— ¡Madame de Fontsomme! ¡Dios mío, qué alegría…, y cuánto remordimiento!
— ¿Remordimiento, monseñor? ¡Qué fea palabra!
— ¡Pero bien elegida! Habría tenido que acudir a vuestra casa el día de mi llegada, pero me ha caído sobre los hombros un fardo de problemas, y como esta lluvia maléfica no cesa, os confesaré que habéis hecho bien en venir a verme vos. ¿Queréis noticias de vuestro esposo?
— Desde vuestra carta no las he tenido…
— Tampoco yo…, o muy pocas, ¡pero puedo tranquilizaros! Su herida está curada, y ya no se encuentra en manos del enemigo. No por obra del loco de Beaufort, que un buen día se presentó como un rayo delante de Fumes y, según me han dicho, pretendía tomarla él solo. Mala suerte para él, porque ya estaba tomada… Pero será mejor que entremos y hagamos que nos traigan alguna bebida caliente. Estáis empapada y os tengo en una horrorosa corriente de aire…
Le tomó la mano para llevarla a la mansión a tal velocidad que ella pidió compasión para sus zapatos. Él lo advirtió, se echó a reír y adoptó un paso más sosegado. Era la primera vez que Sylvie le veía en privado, y pensó que era decididamente feo, con su rostro tallado a escoplo y la enorme nariz que ocupaba la mayor parte del mismo; pero aquella fealdad llena de fuerza poseía más encanto que algunos rostros hermosos pero afectados. ¡Y cuánta vitalidad! Sólo tenía un año más que ella, pero era tan petulante como un chiquillo de diez años.
En un suntuoso salón sobredorado de cuyas paredes colgaban admirables pinturas antiguas, la hizo sentarse en un sillón, aulló que les trajeran vino caliente, la hizo beber y finalmente se instaló frente a ella, le sonrió y, retomando el tema en el punto en que lo había dejado, declaró:
— No espero tener noticias de Fontsomme durante algún tiempo, y vos tampoco las tendréis: sería peligroso. Más o menos a petición suya, le he encargado una misión relacionada con la política y de la que no puedo deciros más. Sabed solamente que le ha llevado bastante lejos, y que puede durar… unos meses.
— ¿Una misión importante y lejana a un convaleciente?
— Su herida no era grave, y para cuando nos despedimos en Chantilly estaba completamente repuesto de ella, podéis creerme.
— ¿Ha estado tan cerca y yo no le he visto?
— Una docena de leguas son demasiadas en ciertas circunstancias. Dejad de atormentaros, querida, y dadme un poco de confianza: volverá a vuestro lado muy pronto…
¿Qué hacer después de tantas seguridades, sino dar las gracias y despedirse? Sylvie lo hizo con donaire y fue acompañada hasta su coche por un hombre que parecía encontrarla cada vez más de su gusto y apenas se tomaba la molestia de disimularlo. Lo cual, finalmente, le desagradó: cuando se confía al marido de una dama una misión secreta y sin duda peligrosa, es de pésimo gusto hacer la corte a la dama en cuestión. Pero no era la primera vez que constataba la irritante tendencia de los príncipes a cultivar el mal gusto. Así se lo comentó a Perceval, que rió con ganas y dijo:
— ¡No tomes al príncipe por el rey David y a nuestro querido duque por el capitán Urías! Pienso por el contrario que esa insinuación de cortejo es la mejor prueba de que puedes estar tranquila respecto de la suerte de tu esposo. No es la clase de hombre al que se puede jugar esa mala pasada, y ni siquiera un Condé se atrevería a hacerlo.
Tranquilizada al respecto, Sylvie dedicó entonces un pensamiento alegre a François de Beaufort. Era muy propio de él intentar asaltar una ciudad en solitario para rescatar a un prisionero. Una auténtica locura, pero como quería realizarla por amor a ella, no dejaba de tener un gran valor…
Si creía haber terminado con el Palais-Royal, se equivocaba. Una mañana de enero recibió un mensaje de Madame de Motteville: a la reina le inquietaba su ausencia y temía que estuviera enferma. Si no era así, deseaba verla aquella misma tarde del día de Epifanía: el joven rey la reclamaba para que participara en la cena, en que se repartiría el roscón de Reyes.
