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Apenas hubo puesto Sylvie el pie en el suelo, Jeannette y la pequeña Marie ya estaban a su lado.

— ¡Dicen que ha habido jaleo en París! -exclamó la primera después de saludar a Beaufort-. Estábamos preocupadas por la señora.

— No había motivo. No he corrido el menor peligro. ¡Dios mío…!

La última exclamación la había provocado Marie, que, tendiendo sus bracitos, se esforzaba en pasar de las manos de Jeannette a las de François. Él sonrió, la tomó en brazos y la alzó en el aire, donde pies y manos se agitaron alegremente entre las risas de la niña.

— ¡Aquí hay una persona que sabe reconocer a sus amigos! -dijo el duque-. ¡Dios, qué bonita es! ¡Cómo se parece a su madre!

— Es idéntica -convino Jeannette con satisfacción-. El mismo diablillo que coge las mismas rabietas, y se diría, señor, que también os ha adoptado, igual que su madre.

Al ver a su hija dar sonoros besos en la mejilla de François, que la tenía apretada contra su pecho, Sylvie sintió una viva emoción. También ella se había apretado en otro tiempo contra su «señor Ángel». Aquel lejano día ella tenía miedo y frío, y temblaba dentro de su camisón manchado de sangre. Gracias a Dios no era el caso de Marie, que llevaba un bonito vestido de tela rosa sobre unas enaguas blanquísimas de las que asomaban unos pies minúsculos calzados con zapatillas de terciopelo. Su atracción por François era por esa razón más significativa, y además, como ella misma en otro tiempo, se negaba a separarse de él.

— Yo la llevaré a la casa -dijo él, sonriendo-. Quizá vuestra hospitalidad pueda ofrecerme un poco de vino fresco. Me muero de sed…

¿Podía negarse? En cualquier caso, Sylvie no tenía ganas de despedirle, y en el fondo le agradaría enseñarle su bonita mansión campestre. Se instalaron en un salón cuyos ventanales se abrían a una terraza llena de rosas y al curso centelleante del Sena. Siempre con Marie en brazos, François se acercó a la ventana.

— Encantador… ¿La casa de Sylvie? -añadió, volviéndose con una sonrisa hacia la joven-. Me recuerda a otra, que no era por cierto tan bonita como ésta…

La entrada del mayordomo, que traía una carta en una bandeja, rompió el encanto del momento.

— El señor Condé de Laigues la ha traído en propia mano hace una hora, de camino a Saint-Maur para el servicio de monseñor el príncipe de Condé. Es una carta de Monsieur le Prince… y no espera respuesta.

Con vaga aprensión, Sylvie tomó la carta y miró a François que, con ceño, dejó en el suelo a la pequeña. Ella hizo saltar el sello y leyó rápidamente, lo que no dejaba de constituir una hazaña, porque la letra del vencedor de Rocroi era tan extravagante como escasamente legible. Finalmente, exhaló un ligero suspiro.

— Monsieur le Prince me escribe desde Chantilly [22] Dice haber sido herido ante Fumes, donde fue socorrido y rescatado por mi esposo. Esa acción heroica le valió ser herido a su vez, y capturado… Sin embargo, el gobernador español de la ciudad asediada ha hecho saber que su vida no corre peligro y que será tratado como corresponde a su condición de gentilhombre… y como moneda de cambio. Monsieur le Prince añade que no debo atormentarme, y que toma en su mano la liberación del mejor de sus oficiales.

— ¿Desde Chantilly? -ironizó Beaufort-. ¡Monsieur le Prince es sin duda un gran capitán, pero algunas veces razona igual que un tambor reventado!

— ¿Tenéis alguna propuesta mejor? -dijo Sylvie con acritud.

— Sí, señora duquesa. ¡Yo, proscrito, yo, preso fugado, iré a Fumes para intentar devolveros un esposo tan precioso!

Se inclinó casi hasta el suelo y luego salió a la carrera.

— ¡François! -llamó la joven.

Pero él ya había desaparecido.

13. ¡Víveres para París!

