— ¿Vais a decirme de una vez adónde vamos? -preguntó la muchacha cuando hicieron la primera parada en Bain-. Durante todo el viaje no habéis despegado los labios. ¡Bonito marido el mío, han debido de pensar las personas que nos acompañaban!
— ¿Habrías preferido que te hiciera la corte? -bromeó Ganseville, y rió.
— ¡Oh, no! No lo toméis a mal, pero ya estoy prometida con un hombre al que no sé qué puede haberle ocurrido -repuso con tristeza-. Desapareció con nuestra señorita, y ni siquiera sabemos si siguen con vida…
— Yo soy como santo Tomás, ¡si no lo veo no lo creo! En cuanto a nuestro destino, es un pequeño puerto de pesca que se llama Piriac.
— ¿Y qué vamos a hacer allí?
— Embarcar para Belle-Isle. Espero que no te marees… Me horrorizan las personas que vomitan.
— ¿Y qué haremos en Belle-Isle?
— Iremos a saludar al señor duque de Retz y a la señora duquesa. Y ahora, no más preguntas. Ya te he dicho bastante.
— Sigo sin enterarme, y me gustaría saber a qué viene tanto misterio…
— Querida mía, cometiste una enorme tontería al instalarte en casa del señor de Raguenel en lugar de quedarte prudentemente con nosotros. Deberías haber sabido que su casa estaría vigilada. A mí me encargaron la misión de hacerte salir de París sin despertar las sospechas de los espías del teniente civil, y eso he hecho…
— Entonces ¿por qué no me contáis algo más? Estamos muy lejos de París…
— Porque el gobernador de Bretaña es el cardenal de Richelieu, que desposeyó al duque César; y allí donde está él instalado, siempre es de temer que haya un espía escondido detrás de cada matojo.
— ¿Y en Belle-Isle no los hay?
— No. Está bastante lejos de la costa y su propietario es Pierre de Gondi, duque de Retz. ¡Y ahora, a caballo! No contestaré a ninguna pregunta hasta que lleguemos allí abajo. ¡Y aun así…!
Esta vez, Jeannette se conformó. Además, la diferencia social existente entre ella, una simple camarera, y un gentilhombre le imponía límites que conocía muy bien. Y el nuevo ritmo del viaje apenas permitía las conversaciones, porque ya no tenían que detenerse hasta llegar al mar, sólo para cambiar de caballos y tomar algún bocado. Después de Bain, por Redon y la Roche-Bernard llegaron al estuario del Vilaine, y desde allí marcharon directamente a Piriac, un pequeño puerto pesquero al que la pobre muchacha llegó rendida: una cosa era seguir a Sylvie en agradables paseos por el campo, y otra saltar de un caballo a otro sin descanso, fuera de día o de noche.
— ¡Nunca podré volver a sentarme! -gimió cuando Ganseville, compadecido al fin de ella, la ayudó a bajar de su montura-. ¡Y quizá ni siquiera a andar!
— Habría tenido que aconsejarte cataplasmas de cera-suspiró él-, pero eso nos habría hecho perder tiempo. Sé lo penoso que resulta esto para ti, y que habrías preferido un coche, pero en Bretaña los caminos son muy malos, y con un caballo se está seguro de salvar todos los obstáculos, ¡y más aprisa!
— Entonces ¿tenemos mucha prisa?
— La tenemos, y esta cabalgata nos ha hecho ganar tres días. Hemos de llegar a Belle-Isle antes que otra persona. Te prometo una sorpresa cuando arribemos…
Ganseville la dejó sentada en una roca y fue a buscar una embarcación y después, mientras esperaban la marea, los dos se dedicaron a reponer fuerzas con una deliciosa sopa de pescado y galleta de alforfón endulzada con miel, todo ello regado con una sidra ligeramente espumosa.