Hacía frío, y Sylvie no tenía ganas de salir de la cómoda casa de su padrino. Aún le pesaba en el corazón el recuerdo de su última visita, y tal vez habría contestado que estaba enferma, pero Madame de Motteville dijo que su «amigo» Luis la reclamaba, y se sintió incapaz de negar a aquel niño al que amaba un placer que ella misma iba a compartir.
Mientras su carroza la llevaba a la corte, no pudo impedir la evocación del día -pronto haría doce años- en que Madame de Vendôme acompañó a una pequeña Sylvie de quince años a ocupar el puesto de doncella de honor de una gran reina. El tiempo invernal era muy parecido, pero la ciudad había cambiado. Ni siquiera las fiestas de Navidad y Año Nuevo, que todavía se celebraban, parecían capaces de devolver a París su fisonomía de otras épocas, cuando reinaba el orden despiadado de Richelieu. Ahora ya no se veían personas serenas y felices, sino demasiados hombres y mujeres de aspecto hosco, a quienes, la relativa calma sobrevenida después de las barricadas aún no había convencido de regresar a los bajos fondos de los que habían salido. La gente se reunía en grupos y cuchicheaba a pesar del frío, y las tabernas estaban abarrotadas de bocazas borrachos que abordaban a los paseantes y los obligaban a gritar «¡Abajo Mazarino!». ¡Nadie se hacía rogar!
Por su parte, Grégoire sujetaba a sus caballos con firmeza, porque sabía que un simple roce podía provocar un incidente grave. La víspera, el coche de Madame d'Elbeuf, que había golpeado al pasar a un pasante de notaría, había sido tomado por asalto y volcado, y sólo la intervención de un pelotón de mosqueteros que pasaba por allí salvó la vida de sus ocupantes. En el Palais-Royal, custodiado ahora como una fortaleza, la atmósfera era más pesada que de costumbre, y sobre todo menos frívola. Se comentaban, con una vaga ansiedad, las últimas noticias de Inglaterra, donde el rey Carlos I acababa de ser procesado por sus súbditos sublevados. Se escuchaba sobre todo a la sobrina de la reina, Marie-Louise de Montpensier, hija de Monsieur y llamada por eso sencillamente Mademoiselle. Era una especie de amazona de veintiún años, no muy bella, de complexión fuerte, cuyas ambiciones, proporcionadas a su enorme dote, se habían fijado el dominio como meta. Con su voz sonora y su lengua suelta, no excluía a nadie de sus insolencias, ni siquiera a la reina.
En ese momento contaba la visita que había hecho en el Louvre, aquel mismo día, a la reina inglesa Enriqueta, [26] que era también su tía, y describía la mísera situación en que se encontraba.
— El querido Mazarino deja que le falte de todo. Hace tanto frío en sus habitaciones que la pequeña Enriqueta [27] no sale de la cama para conservar un poco de calor. No le pagan la pensión que le habían asignado a su llegada. Sin duda el cardenal quiere comprar algunos diamantes suplementarios…
— ¡Paz, sobrina! -intervino la reina-. Si no venís aquí más que para hablar mal de nuestro ministro, no seréis bienvenida mucho tiempo más.
— ¡Sería la única que no hablara mal de él en París, señora! Y la triste situación en que deja a esas pobres mujeres…
— ¿Por qué no os ocupáis de ellas vos misma, que sois tan rica?
— ¡Es lo que he hecho! He dado a milord Jermyn, que cuida de ellas, para comprar leña, pero el invierno es tan largo…
La entrada de Sylvie en el Grand Cabinet aportó algo de distracción. Al verla aparecer, el pequeño rey, que jugaba a los soldados con su hermano y dos infantes de honor bajo la mirada enternecida de su madre, dejó el juego para correr hacia ella, pero se detuvo a unos pasos al tiempo que ella se inclinaba en una reverencia.
— ¡Aquí estáis por fin! -exclamó el niño-. ¿Por qué ya no se os ve, duquesa? ¿Queréis abandonarnos?