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— Deben de ser mercenarios alemanes -dijo Corentin-. Monsieur le Prince los reclutó después de los tratados. Si los ha acantonado aquí, eso va a asustar a la gente de la región. ¿Hay gente en el castillo y en las casas vecinas?

— No, nadie. La señora marquesa de Senecey…

— Está en Saint-Germain con el rey -le interrumpió Sylvie-. ¿Y Madame du Plessis-Belliére?

— Se fue con su familia, a la provincia -respondió el mayordomo-. Se llevó a su gente. Sólo quedaron aquí los guardas. Como nosotros…

— ¿Como vosotros? ¿Cómo es eso? -dijo Sylvie-. ¿Dónde están los lacayos y las camareras?

— Los soldados vinieron a registrar aquí. Y también fueron a casa de Madame du Plessis. Ellos se asustaron y huyeron. Por eso he tardado tanto en abrir -murmuró el pobre hombre con la cabeza baja-. De noche, en invierno y en la oscuridad, nunca sabes lo que te puedes encontrar.

— ¿Y os habéis quedado aquí, solos? -dijo Sylvie compadecida-. Podíais haberos marchado.

Fue Mathurine quien respondió:

— ¿A nuestra edad? ¿Adónde íbamos a ir?

— Pues… a París, a la Rue Quincampoix. Yo lo habría comprendido.

Aquel rostro cruzado por arrugas mostró una sonrisa melancólica pero no desprovista de orgullo.

— ¿Abandonar la casa? ¡Oh, no, señora duquesa! Con el debido respeto, Jérôme y yo la consideramos un poco nuestra; estamos aquí desde hace mucho tiempo. Y si tiene que ocurrimos alguna desgracia, preferimos que sea aquí.

Con su espontaneidad habitual, Sylvie se puso en pie y la tomó entre sus brazos para darle un beso en la mejilla.

— Perdóname. Tienes toda la razón. Ya ves, cuando se tiene tanta servidumbre, una no siempre se toma el trabajo de conocer a fondo a quienes la componen. Ni mi esposo ni yo olvidaremos vuestro comportamiento en estos días terribles.

— Mientras tanto -interrumpió Corentin-, consigue algo de comida y leche caliente para la señora duquesa. Después nos iremos todos a dormir. Mañana será otro día y veremos lo que se puede hacer…

— ¡Pues lo sabes muy bien, Corentin! He venido aquí para intentar ver a mi esposo, y nadie me lo impedirá.

— Yo os lo impediré. Porque sería una locura y porque he prometido al señor caballero cuidar de vos. Vamos, sed razonable e intentemos descansar un poco. Todos los presentes lo necesitamos.

Sylvie estaba demasiado cansada para discutir. Después de beber un poco de leche, subió a su habitación, en la que Mathurine había encendido un fuego, y se acostó. Apenas puso la cabeza en la almohada, se durmió profundamente.

Cuando Sylvie despertó, ya era media mañana y la campiña estaba cubierta de blanco. Al amanecer había caído una nevada ligera. Su delicado manto no llegaba a ocultar los estragos sufridos por la propiedad tras la visita de los merodeadores. Sin embargo, la joven propietaria tenía preocupaciones más graves. El frío era menos intenso. Las nieblas matinales se habían disipado, y al otro lado del Sena podían verse los tejados del pueblo de Alfort, así como los campamentos de tropas dispersos por los alrededores. Los humos de las chimeneas y las fogatas se elevaban en el aire sereno de la mañana.

Al bajar a la cocina para el desayuno -había prohibido abrir ningún salón: dos habitaciones y la cocina debían bastar para una estancia que ella esperaba breve y discreta- no encontró a Corentin, que había salido al amanecer para intentar llegar a Saint-Maur y traerse con-sigo a Fontsomme, lo que le parecía una solución muy preferible a conducir a Sylvie por entre las asechanzas y los peligros de un ejército en campaña. Ella se sintió decepcionada: arriesgar su vida para reunirse con Jean le parecía una prueba de amor suficiente para hacer desaparecer unas sospechas expresadas con mucha prudencia pero que la ofendían. ¿Cómo un esposo tan enamorado había podido poner en duda su fidelidad sobre la base de simples chismorreos?

