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– No, que yo sepa, pero quizás usted podría anunciarle que estoy aquí.

– Será mejor que pase. -Abrió la puerta un poco reticente y Monk entró. Después, sin más explicaciones, el hombre desapareció dejando a Monk en el vestíbulo. Aquel vestíbulo era una versión más pequeña, desnuda y funcional del vestíbulo frontal, aunque sin los cuadros, sólo con los muebles necesarios para uso de los criados. Se suponía que el criado había ido a consultar a sus superiores, tal vez incluso al autócrata que reinaba escaleras abajo (y a veces escaleras arriba), el mayordomo. Pasaron varios minutos antes de que el criado volviera y lo invitase a acompañarlo.

– Lady Shelburne lo recibirá dentro de media hora.

Dejó a Monk en un pequeño salón adyacente a la habitación del ama de llaves, lugar apropiado para personas como, policías, esto es, para quienes no eran exactamente ni criados ni comerciantes pero, con toda seguridad, tampoco personas de calidad.

Tan pronto el criado hubo salido, Monk dio lentamente una vuelta por la habitación y observó los desgastados muebles, los sillones tapizados de color marrón con sus patas curvas y el aparador y la mesa, ambos de roble. Las paredes estaban empapeladas pero descoloridas, los cuadros eran anónimos pero pretendían ser recordatorios puritanos del valor y virtudes del deber. Monk prefería con mucho la hierba húmeda y los árboles añosos que cubrían aquella extensión ondulada que iba descendiendo poco a poco hasta morir en el artístico estanque situado debajo de la ventana.

Monk se preguntó qué clase de mujer sería aquella que sabía contener su curiosidad durante treinta largos minutos antes que rebajar su dignidad recibiendo de inmediato a una persona tenida por socialmente inferior. Lamb no había hecho ningún comentario sobre ella. ¿La había llegado a ver? Cuanto más pensaba en aquella posibilidad, más lo dudaba. Lady Shelburne no se dignaría solicitar informes a un mero subordinado y tampoco habían existido motivos para interrogarla con respecto a nada.

Pero Monk quería interrogarla directamente. Si Grey había sido asesinado por alguien que lo odiaba, por un loco no en el sentido de una persona que actúa sin motivo, sino sólo en el sentido de quien alimenta una pasión que no sabe dominar y que, al fin, estalla en asesinato, era imperativo que supiera más cosas acerca de Grey. Lo quisiera o no, a buen seguro que la madre de Grey desvelaría algo referente a su hijo, dejaría traslucir algo de sinceridad al evocar recuerdos y dejarse llevar por el dolor, lo que prestaría color al perfil del personaje.

Hasta el momento en que regresó el criado y lo acompañó a través de la puerta tapizada de paño verde y del pasillo que llevaba al salón de lady Fabia, Monk tuvo tiempo de reflexionar a fondo sobre Grey y de meditar en las preguntas que tenía intención de formular a su madre. La estancia estaba discretamente decorada con terciopelo rosa y mobiliario de palo de rosa. Lady Fabia estaba sentada en un sofá Luis XV y, tan pronto como Monk estuvo ante ella, todas sus ideas preconcebidas se esfumaron. No era muy alta, pero sí dura y frágil como la porcelana; su tez era impecable y en su cutis no se apreciaba ni un solo defecto, de la misma manera que en su peinado ni uno solo de sus rubios cabellos estaba fuera de sitio. Sus rasgos eran regulares, sus ojos grandes y azules y sólo la barbilla, un tanto demasiado prominente, desmentía la delicadeza de su rostro. Tal vez fuera delgada en exceso y había que atribuir a su extrema esbeltez la exagerada angulosidad de su cuerpo. Iba vestida de color violeta y negro, como correspondía a una persona que está de luto, aunque en su caso daba la impresión de ser más un signo de dignidad que de dolor. No había rastro de fragilidad en sus maneras.

– Buenos días -dijo con viveza, despidiendo al criado con un gesto de la mano.

No observó a Monk con particular interés y sus ojos apenas se fijaron en él.

– Siéntese, si quiere. Me han dicho que venía para informarme de los progresos encaminados al descubrimiento y detención del asesino de mi hijo. Le ruego que se explique.

