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— ¡Buscad vuestro camino por otra parte! Esta casa no es la de un amigo, y yo no tengo derecho a recibiros aquí.

— ¡Oh, vaya! -Beaufort sonrió-. Tu esposo está con Mazarino, igual que Condé y tú misma.

— ¡Estamos con el rey! Con el rey al que vos combatís, cosa que yo no habría creído nunca. ¿Tan tonto sois que no veis la diferencia?

— Cuando el rey reine, yo doblaré la rodilla ante él, pero ahora es el italiano quien ocupa el trono. En cuanto a la regente, come de su mano. ¡Dicen incluso que es su amante!

Para indicar con claridad la estima en que tenía a aquella pareja, Beaufort escupió aparatosamente en el suelo.

— ¡Una vez más, marchaos de aquí! -suplicó Sylvie-. Podéis hacerme mucho daño.

— No. Estamos en guerra, querida, y en virtud de sus leyes requiso tu propiedad. Por lo demás no tengo opción, me es imposible retroceder.

En efecto, los pesados vehículos que transportaban un centenar de cochinos tumbados sobre la paja para que no sufrieran demasiado el vaivén del viaje ni el frío, avanzaban con lentitud por lo que hasta entonces habían sido bellas avenidas enarenadas.

— ¡Ponedlos en los cobertizos! -gritó el duque-. En cuanto a ti, querida, harías bien en entrar. Creo que me necesitan allá abajo. Si eso puede tranquilizarte -añadió-, me comportaré cortésmente con tu precioso marido si asoma las narices por aquí, pero si intenta echarme, ¡lo hará por su cuenta y riesgo!

Las últimas palabras se perdieron en el viento inclemente que empezaba a soplar helando manos y orejas. Sylvie vio alejarse la alta silueta vestida de ante negro, sin sombrero ni capa, como si el invierno no pudiera hacer mella en aquel hombre en que parecían reencarnarse los antiguos guerreros venidos del norte. Todavía le oyó gritar al viento:

— ¡Entrad! Podría alcanzaros una bala perdida…

Obedeció y fue a la cocina, donde encontró a Mathurine rezando mientras Jérôme observaba los acontecimientos; optó entonces por subir a su habitación, desde donde por lo menos podría ver lo que ocurría. En su corazón, lleno de pena y angustia, no había lugar para la cólera; tenía la impresión de que su vida iba a terminar allí. Se hallaba, en efecto, en una situación terrible: si llegaba Jean y encontraba a Beaufort instalado en su casa, nunca la perdonaría; y si no la encontraba porque había resultado muerto en el combate, Sylvie sabía que aquella muerte la dejaría hundida.

Fue a sentarse junto a la chimenea, que al menos le ofrecía un poco de calor. Acurrucada en un sillón, contemplaba las llamas y procuraba no escuchar el estampido de los mosquetes que, por otra parte, empezaba a decrecer; y poco a poco, como un gato enroscado sobre su almohadón que se relaja al sentir bienestar en su cuerpo, cerró los ojos y se adormeció.

La despertó un grito furioso:

— ¿Puedo esperar por lo menos que me ayudes un poco? Tu vieja criada ha escapado como si viera al diablo cuando he entrado en la cocina.

François estaba en pie, apoyado en el quicio de la puerta que acababa de abrir, y presionaba con una mano su brazo, del que manaba sangre. Sylvie recobró de golpe la conciencia y corrió hacia él.

— ¡Dios mío! ¡Estáis herido!

— Es evidente -repuso él con una sonrisa-. Y ha sido por mi culpa. Había cesado el tiroteo por las dos partes, sobre todo porque no se veía ni gota. Ahora el viento trae lluvia y apaga las antorchas. Para observar las posiciones de nuestros adversarios, trepé a una barricada y uno de esos perros rabiosos me asestó un bayonetazo. Acabaré por tener que cortarme el pelo: ¡es tan visible como el penacho blanco de mi abuelo Enrique IV!

— Voy a curaros. Tengo aquí todo lo necesario. Sentaos junto al fuego -indicó ella, y se dirigió a su gabinete de baño, del que tomó hilas, vendas y un frasco de aguardiente para limpiar la herida.

Cuando volvió, él se había sentado a los pies de la cama.

