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La taberna del barrio resultó ser un sitio agradable y ruidoso donde les sirvieron con impecable cortesía una cerveza y un bocadillo, aunque los observaron con desconfianza por el hecho de ser desconocidos y, a juzgar por su indumentaria, policías. No se abstuvieron de hacer algún comentario capcioso, pero quedó muy claro que Grey no frecuentaba la casa y que en ella no le tenían una especial simpatía, sólo sentían ese interés general por lo macabro que despierta siempre el asesinato.

A la salida Evan volvió a la comisaría y Monk a Mecklenburg Square a fin de entrevistarse de nuevo con Grimwade. Comenzó por el principio.

– Sí, señor -dijo Grimwade armándose de paciencia-. El comandante Grey llegó alrededor de las seis y cuarto o tal vez un poco antes y a mí me pareció que tenía el aspecto de siempre.

– ¿Llegó en coche? -Monk quería asegurarse de que no había inducido al hombre a contestar una cosa determinada ni a sugerirle la respuesta que él quería.

– Sí, señor.

– ¿Cómo lo sabe? ¿Vio el coche?

– Sí, señor, lo vi. -Grimwade oscilaba entre el nerviosismo y la ofensa-. Se paró delante mismo de la puerta. La noche no estaba para dar ni un solo paso por la calle.

– ¿Vio al cochero?

– Mire usted, no veo dónde quiere ir a parar. Ahora la expresión de humillación era muy evidente.

– ¿Lo vio? -repitió Monk. Grimwade hizo una mueca.

– No lo recuerdo -admitió.

– ¿Bajó del pescante, ayudó al comandante Grey a llevar algún paquete, alguna caja o algo por el estilo?

– No, que yo recuerde. No, no bajó.

– ¿Está seguro?

– Sí, estoy seguro. No pasó por esa puerta.

La teoría se había ido por los suelos. Habría tenido que ser muy veterano para sentirse contrariado, pero no tenía experiencia con la que contar. Parecía que las preguntas se le ocurrían con facilidad, pero seguramente la mayoría estaban dictadas por el sentido común.

– ¿O sea que subió solo escaleras arriba? -era el último intento y estaba destinado a eliminar el más mínimo vestigio de duda.

– Sí, señor, subió solo.

– ¿Habló con usted?

– Que yo recuerde, no me dijo nada especial. Si no recuerdo nada supongo que será porque no me dijo nada. No me hizo nunca ningún comentario con respecto a miedos que pudiera tener o a si esperaba o no alguna visita.

– Sin embargo, aquella tarde y aquella noche algunas personas visitaron el edificio.

– Sí, pero no de las que van por ahí matando a la gente.

– ¿Cómo? -exclamó Monk levantando las cejas-. No irá a decirme que el comandante Grey se lo hizo él sólito de manera accidental, ¿verdad? Por supuesto que está la otra alternativa: el asesino ya estaba dentro.

El rostro de Grimwade cambió rápidamente pasando de la resignación a la extrema ofensa para llegar al horror total. Se quedó mirando a Monk pero no se le ocurría palabra alguna.

– ¿Tiene usted alguna otra idea? Supongo que no…yo tampoco -suspiró Monk-. Volvamos a recapitular. Usted ha dicho que, después de la llegada del comandante Grey, hubo dos visitantes: una mujer alrededor de las siete y un hombre más tarde, aproximadamente a las diez menos cuarto. Ahora bien, ¿a quién iba a ver la mujer, señor Grimwade, y qué aspecto tenía? Quisiera rogarle que, por favor, no haga alteraciones cosméticas en aras de la discreción.

– ¿Que no haga qué?

– ¡Que me diga la verdad, hombre! -le soltó Monk-. A los inquilinos podría resultarles muy molesto si tenemos que hacer la investigación de manera directa.

Grimwade lo miró, había comprendido perfectamente lo que Monk pretendía decirle.

– Ella era una mujer de vida alegre, señor; se llama Mollie Ruggles -dijo entre dientes-. De muy buen ver, señor, pelirroja por más señas. Conozco su dirección, señor, pero ya comprenderá que le quedaré muy agradecido si hace las diligencias oportunas con discreción y no le dice quién le ha dicho que ella estuvo aquí.