Pasaron dos semanas sin que volvieran Beaufort ni Fontsomme, y nadie sabía lo que había sido de ellos. El príncipe de Condé tomaba las aguas en Bourbon para apresurar la curación de su herida en la cadera. París estaba relativamente tranquilo, con una calma frágil y cargada de expectación. Envalentonado por su reciente éxito, el Parlamento mantenía sus posiciones y no renunciaba a obtener las «reformas» que consideraba indispensables. Sin embargo, era imposible volver a plantar las barricadas: había sido forzoso dejar emigrar a Rueil a la «pequeña corte». En efecto, la suerte se alió con Mazarino al hacer que el príncipe Philippe, duque de Anjou, contrajera también la viruela. ¡Un oportuno pretexto para alejar al rey y a su madre! Si impedían a Luis huir del contagio, habrían sido calificados de regicidas. La contrapartida, dolorosa para el pequeño enfermo y para su madre, fue que el niño se quedó en el Palais-Royal, mísero rehén de la política pero suficiente para apagar la desconfianza de las Cortes soberanas… al menos por unos días. Como la reina apenas podía contener su angustia, su primer escudero, el señor de Beringhen, volvió discretamente a París, se llevó envuelto en mantas al niño, lo colocó aún febril en el cofre de su carroza y lo llevó a su madre. El Parlamento rechinó los dientes, pero pocos días después se iniciaron las conferencias de Saint-Germain, en las que se intentó una especie de solución de compromiso. Por otra parte, no era momento para embarcarse en otra revolución: a unos centenares de kilómetros de allí, en Alemania, los representantes de Francia, Suecia y el Imperio discutían los últimos artículos del Tratado de Westfalia, que había de poner fin a la Guerra de los Treinta Años. El 24 de octubre todo quedó concluido, y se consagraron los derechos de Francia sobre Alsacia, los Tres Obispados (Metz, Toul y Verdún) y, en la orilla derecha del Rin, Philippsburg y Brisach. Varios cientos de príncipes encontraron allí una autonomía de hecho bajo el ala teórica del emperador. Hubo una sola ausencia, pero importante: España, comía que parecía que nunca iban a acabar las querellas… La corte regresó a París para un nuevo tedeum.

En Conflans, Sylvie oyó repicar las campanas de todas las iglesias anunciando la paz tanto tiempo esperada, y se alegró porque vio en ello la promesa del regreso de Jean. Había vivido los últimos dos meses en calma, pasando largas horas con su pequeña Marie y viendo amarillear las hojas de su jardín. La reina, para proteger la salud de la niña, no le había permitido reunirse con ella en Rueil, y Sylvie le estaba agradecida, pero sabía también que el alegre carillón que escuchaba significaba asimismo el final del verano, y que se hacía ineludible el retorno a la Rue Quincampoix, que había ido retrasando de día en día.

Su reticencia a volver a su casa de la ciudad no había pasado inadvertida a Perceval de Raguenel, que pasaba un mes con ella.

— Sé que te gusta el campo, cariño -le dijo una noche durante la cena-, pero ¿no crees que te gusta demasiado? Este valle tan hermoso es muy húmedo cuando llega el frío, y en cambio el hôtel de Fontsomme es tan agradable…

— No sé por qué, pero este año no tengo ganas de volver.

— Pues tendrás que hacerlo si no quieres que la reina te llame al orden. Piensa por otra parte en el rey niño, que te quiere tanto.

— Y al que yo quiero también infinitamente.

— Pues entonces, ¿a qué esperas?

Como Sylvie no contestó, Perceval volvió a dejar sobre la mesa el vaso que acababa de vaciar, se acomodó en su sillón, suspiró y dijo en voz muy baja:

— ¿Por qué no vienes a esperar la vuelta de tu esposo a mi casa? Nos darías una alegría a todos, y tú quizá te sentirías menos solitaria que en la Rue Quincampoix. Y posiblemente menos expuesta.

La última palabra hizo estremecerse a Sylvie.

— ¿Menos expuesta? ¿Qué queréis decir?

— Pienso en los vecinos, y a decir verdad, ángel mío, me parecen demasiado bulliciosos para tu gusto. Fíjate en que la Rue des Tournelles ha perdido buena parte de su calma desde que la deslumbrante Ninon de Léñelos ha ido a establecerse allí, aunque tus vecinos no la frecuentan.