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A sus treinta y seis años, Pierre de Gondi, segundo duque de Retz, parecía tener diez más: su rostro, alargado y curtido por la intemperie, mostraba un aire de tedio debido a que tres años antes se había visto forzado a retirarse y lo soportaba mal. En efecto, nombrado general de las galeras del rey para suceder a su padre, que había tomado los hábitos a la muerte de su madre -todo ello en el año 1627-, había sido destituido por Richelieu de un mando al que se había dedicado en cuerpo y alma, en beneficio del sobrino de éste, el marqués de Pontcourlay. Desde entonces se había encerrado en su castillo de Belle-Isle para rumiar allí su rencor; huelga añadir que no sentía precisamente afecto por el cardenal-ministro.

Mientras Ganseville le informaba de las últimas noticias de la capital, una joven camarera bretona, vestida con el traje regional, llevaba a Jeannette a la habitación de la duquesa, que desayunaba después de la comunión. Diez años más joven que su marido, del que también era prima hermana, hija del anterior duque de Retz -el título había pasado de la rama mayor a la menor- y hermana de la duquesa de Brissac, Catherine de Gondi habría sido considerada bella si la austeridad de sus costumbres y cierta dosis de avaricia no hubiesen impregnado de una rigidez peculiar sus rasgos finos y delicados. Recibió a Jeannette como se recibe a una criada, es decir que la dejó de pie mientras ella seguía mojando trozos de pan en un tazón de leche, sin dejar por ello de examinar a la recién llegada. Como no esperaba otra cosa, la muchacha no se incomodó, pero no pudo dejar de pensar que también a ella le habría gustado un tazón de leche. La duquesa se limpió la boca con una servilleta bordada y dijo por fin:

— ¿Sois la camarera de la pequeña que nos ha confiado el señor de Beaufort? ¿De dónde procedéis, hija mía?

— De Anet, señora duquesa; allí nací, y allí, muy joven, entré al servicio de Mademoiselle de l'Isle. Después la acompañé a la corte, cuando ella se convirtió en doncella de honor de Su Majestad la reina…

— ¡Se nota! No tenéis un aire rústico. Pues bien, hija mía, sabréis que vuestra ama se encuentra en un estado calamitoso. Según me han contado, fue raptada por un secuaz de Richelieu que había perseguido en otro tiempo a su madre con un amor abominable, y entregada por él a otro compinche, que cedió después sus derechos maritales al primer personaje, el cual usó de ellos de una manera absolutamente deplorable…

El sucinto relato, narrado con un tono indiferente, horrorizó a Jeannette, que exclamó:

— ¡Oh, Dios mío! ¡Y yo que no sabía nada! ¡Pobre…, pobre niña! Pero ¿por qué entonces el señor François…, quiero decir, monseñor el duque de Beaufort, la ha traído aquí?

— Porque si bien el duque ha eliminado al marido, tiene aún que deshacerse del principal verdugo, cosa que no es fácil. Esta desventurada necesitaba un refugio alejado, secreto y sobre todo situado fuera del radio de acción de los hombres del cardenal. Belle-Isle nos pertenece en propiedad. Es una tierra soberana y ni siquiera los hombres del rey pueden tener acceso aquí sin nuestro consentimiento.

Jeannette comprendió, pero no por ello deploró menos en su fuero interno que la pobre Sylvie hubiese sido confiada a aquella mujer que era tal vez una cristiana ejemplar, ya que había recibido las enseñanzas de Monsieur Vincent, como su esposo, pero que no parecía haber extraído de ellas mucho provecho en lo relativo al capítulo de la caridad.

— Debe pasar por muerta… por lo menos mientras viva el cardenal -concluyó Madame de Gondi-, y esta isla del fin del mundo ha debido de parecerle ideal al señor de Beaufort.

— ¿Puedo pedir a la señora duquesa que me permita ir a su lado? Estoy impaciente por empezar a cuidar de ella y juzgar por mí misma el estado en que se encuentra.