Enfrente de él estaba sentada lady Fabia, con la espalda absolutamente recta, resultado de años de obediencia a la gobernanta, de los muchos paseos con un libro en la cabeza que había hecho siendo niña a fin de adquirir el porte correcto, de cabalgar por el parque o con las jaurías de perros en las cacerías manteniendo el cuerpo erguido en la silla de montar. ¿Qué otra cosa podía hacer el insignificante Monk que no fuera obedecerla y sentarse, cohibido y de mala gana, en uno de los historiados sillones?

– ¿Y bien? -preguntó viendo que él permanecía en silencio-. El reloj que me trajo el agente no era el de mi hijo.

A Monk le hirió aquel tono, aquel instintivo aire de superioridad. Es posible que en otros tiempos estuviera acostumbrado a sufrir este trato, pero no lo recordaba; ahora lo irritaba como grava clavada en la carne, no era propiamente una herida sino una abrasión que le producía ampollas. Se acordó de la amabilidad de Beth. Ella no se habría sentido ofendida. ¿Qué los diferenciaba? ¿Por qué no tenía él su acento de Northumberland? ¿Lo habría eliminado deliberadamente para borrar sus orígenes y dárselas de señor? De sólo pensarlo se ruborizó a causa de la estupidez que delataba.

Lady Shelburne lo miraba fijamente.

– Hemos podido comprobar que en el edificio sólo entró un hombre -replicó Monk, con la tirantez propia del que siente su dignidad ofendida- y disponemos de su descripción. -Miró directamente a los ojos azules, fríos y más bien sorprendidos de la dama-. Era un hombre de un metro ochenta, más o menos, de constitución sólida, según podía deducirse de las proporciones de su abrigo. Tenía la tez morena y llevaba el rostro completamente afeitado. Se sabe que fue a visitar al señor Yeats, que vive también en el edificio. Todavía no hemos hablado con el señor Yeats…

– ¿Porqué?

– Porque usted exigió que yo viniera a verla de inmediato y le informara del estado de nuestras gestiones, señora.

Ésta enarcó las cejas con un aire de incredulidad en el que había mucho de desdén. El sarcasmo no la había rozado siquiera.

– Se supone que usted no es la única persona encargada de un caso tan importante como éste. Mi hijo fue un soldado valiente y distinguido que arriesgó su vida por su país. ¿Así se lo pagan?

– Londres es una ciudad en la que abundan los delitos, señora, y todo hombre o mujer qué muere asesinado supone siempre una pérdida para los suyos.

– No puede poner en el mismo platillo de la balanza la muerte del hijo de un marqués y la de un ladrón o un indigente de la calle -le espetó ella.

– Nadie tiene más de una vida que perder, señora, y todos somos iguales ante la ley o por lo menos deberíamos serlo.

– ¡Eso es una bobada! Hay personas destinadas a mandar y a hacer una contribución a la sociedad, pero no son mayoría. Mi hijo era uno de ellos.

– Algunos no tienen nada que… -comenzó a decir.

– ¡Por algo será! -le interrumpió ella-. De todos modos, no estoy de humor para oír sus consideraciones filosóficas. Siento piedad por los que están en el arroyo por los motivos que sea, pero se trata de gente que no me interesa. ¿Puede decirme qué hace para detener al loco que mató a mi hijo? ¿Sabe quiénes?

– No sabemos…

– ¿Entonces a qué esperan para descubrirlo?

Si aquella mujer abrigaba algún sentimiento debajo de su apariencia exquisita, al igual que tantas generaciones de los suyos había aprendido a disimularlo y a no dejarse llevar por la debilidad ni la vulgaridad. El valor y el buen gusto eran sus dioses lares y no les escatimaba sacrificio alguno, ni ninguno le parecía desmedido. Los hacía a diario y sin rechistar.

Monk ignoró la amonestación de Runcorn y se preguntó de paso cuántas veces habría hecho lo mismo en ocasiones anteriores. Había detectado cierta aspereza en el tono con el que Runcorm se le había dirigido aquella mañana, un tono excesivo para la contrariedad que el caso o la carta de lady Shelburne hubieran podido provocarle.