impedían el paso río arriba y abajo de la Cité, y los piquetes continuaban vigilando en ambos puntos.

Sin embargo, cuando llegaron al muelle de la puerta Saint-Bernard, se encontraron con una gran aglomeración de gente, bastante excitada pero más bien alegre, que de inmediato rodeó la carroza y la inmovilizó. Era una situación que Grégoire no soportaba bien. Empezó por gritar «¡Atención!», sin el menor resultado, y siguió con «¡Paso! ¡Vamos, dejad paso!». Ni siquiera parecían oírle. Todas aquellas personas, mujeres sobre todo, reían y gritaban vivas que parecían dirigidos a algo que estaba ocurriendo en el Sena. Sylvie se asomó a la portezuela y vio en la orilla varios caballos sujetos por la brida, pero había demasiado público para ver lo que ocurría en el agua. Alargó el brazo y tocó el bonete de una mujer del mercado. Eran muy numerosas, en efecto, porque habían decidido no trabajar aquel día. También había algunas prostitutas y mujeres del pueblo, sin una ocupación específica. Los hombres presentes eran sus compañeros habituales: mozos de cordel, ganapanes, hortelanos.

— Por favor -dijo Sylvie-, ¿no pueden dejarme pasar?

La mujer se volvió y se echó a reír.

— ¿Adonde queréis ir con tanta prisa?

— A mi casa, a Conflans. De todas maneras, no veo que os importe. -Habló en tono seco, pero la mujer no perdió el buen humor y rió con más ganas.

— ¡En Conflans no encontraréis nada parecido a lo que se ve aquí, bella señora! ¡Parad un momento para admirar el espectáculo! Creedme que vale la pena…

— ¿Qué ocurre?

— Monseñor de Beaufort se está bañando con sus gentileshombres. Es el hombre mejor hecho del mundo. ¡Poneos de pie en el estribo y lo veréis mejor!

Temblorosa de súbito como ante la proximidad de un peligro, Sylvie obedeció maquinalmente, aunque tuvo que sostener con una mano su elegante sombrero de terciopelo negro. ¡Y en efecto, vio! En el agua clara, una decena de hombres chapoteaban, nadaban o, como chiquillos, se empujaban y se salpicaban entre sí, ante las risas de la asistencia. De inmediato reconoció a François, por su larga cabellera rubia y su alta estatura. Estaba de pie con el agua hasta la cintura y se reía del jugueteo de sus amigos. De súbito se le oyó gritar: