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— Quien se atreviera a abandonar a su rey sería un traidor merecedor de la muerte, Sire -dijo ella con una sonrisa-. Y mi rey sabe que yo le amo.

El la miró sin hacerle señal de que se incorporara. Su mirada intensa parecía querer penetrar hasta el fondo del corazón de ella. Luego le tendió la mano y dijo:

— Recordad siempre lo que acabáis de decirme, señora, porque yo no lo olvidaré nunca.

Sylvie se acercó entonces a Ana de Austria y vio que las dos damas sentadas junto a ella eran Madame de Vendôme y Madame de Nemours. Las tres le dispensaron un caluroso recibimiento, y la reina parecía haber olvidado su anterior mal humor. Dejando que su sobrina siguiera discurseando, ordenó que trajeran el roscón de Reyes para repartirlo. A ella le tocó el haba, entonces pidió el hipocrás [28]y bebió entre los aplausos de la corte que gritaba «¡La reina bebe!». Luego los niños fueron llevados a sus aposentos y se preparó la cena de la reina y sus damas, en tanto que la mayoría de los presentes se despidió para ir al festín que ofrecía aquella noche el mariscal de Gramont. El propio Mazarino iba a asistir. En medio de todo aquel movimiento, Sylvie y Elisabeth de Nemours hicieron un aparte.

— ¿Sabéis dónde está vuestro hermano François? -preguntó la primera.

— Es exactamente la pregunta que nos han formulado a mi madre y a mí. La reina parece muy deseosa de volver a verlo, pero aunque supiera dónde está, no se lo diría. Me parece que es sobre todo Mazarino quien tiene ganas de echarle la mano encima. En cualquier caso, no tengo la menor idea.

— Mejor así.

Era tarde cuando las invitadas de la reina se retiraron. La mayoría de ellas tenía sueño, y en el patio del Palais-Royal se desarrolló el consabido desfile de carrozas y portadores de antorchas. Todo el mundo, incluida Sylvie, tenía prisa por volver a su casa.

Naturalmente, encontró a Perceval en su gabinete, pero no estaba sentado en un sillón con un libro entre las manos, sino que se paseaba por la estancia, tan preocupado que no había oído llegar la carroza.

— ¡Gracias a Dios estás aquí! Empezaba a temer que no volvería a verte en varias semanas…

— ¿En varias semanas? -exclamó Sylvie-. ¿Por qué razón?

— ¿Has observado algo extraño o desacostumbrado en el comportamiento de la reina o de Mazarino?

— ¡Dios mío, no! La reina se ha mostrado muy simpática, y hemos pasado una velada excelente, sin Mazarino, que cenaba en el hôtel de Gramont. Pero ¿a qué vienen estas preguntas?

— Théophraste Renaudot acaba de marcharse de aquí. Está convencido de que esta noche la familia real y el cardenal se marcharán de París con sus incondicionales. Por eso tenía miedo de que te llevaran también a ti. Nuestro amigo piensa que se refugiarán en Saint-Germain u otro lugar, para que Condé pueda sitiar París y rendirlo por hambre. Al parecer, en los alrededores se están produciendo movimientos de tropas muy curiosos.

— Eso no tiene sentido. Tendrían que huir sin llevarse nada, y en pleno invierno es difícil de creer. Además, la reina no se iría sin su querida Motteville -añadió Sylvie-, y ésta se fue del Palais-Royal al mismo tiempo que yo.

Sin embargo, el hombre de la Gazette tenía razón. A primera hora de la mañana, Madame de Motteville apareció por la Rue des Tournelles fuera de sí: quería saber si la duquesa de Fontsomme se había marchado con los demás.

— Ya veis que no -dijo Sylvie, después de instalarla junto a la chimenea y llevarle leche con miel y bizcochos para confortarla-. Además, ¿no recordáis que nos fuimos juntas del Palais-Royal?

— Claro que sí, pero podíais haber vuelto si os hubieran dado aviso.

Era una punzada de celos retrospectiva; la confidente de Ana de Austria se sentía aliviada al encontrarla en su casa.

— Os lo habrían dado a vos antes que a mí-dijo Sylvie en tono amable-. Y eso es lo más asombroso: que no os hayan prevenido a vos… ¿Sabéis cómo fue la marcha, y quién se ha ido exactamente?