— ¡Venid más cerca de la chimenea! Tendré más luz.

— Puedes ver lo suficiente con tu vela… La cabeza me da vueltas; hace horas que no como nada.

Ella le ayudó a quitarse el grueso justillo y la camisa, y se dedicó a limpiar la herida con unas manos que temblaban tanto que él empezó a maldecir al sentir la mordedura del alcohol.

— ¿Es que te has vuelto torpe? Dame un poco de ese frasco. Huele bien, a ciruelas, y me hará mejor dentro que fuera.

Ella le tendió la botella y él bebió un buen trago.

— ¡Dios, qué bien sienta! -suspiró-. Si pudieses proporcionarme además algo de comida, esto sería para mí el paraíso…

— Primero acabaré de colocaros la venda -dijo ella sin mirarle. Sus manos temblaban un poco menos, pero procuraba defenderse de la emoción que la había embargado al darse cuenta de que estaban los dos solos en la habitación. Consciente de que él no apartaba los ojos de ella, dijo para romper un silencio que sabía peligroso- ¿Cómo está la situación ahí fuera?

— Parece que nuestros adversarios se han cansado de disparar a ciegas. Hace rato que no se oye ningún tiro, ¿verdad?

— Así es. ¿Se han retirado?

— No. Esperan a que amanezca, y sin duda se están reagrupando, pero nosotros habremos escapado antes. Algunos de mis hombres están derribando una tapia del fondo de tu finca para que las carretas puedan salir al bosque y a la carretera de Charenton. ¡Créeme que estoy desolado! -añadió con una de aquellas sonrisas burlonas que, desde siempre, daban a Sylvie ganas de abofetearlo… o de besarlo.

— El jardín ha quedado arrasado, Una tapia más o menos, poco importa. Voy a buscaros algo de comida. ¡Vestíos!

Pero cuando volvió, no sólo no se había vestido -su camisa manchada de sangre se secaba al fuego-, sino que se había tendido en la cama.

— Me lo permites, ¿verdad? ¡Estoy tan cansado!

— ¿Vos, el indestructible, estáis cansado? Es la primera vez que os oigo decir una cosa así.

— Pienses lo que pienses, no soy de hierro, y para decirlo todo, es sobre todo mi corazón el que está cansado. Es duro descubrir que somos enemigos. Mientras estabas en París no me preocupaba, pero se diría que ahora has elegido tu bando…

— No he tenido que elegir: es el bando de la legalidad y del rey. Y además, es el que ha elegido mi esposo.

— Ven a sentarte a mi lado y dame esa rebanada de pan con jamón que traes como si fuera el Santo Sacramento.

Sylvie colocó la bandeja a su lado con precaución, para no derramar el vaso de vino que había también en ella. Sentada en la otra punta de la cama, le observó morder el pan y la carne con sus fuertes dientes. ¡Qué fuerza de la naturaleza encarnaba! Estaba allí, herido, desangrado, pero comía y bebía con tanto gusto y despreocupación como si se tratara de un almuerzo campestre en el huerto de Vendôme o en los jardines de Chenonceau, cuando dentro de dos horas tal vez estaría muerto.

Cuando acabó, retiró la bandeja y aferró la mano de Sylvie, que quiso ponerse en pie.

— No, quédate un poco más.

— Quiero ver cómo va el derribo de la tapia. Aprovechad para descansar.

— Ya he descansado. Sylvie, ignoro cómo saldremos de esta aventura, y me doy perfecta cuenta de los peligros que corremos. Puede que me deje la vida en tus tierras, pero ya que en este momento los mosquetes se han dado una tregua, ¿no podemos hacer nosotros lo mismo?

— ¿Qué queréis decir?

El se incorporó hasta quedar sentado, y la retuvo cuando ella intentó apartarse.

— Que no sigas intentando escapar, y que me escuches. Hace meses que estamos haciéndonos mucho daño, que nos despellejamos o casi cada vez que nos vemos, a pesar de que nos amamos… ¡No protestes! Es algo tan estúpido como el avestruz que cree esconderse cuando oculta la cabeza. Acuérdate del jardín, Sylvie… del jardín donde sin el imbécil de Gondi habríamos sido felices, porque habríamos sido el uno del otro…