— No es excelente. Naik os llevará. Pese a lo que piense el señor de Beaufort, recibimos con frecuencia visitas. Demasiadas para mi gusto porque, como ella vivía en la corte, alguien podría reconocerla. De modo que la hemos aposentado en el pequeño pabellón del extremo del jardín. Vive allí, atendida por la vieja Maryvonne, que estuvo al servicio de la difunta Madame de Gondi, mi suegra, y de ese muchacho, ese Corentin que estaba al servicio de su… ¿tío, tal vez?

A Jeannette le dio un vuelco el corazón. ¡Corentin! ¡También Corentin estaba allí! «Su» Corentin, puesto que era su prometido desde siempre. Y aquella bocanada de alegría mitigó un poco el disgusto que le había causado la exposición de los hechos por parte de la duquesa, tan seca y desprovista de compasión.

Unos instantes después, caminaba a buen paso detrás de una joven bretona a través del espeso bosquecillo de higueras, palmas datileras y laureles que se extendía en los confines del jardín. Una casita y un pozo aparecieron de repente en una especie de claro, pero todo lo que vio Jeannette fue a su Corentin ocupado en sacar agua. Incapaz de contenerse, dejó caer su equipaje y corrió hacia él con un grito de alegría.

— ¡Mi Corentin! Creía que no iba a verte nunca más -gritó, llorando de felicidad.

El la miró como si cayera del cielo.

— ¿Jeannette?… Pero ¿cómo estás aquí?

— El señor de Ganseville me ha traído por orden de monseñor François.

Corentin apartó a la joven y se pasó las manos por el rostro, del que Jeannette pudo entonces apreciar la fatiga. Suspiró:

— ¡Dios mío! ¡Me habéis escuchado y nunca os lo agradeceré bastante! Quizás estemos aún a tiempo…

— ¿Qué pasa? -preguntó Jeannette, angustiada-. ¿Y Mademoiselle Sylvie?

— ¡Ven a verla!

La vio, en efecto, y su corazón se encogió. Pálida y demacrada, con aspecto de conservar tan sólo un soplo de vida, Sylvie, ataviada con un triste vestido negro del que asomaba un poco la enagua, estaba tendida en un sillón junto a un fuego raquítico. Sus cabellos castaños de tan bellos reflejos plateados caían en desorden sobre sus hombros. Sostenía un tazón de leche que no bebía, cosa que no parecía preocupar a la vieja campesina sentada a la entrada, tricotando sin pausa. El mobiliario -un aparador, una mesa, cuatro sillas y un pequeño armario- se reducía al mínimo necesario. No había alfombras ni tapices para calentar las paredes y el suelo; sólo un crucifijo en la pared y un banquillo colocado frente a él recordaban que aquélla era una de las posesiones más piadosas de Francia. Se percibía un abandono, una miseria casi, que hizo brotar lágrimas a la recién llegada. Un impulso la hizo caer de rodillas a los pies de su joven ama, que no parecía haber advertido su presencia y seguía con los ojos cerrados. Le quitó el tazón para cubrir aquellas manos frágiles con las suyas.

— ¡Mademoiselle Sylvie…! ¡Miradme! Soy Jeannette, vuestra Jeannette.

Los bonitos ojos color avellana, enrojecidos por el llanto continuo, se entreabrieron y Sylvie murmuró:

— Eres tú, mi Jeannette. Creía seguir soñando al oír tu voz…

La suya era débil, dubitativa, como si aquella muchacha de dieciséis años no pudiera levantarla mucho. Jeannette se puso en pie y, con los brazos en jarras, examinó aquella habitación miserable con cólera creciente.

— Me parece que ya era hora de que me trajeran aquí. ¿Qué mosca ha picado a monseñor François para confiaros a esta gente…? ¡Eh, tú, la de la calceta! -llamó a la campesina, que seguía imperturbable con sus agujas-. ¿Así es como la cuidas? ¿No ves que está enferma? ¿No te ha pasado por la cabeza que es una gran dama y que no está ni mucho menos acostumbrada a esto?

— No te canses -dijo Corentin-. No te entiende, no habla más que bretón. Madame de Gondi piensa que es mejor para la seguridad de Sylvie que pase por una enferma grave. Por suerte, me tiene a mí para hablarle…