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La Fronda -así se llamó en adelante la revuelta- tuvo así un alma, y también un ángel maléfico en la persona de la que tal vez fuera la mujer más bonita de Francia: la duquesa de Longueville, que se había declarado en abierta rebeldía por el furor que le produjo ver a su bienamado hermano Condé abrazar la causa real y hacer la guerra a París. Con el fin de que no hubiese duda del campo que había elegido, en compañía de la duquesa de Bouillon y de sus hijos fue a instalarse solemnemente en el Hôtel de Ville, el ayuntamiento. Fue un gran momento: la Place de Grève estaba abarrotada hasta los tejados circundantes; los hombres gritaban de entusiasmo y las mujeres lloraban de emoción. Desde aquel lugar, ella y Gondi se dedicaron a reunir a los jefes militares que necesitaban. Fue nombrado general en jefe el duque d'Elbeuf, tío de Beaufort y un incompetente; también estaban el duque de Bouillon, que esperaba recuperar su principado de Sedán; el príncipe de Conti, vuelto precipitadamente de Saint-Germain a la llamada de su hermana Longueville, por la que sentía un amor turbio, y asimismo el amante de la dama: François de La Rochefoucauld, príncipe de Marcillac. Finalmente, dos días después de la instalación en el Hôtel de Ville, las puertas de París se abrieron ante François de Beaufort, del que nadie supo decir de dónde salía. Entonces se produjo el delirio. La ciudad lo acogió con gritos de amor y una canción:

Il est hardi, plein de valeur Et plus vaillant que son épée Heureux soit son arrivée Qui sera pour notre bonheur…

[29]

Una apasionada muchedumbre le llevó hasta el Hôtel de Ville donde Gondi, muy irritado al comprobar que le birlaban el puesto de honor, se vio obligado a recibirle y conducirle junto a Madame de Longueville, que reservó sus sonrisas más radiantes para aquel antiguo pretendiente. A pesar del intenso frío, de la nieve y los témpanos de hielo que arrastraba el Sena, fue un día de fiesta, después del cual fue preciso ceñirse a las realidades de la vida y a su primera exigencia: en París empezaban a escasear los víveres. Como los convoyes de aprovisionamiento eran detenidos, el precio del pan subió abruptamente, lo que agravó el nerviosismo.

De hecho, era el pueblo llano el que más sufría en aquella situación. Las mansiones aristocráticas y las casas ricas contaban con reservas de alimentos. La primera iniciativa fue tomar la Bastilla, cuyo gobernador, Du Tremblay, tuvo la prudencia de entregar sin hacerse rogar demasiado. Era un buen punto de apoyo en caso de que las tropas reales lanzaran un asalto, pero todos sabían muy bien que el plan de Mazarino era más sencillo: castigar con el hambre a París y sus Cortes soberanas hasta hacerlas entrar en razón.

Después de saqueada la Bastilla, la atención se volvió hacia las casas «realistas», al menos las que no habían tenido la buena disposición de dar limosnas en cantidad suficiente. Entonces el duque de Beaufort tomó las riendas de la situación y se ganó con ello un plus de adoración. Empezó por mandar fundir su vajilla de plata y sus objetos preciosos, gracias a lo cual pudo comprar el pan ahora tan caro y repartirlo entre los pobres. Abrió las puertas de su casa para instalar en ella a niños, e incluso compró otra casa que confió al cura de Saint-Nicolas-des-Champs, un hombre piadoso, algo simple pero de corazón generoso. El hôtel de Vendôme, por supuesto, también contribuyó con esplendidez, mientras que en Saint-Lazare, Monsieur Vincent se multiplicaba por cien para acudir en socorro de los menesterosos.

Sylvie no salía de su casa, pero Perceval y Corentin recorrían a diario la ciudad para tomarle el pulso. Por ellos se enteraba Sylvie de las hazañas caritativas de aquel a quien ahora llamaban Rey de Les Halles, hasta tal punto se le identificaba con el vientre nutricio de la capital. Rodeado siempre por sus más fervientes admiradoras, la señora Alison y la señora Paquette, estaba en todas partes a la vez, registrando las casas en busca de algo con que alimentar a sus protegidos.

— Lamento informarte de que vuestro hôtel ha sido saqueado, querida Sylvie -dijo una tarde Perceval-. Tu esposo ha sido tachado de «mazarinista», y debo añadir que el duque François no ha hecho nada para impedir el saqueo. Se ha contentado con proteger a tus servidores, que están en su casa sanos y salvos.

— ¡Alabado sea Dios! Pero ¿le habéis visto?

— Sí, e incluso le he indicado que se trataba de tu casa. Me contestó que como no estabas tú, por la excelente razón de que te encontrabas en mi casa, y como en cualquier caso la fortuna de los Fontsomme no iba a menguar demasiado por eso, podía servirse de ella sin remordimientos. ¡Todo eso en un lenguaje que haría ruborizarse a un soldado!

— ¿Lenguaje?

— Sí. La jerga más grosera de los mozos de cordel. Sin duda quería complacer al gentío harapiento y miserable que llevaba agarrado a sus faldones, pero si hubiera pasado toda su vida en Les Halles no habría hablado de otra manera. Oyéndole, el señor de Ganseville se reía de buena gana al ver mi cara. A pesar de todo, me llevó aparte y me susurró, en otro tono, que protegería siempre mi casa, aunque fuera al precio de su propia vida, ¡y me encargó que te dijera que sigue siendo fervientemente tuyo!

— ¿Y os atrevéis a repetírmelo?

— Sí, porque tengo la impresión de que oírlo te hará feliz. No tengo derecho a privarte de una pequeña alegría, a ti que tan pocas tienes.

Mientras tanto, el ejército de los parisinos -si podía llamarse así a un conjunto tan disparatado- intentaba hacer honor tanto a sus armas como a sus jefes. Mientras Madame de Longueville daba a luz a un hijo en plena sala del Consejo, delante de los asustados ediles y de las entusiastas mujeres del mercado, y mientras el preboste de los mercaderes era elegido improvisado padrino y el coadjutor bautizaba con toda solemnidad al hijo de un adulterio público con el extraño nombre de Charles-Paris, se intentaron algunas salidas con el objeto de apoderarse de coles, nabos y carne, pero ninguna de ellas resultó coronada por el éxito. Entonces, el coadjutor insinuó pérfidamente que tal vez las cosas irían mejor si el paladín Beaufort tenía a bien ocuparse del problema, en lugar de andar recorriendo los bajos fondos. Sus palabras, por supuesto, fueron oídas.

— ¡Excelente idea! -declaró el duque-. Voy a montar una expedición seria para traer víveres antes de que empecemos a comernos los caballos, y luego los perros, los gatos y… todo lo demás.

Al día siguiente, Sylvie recibió de su esposo una carta que la trastornó. [30]

Al llegar en el día de hoy a Saint-Maur, he sabido por Monsieur le Prince, querida Sylvie, la inquietud que sentís por mí, que me llena de emoción aunque no había ninguna razón para tenerla, porque no he corrido grandes peligros. La que yo siento por vos me resulta, en cambio, infinitamente cruel puesto que vos y nuestra hija os encontráis en una ciudad sitiada, donde os acechan numerosos peligros sin que me sea posible compartirlos con vosotras. Con todo, quiero creer que el señor de Beaufort, que manda en París, estará en disposición de velar por vuestra salvaguarda sin comprometeros más de lo que ha hecho hasta el presente. Lo cual es ya demasiado para un esposo enamorado como yo.