Al ver su rostro triste, Mathurine intentó animarla.

— Ya sé que la señora quería ir con él, pero no habría sido prudente y estoy segura de que el señor duque se habría enfadado mucho.

— Quizá tienes razón, Mathurine. ¿Crees que debo resignarme a esperarlo?

— Sí. Corentin es fino como el coral y bravo como un león. Seguramente encontrará el medio de pasar.

La jornada se hizo desmesuradamente larga. Sylvie se consumía de impaciencia, pero al caer la noche Corentin no había vuelto. Intentó animarse pensando que la oscuridad llega pronto en invierno y que su mensajero podía haberse topado con dificultades. Envuelta en su capa y calzada con zuecos, no se decidía a entrar y recorría nerviosa el jardín entre el portal de la entrada y la casa, mientras escuchaba al reloj de la iglesia desgranar los cuartos de hora.

De pronto se oyó un tumulto en el cercano puente de Charenton: disparos, gritos, rodar de carretas pesadamente cargadas, todo ello mezclado con gruñidos coléricos, como si se tratara de un ejército de cerdos enfurecidos. Por su parte, Charenton despertaba y reaccionaba. Jérôme acudió junto a su ama.

— Entrad, señora duquesa -dijo-, ¡será más prudente! Yo iré en busca de noticias.

Volvió poco después y anunció que había una escaramuza en el puente en torno a un cargamento de cerdos y nabos conducido por caballeros para los que aquélla no era, ciertamente, su ocupación habitual.

— Han conseguido cruzar los puestos de Alfort, y de momento llevan la mejor parte frente a las tropas de aquí, que intentan impedir que pasen.

— ¿Piensas que ese convoy está destinado a París?

— Tiene que ser así para que lo persigan los hombres del señor de Condé. Pero será difícil que lo consigan. De hecho, no tienen más que dos caminos posibles: o exponerse al fuego de las murallas de Charenton, donde les harán picadillo, o bien la ribera del río. Sin embargo, también hay tropas en Bercy, y corren el riesgo de verse cogidos entre dos fuegos.

Optaron por el río, y Sylvie se precipitó a uno de los salones para ver lo que iba a pasar. El estruendo se aproximaba, y de repente estalló delante de los jardines de Fontsomme, limitados del lado del río por un muro bajo en el que se abría una amplia entrada cerrada por una verja ornamental con sendos pabellones a los lados, todo ello muy fácil de abrir o de saltar. En un momento, un grupo de gente cruzó a la carrera avenidas y arriates, de los que la nieve desapareció instantáneamente. Una voz autoritaria gritó:

— ¡Tiradores en los dos pabellones! Formad barricadas con los barcos, las carretas y todo lo que encontréis, para que podamos atrincherarnos en la casa. ¡Ganseville y Brillet, ocupaos de la defensa! Yo voy a ver si es posible abrirnos camino para llegar a la carretera de Charenton, que corre paralela al río… ¡Hombres también para defender el portal de atrás!

Desde las primeras palabras, Sylvie había reconocido aquella voz. La habría reconocido en medio del estruendo de una batalla: era la de François. Pronto surgió de la noche con sus cabellos claros, tan reconocibles, no cubiertos por ningún sombrero. La aparición la habría encantado en otra época, pero ahora la aterrorizó. Abrió una puerta-ventana, tomó la linterna que Jérôme había colocado junto a ella, y salió a la escalinata que rodeaba la casa formando tres escalones:

— ¿Adonde pretendéis ir, señor duque de Beaufort? Os prohíbo invadir mi casa.

— ¡Sylvie! -exclamó él como si no diese crédito a sus ojos-. ¿Tú aquí?

— ¿Vais a preguntarme una vez más qué estoy haciendo? Pues bien, querido, estoy esperando a mi esposo.

— ¡Es cosa tuya! Yo necesito atravesar tu finca. Las otras están defendidas por tapias que sería preciso derribar para hacer pasar nuestras carretas, y al parecer el parque de Madame de Senecey está ocupado por un destacamento. Eres nuestro único recurso. Esto nos permitirá respirar un poco y abrirnos camino, o bien por las viejas canteras o por el bosque, hasta la carretera donde nos esperan los nuestros.