— ¡Esa horrible Madame Beauvais! -dijo Madame de Motteville, ofendida-. Cuando llegué para reanudar mi servicio, me contaron a grandes rasgos lo que había ocurrido: a las dos de la madrugada, la reina hizo despertar a sus hijos. En el jardín esperaba una carroza, junto a la puerta pequeña. La familia subió a ella, acompañada por esa mujer y el gobernante del rey, el señor de Villeroy; les acompañaban los señores de Villequier, de Guitaut y de Comminges. Es todo lo que he averiguado.

— Aquí llega el señor Renaudot, que va a informarnos con más detalle -dijo Raguenel, que entraba acompañado por su amigo-. Acaba de encontrarse en su casa con la orden de reunirse con el cardenal en Saint-Germain, a fin de poder comunicar a sus hijos las noticias que desean que imprima la Gazette.

— Puedo añadir -dijo Renaudot- que el Luxembourg está vacío. Monsieur, Mademoiselle y el resto de la familia se han marchado, así como los habitantes del hôtel de Condé. Monsieur le Prince se ha llevado a su madre, su esposa, su hijo, su hermano Conti y su cuñado Longueville, que es el gobernador de Normandía y por esa razón reviste una importancia extrema.

— ¿Y la duquesa? -preguntó Madame de Motteville-. ¿Se ha marchado también, estando embarazada e incluso a punto de dar a luz al hijo de su amante La Rochefoucauld?

— No. Se ha quedado. Ahora he de daros una recomendación urgente: si queréis dejar la ciudad para buscar refugio en Conflans, partid ahora mismo, señora duquesa, como voy a hacerlo yo mismo. Las puertas se cerrarán dentro de una hora y nadie podrá salir. ¡Daos prisa! La cólera popular está creciendo peligrosamente…

— No; me quedo aquí-dijo Sylvie-. En invierno, a veces Conflans se inunda, y no quiero exponer a mi pequeña Marie. Pero vos, Madame de Motteville, deberíais ir a reuniros con la reina en Saint-Germain.

— No; voy a hacer como vos: me quedo. Si la reina hubiera querido que la acompañara, me habría avisado.

Desde luego, Théophraste Renaudot estaba bien informado. La fuga a Saint-Germain formaba parte de un plan largamente meditado por Mazarino para someter de forma definitiva a la ciudad y el Parlamento rebeldes. Lo único en que no había pensado el ministro era en volver a amueblar Saint-Germain, en cuyas grandes salas desiertas los recién llegados no encontraron para dormir más que tres catres de campaña y algunos jergones de paja. Mientras, un círculo de hierro empezó a cerrarse sobre la capital. Al oeste, por el lado de Saint-Cloud, tomaban posiciones las tropas de Monsieur. Al norte estaban las del mariscal de Gramont. Al sur, el mariscal de La Meilleraye y el Condé d'Harcourt. Finalmente, el propio príncipe de Condé, con diez mil hombres, ocupaba su feudo de Saint-Maur y, al cerrar el paso del Marne y el Sena, dejaba a París cortado de sus principales centros de aprovisionamiento. Todos estaban en su puesto cuando, a las seis de la mañana, París descubrió la huida real y se produjo un nuevo estallido de furor y rabia. La muchedumbre se dirigió al Palais-Royal, con la seguridad de que iba a tener lugar una mudanza, y en efecto, cuando las carretas cargadas con el mobiliario del rey y la regente intentaron salir, fueron tomadas por asalto y alegremente saqueadas. Lo mismo, y con mayor entusiasmo aún, ocurrió con los muebles de Mazarino.

Confuso al principio, con la vaga impresión de haber ido demasiado lejos, el Parlamento envió a la regente una delegación encargada de informarse de los motivos de su partida. Ni siquiera fue recibida; Ana de Austria se contentó con dar al Parlamento la orden de abandonar París y fijar su sede en Montargis. De inmediato, después del regreso de sus enviados, las Cortes soberanas dictaron un edicto de expulsión de Mazarino. Aquello equivalía a declararlo enemigo público, y a autorizar su persecución en cualquier lugar y circunstancia. Luego empezó a organizarse la resistencia. Hacían falta tropas, por lo que se reclutó un ejército de voluntarios. Hacían falta jefes, y se encontraron más de los necesarios; pero el verdadero director de orquesta de la locura heroica con que París se estaba emborrachando era el pequeño coadjutor de piernas torcidas y lengua suelta, que se veía a sí mismo representando en Francia el papel de Cromwell en Inglaterra, y que no vaciló en pedir dinero a España.