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Murmuró las últimas palabras junto a su oído y ella se sintió estremecer, pero se repuso.

— Es verdad -admitió con una voz que se esforzaba por parecer tranquila-. El abate de Gondi me salvó.

— Un salvamento que le costará la vida a ese imbécil -gruñó François, que, súbitamente furioso, la abrazó-. No me dio tiempo a decirte hasta qué punto te amo…

— ¡Soltadme! ¡Soltadme o grito!

— Tanto peor, pero correré el riesgo. Necesito que me escuches, Sylvie, porque puede ser la última vez… ¡Sylvie, Sylvie, escúchame, te lo ruego! Intenta olvidar lo que somos y recordar únicamente los días felices de otros tiempos.

— ¡En los que no me amabais! -replicó ella, que intentaba desasirse. Inútilmente, porque él la tenía bien sujeta.

— En los que no sabía que te amaba -la corrigió-, porque creo que siempre te he amado, desde el primer día en que encontré a una preciosa niña que vagaba descalza por el bosque de Anet. Acuérdate… Te tomé en mis brazos para llevarte al castillo, y tú no forcejeabas. Al contrario, pasaste tu brazo alrededor de mi cuello y te apretaste contra mí…

¡Oh, qué delicioso recuerdo aquel! ¡El deslumbramiento de su primer encuentro! Sylvie cerró los ojos para revivirlo mejor, mientras, junto a su mejilla, las palabras de François se convertían en una caricia. Tuvo conciencia de la infinita dulzura que la invadía. Sin embargo, intentó aún luchar, desanudar el tierno lazo que la mantenía cautiva.

— Callaos, por piedad -suplicó-. ¡Voy a gritar…!

— ¡Grita, amor mío!

Pero ya sellaba sus labios con un beso tan ardiente, tan apasionado que Sylvie se sintió morir. Todo desapareció de golpe: el lugar, la hora, la conciencia de lo que era, y la conciencia sin más. En los minutos siguientes, expulsó de su mente todo lo que no fuera aquel hombre adorado desde hacía tanto tiempo. Tal vez habría intentado aún resistirse si él se hubiera mostrado brutal, apresurado, pero aunque François era un experto en el amor, tenía tanto miedo de romper aquel instante mágico que envolvió a su amada en caricias tan dulces, tan tiernas, que ella ni siquiera pensó en defender los últimos baluartes de su ropa interior. Su unión total y simultánea fue un instante de eternidad en el que creyeron abandonar la tierra para volar hacia un cielo luminoso; uno de esos momentos sólo accesibles a los seres creados el uno para el otro. Cuando aquella ola arrebatadora les abandonó sobre el lecho en desorden, se abrazaron de nuevo estrechamente para reanudar el dúo de palabras de amor cuchicheadas boca a boca, y el tiempo pareció olvidarlos, como si se encontraran en una isla desierta…

Hasta que detrás de la puerta se oyó la voz de Pierre de Ganseville.

— Todo está dispuesto, monseñor -dijo-. ¡Tenemos que marcharnos, y aprisa! La noche se acaba, y hay tropas apostadas al otro lado del portal.

— ¡Da la orden de marcha! ¡Enseguida os alcanzo!

Beaufort se levantó y cogió su ropa, que fue poniéndose como pudo, entorpecido por su brazo herido. De modo maquinal, con los ojos agrandados por el espanto, Sylvie hizo lo mismo sin que ninguno de los dos pronunciara palabra alguna. Pero cuando estuvieron listos, un mismo movimiento les arrojó el uno en brazos del otro para un último beso. Luego François se desasió y salió presuroso. En el exterior se oía el estruendo de un ariete lanzado contra el portal de roble de la finca. Ella bajó detrás de él, mientras se alejaba el traqueteo de las carretas. En el momento en que salían a la escalinata exterior, la puerta cedió y los soldados que manejaban el pesado ariete cayeron al suelo. Apareció un hombre que saltó por encima de ellos, y Sylvie, con un grito de horror, reconoció a su esposo, o más bien adivinó que se trataba de él, por más que una cólera enloquecida desfiguró su rostro convulso cuando vio a Beaufort salir de su casa. Blandió su espada y se precipitó sobre el intruso con el arma levantada.