Sus esfuerzos para disimular la contrariedad que le producía la situación y su mirada implorante resultaban más bien cómicos.

Monk procuró no demostrar lo bien que se lo estaba pasando porque sólo habría servido para poner más nervioso al portero.

– Lo tendré en cuenta -accedió Monk, ya que tal proceder sólo podía redundar en su propio interés.

Las prostitutas son informantes muy útiles cuando se las trata con respeto.

– ¿A quién vino a ver?

– Al señor Taylor, señor. Vive en el piso número cinco. Viene a verlo con frecuencia.

– ¿Seguro que se trata de la mujer que me dice?

– Sí, señor.

– ¿La acompañó usted hasta la puerta del piso del señor Taylor?

– ¡Oh, no, señor! Conoce de sobra el camino. Y el señor Taylor… pues… -Se encogió de hombros-. Comprenderá, señor, que sería una indiscreción que la acompañara, ¿no le parece? Como tampoco me parece discreto que lo visitara usted -añadió no sin cierta intención.

– No -dijo Monk con una ligera sonrisa-. O sea que usted no abandonó su puesto habitual cuando ella entró.

– No, señor.

– ¿Hubo otras mujeres, señor Grimwade? Al hacerle la pregunta lo miró directamente, aunque Grimwade evitó sus ojos.

– ¿Tendré que hacer las averiguaciones por mi cuenta? -lo amenazó Monk-. Y dejar que los detectives hagan sus pesquisas.

Grimwade pareció sorprendido y levantó la cabeza con viveza.

– ¡No irá usted a hacer eso, señor! Se trata de caballeros que viven en la casa. Se marcharían. No tolerarían este tipo de cosas…

– Pues que no nos obliguen a hacerlas.

– Es usted un hombre muy duro, señor Monk.

Sin embargo, por debajo del resentimiento que dejaba traslucir su voz se adivinaba un involuntario. respeto. Aquello constituía de por sí una pequeña victoria.

– Quiero encontrar al hombre que mató al comandante Grey -le explicó Monk-. Una persona entró en este edificio, se abrió paso escaleras arriba hasta el piso del comandante Grey y lo golpeó repetidas veces con un bastón hasta causarle la muerte, después de lo cual siguió golpeándolo.

Notó la impresión que había causado en Grimwade y también él sintió la misma repulsión. Recordó la sensación de, horror que había experimentado durante su visita al lugar de los hechos. ¿Acaso las paredes retenían el recuerdo de las cosas ocurridas ante ellas? ¿Acaso quedaban flotando en el aire la violencia o el odio una vez consumado el acto que provocaban y hacían mella después en la persona sensible e imaginativa como una sombra de aquel horror?

No, era absurdo. Las personas que experimentaban este tipo de sensaciones no eran las imaginativas sino las propensas a tener pesadillas. Estaba permitiendo que sus propios miedos, que el horror de unos sueños que aún eran recurrentes y la vaciedad de su pasado ocuparan su presente y nublaran su entendimiento. Bastaba con que pasase un poco más de tiempo, que fuera elaborándose un poco más su identidad, que aprendiera a conocerse mejor, y otros recuerdos, más sólidos, se asentarían en la realidad. Recuperaría la claridad de entendimiento, tendría un pasado en el que afianzar sus raíces, otras emociones, otras personas…

¿O no sería, más bien, que se le presentaban recuerdos mezclados, distorsionados, como ocurre en los sueños? ¿Sería que estaba recordando jirones del dolor y del miedo que había sentido cuando el coche se volcó sobre él, derribando, aprisionándolo, y que oyó el grito de terror cuando cayó el caballo y el cochero salió proyectado de cabeza y murió estrellado contra las piedras de la calle? Debía de haber experimentado un miedo violento y, en el instante antes de quedar inconsciente, debió de sentir el dolor agudo y cegador que se produce en los huesos al fracturarse. ¿Era eso lo que había sentido? ¿Podía ser que no tuviera nada que ver con Grey, sino con sus recuerdos, simplemente un destello, una sensación, la violencia de unas impresiones mucho antes de que recobrara la claridad de la percepción real?