Al caer la tarde, los dos embarcaron en una barca de pesca puesta bajo la advocación de Sainte-Anne-d'Auray. Jeannette, envuelta en una manta que olía a pescado para protegerse de las salpicaduras del oleaje, instaló sus doloridas posaderas en otra manta que doblaron para ella en un rincón de la barca y, por más que aquello no fuera el sumo de la comodidad, se durmió de inmediato. Por suerte, la mar estaba relativamente en calma y su fatiga extrema le evitó los efectos del balanceo. Así pues, de las cuatro leguas que separaban tierra firme de Belle-Isle no vio nada, y tampoco de la pesca a la que se dedicó la tripulación durante el trayecto.
Cuando abrió los ojos, después de que la sacudieran sin demasiados miramientos, la barca franqueaba la bocana de un puerto que, a la luz rosácea de la aurora, le pareció el más hermoso del mundo. Asentado en la desembocadura de uno de esos arroyos marinos por los que asciende la marea, ocupaba el espacio entre una colina cubierta de árboles torcidos por las tormentas y un promontorio rocoso sobre el cual se alzaba una ciudadela de torres bajas y redondas de las que asomaban las bocas negras de los cañones. La villa parecía agruparse detrás de las murallas que la defendían, y al fondo del puerto un puente romano unía las dos orillas y daba acceso a una mansión señorial alargada cuyos jardines ascendían hasta una segunda colina, más alta que la primera. [3] Era una gran casa blanca, muy hermosa, cuyas altas ventanas reflejaban los colores inflamados del sol naciente.
— Estamos en Belle-Isle -comentó Ganseville-, y ese pueblo, el principal de la isla, se llama Le Palais. No es difícil comprender por qué…
— ¿Es allí adónde vamos?
— Exacto. Y encontrarás a personas queridas por las que estás sufriendo.
El escudero tuvo de súbito la impresión de que toda la luz del día que nacía se refugiaba en los ojos azules de la joven.
— ¿Sylvie? ¡Oh, quiero decir Mademoiselle de l'Isle…!
— ¡Chist! ¡Nada de nombres!
Ella quiso echar a correr por la carretera que llevaba a las hileras de altos tamarindos que protegían los jardines de la furia del viento, pero él la retuvo con mano firme.
— ¡Tranquila! No vayas a entrar en esa casa dando voces y llamándola como una loca. Recuerda que si la han traído aquí es por una razón muy grave. La han escondido desde que escapó de una suerte horrible, pero la amenaza no ha desaparecido. De modo que el señor duque ha decidido, de acuerdo con el señor de Gondi, que pasará por muerta hasta que el peligro haya cesado por completo.
— ¡Dios mío! ¿Qué le ha ocurrido? -gimió ella, dispuesta ya a echarse a llorar.
— Ya lo sabrás, pero de momento caminemos. No podemos quedarnos todo el día en medio del camino. Además, veo que vienen a recibirnos.
Dos lacayos con libreas rojas se acercaban a ellos. Ganseville extrajo una carta de su justillo.
— ¡De parte de monseñor el duque de Beaufort para el señor [4] duque de Retz, con sus parabienes!
Los lacayos saludaron; uno de ellos tomó la carta y el otro se hizo cargo del saco de viaje de Jeannette.
— Tened la bondad de seguirme -dijo el primero.
Los dos viajeros fueron llevados ante un mayordomo que les hizo esperar en un gran vestíbulo enlosado en blanco y negro, y les explicó que los duques oían a esa hora una misa matinal en la capilla del palacio y no se les podía molestar.
Esperaron, pues, en un silencio casi monacal que ni el uno ni la otra se atrevían a romper, pero a Jeannette la impaciencia la devoraba: ¿dónde tendrían escondida a la pequeña Sylvie en aquel enorme caserón? En cuanto a Ganseville, acostumbrado a ver abrirse todas las puertas ante su amo, no se sentía especialmente contento de que su mensajero hubiera de esperar como un vulgar pedigüeño.
Finalmente se abrió una puerta y apareció el duque en persona, seguido por su mayordomo. Fue a éste a quien se dirigió en primer lugar:
— Llevad a esta joven ante la señora duquesa, que la espera en sus aposentos. -Y a Ganseville-: ¡Me hace feliz veros de nuevo, joven! Espero que hayáis tenido un buen viaje, y que me traigáis noticias. Venid por aquí. Hablaremos con más tranquilidad en mi gabinete.