— ¡Esta vez voy a matarte, ladrón del honor!

Sin responder, François desenvainó y empujó bruscamente atrás a Sylvie, que quería interponerse entre los dos hombres. Corentin, que llegaba detrás de Fontsomme, frustró un nuevo intento y la sujetó con firmeza.

— ¡Es asunto de ellos, señora Sylvie! No debéis mezclaros.

Los soldados que habían derribado el portal pensaban seguramente lo mismo porque se habían detenido, fascinados ante el espectáculo preferido por la gente de armas: un buen duelo.

Y fue un buen duelo. Los dos combatientes eran de fuerza parecida. Sin decirse una palabra, concentraban su furor en la delgada hoja de acero que prolongaba su brazo. Fintas, estocadas, asaltos fogosos, toda la gama del juego mortal de la esgrima se sucedió con tanta brillantez que incluso se oyeron algunos aplausos. De rodillas sobre el césped, Sylvie rezaba fervorosamente, sin saber demasiado hacia qué bando dirigir sus súplicas. Hasta que se produjo el drama: hubo un grito ahogado al tiempo que la espada de Beaufort se hundía en el pecho de su adversario. Fontsomme se derrumbó de golpe.

El grito de Sylvie hizo eco al de su esposo. Puesta rápidamente en pie, corrió hacia él y se precipitó sobre su cuerpo tendido.

— ¡Jean, no! ¡Tenéis que vivir por mí, que os amo, y por nuestra Marie! ¡Jean, respondedme!

Los ojos cerrados se abrieron de nuevo, y el moribundo susurró con una sonrisa:

— Corazón mío…, voy a amaros… en otro lugar.

La cabeza, alzada en un último esfuerzo, cayó de nuevo.

François, en pie pero inmóvil, como alcanzado por su propio rayo, se inclinó y tocó el hombro de Sylvie. Ella se estremeció, se puso en pie, y él vio llamear de cólera su mirada a través de las lágrimas.

— ¡No volveré a veros en mi vida! -gritó, antes de dejarse caer de nuevo sobre el cuerpo sin vida de su esposo.

Ganseville, que durante el duelo había ido por los caballos, tiró a su amo de la manga y se lo llevó casi a la fuerza, mientras los soldados, despertados ya de su fascinación, se lanzaban a perseguirlos con gritos salvajes…

Aquel día, París fue reavituallado.

Nueve meses más tarde, Sylvie daba a luz un niño.

Saint-Mandé, 5 de noviembre de 1997,

día de Santa Silvia

Fin

NOTAS

[1] Se decía que bajo el castillo de Rueil el cardenal había hecho excavar calabozos y mazmorras.

[2] Véase el volumen I, La alcoba de la reina.

[3] En esa época, el burgo de Le Palais se extendía detrás de la ciudadela y ocupaba el lugar del glacis construido más tarde por Vauban, frente a la población actual, en el lugar llamado Haute-Boulogne. Progresivamente, en el curso del siglo XVII, la aglomeración se extendió en dirección sur, hacia Bassc-Boulogne, c incluso la iglesia fue trasladada allí en la época de los Fouquet.

[4] Sólo los obispos y los príncipes de familias soberanas tenían derecho al título de monseñor.

[5] El que conocemos hoy. Del Château-Neuf únicamente subsiste el pabellón Enrique IV.

[6] Véase el volumen I, La alcoba de la reina.

[7] Véase volumen I, La alcoba de la reina.

[8] Destruir ese amasijo heteróclito para crear una verdadera policía habría de ser la obra de Nicolas de La Reynie, teniente de policía de Luis XIV.