– Creemos que el asesino es alguien que conocía al comandante Grey -le respondió Monk- y que tenía planeado matarlo.
– ¡Qué tontería! -fue su respuesta inmediata-. ¿Por qué tiene que ser un conocido de mi hijo el que lo matara? Mi hijo era un hombre encantador, todo el mundo lo quería, incluso los que sólo lo conocían de manera superficial. -Se levantó, y se acercó a la ventana dándole la espalda a Monk-. Tal vez a usted le cueste entenderlo, porque usted no lo conocía. Lovel, mi hijo mayor, posee la sobriedad, el sentido de la responsabilidad y el don de saber manejar a los hombres. Menard es excelente en lo que a hechos y números se refiere, y sabe sacar provecho de lo que sea. Pero Joscelin era encantador, sabía deleitarte y hacerte reír. -Se le había quebrado la voz, era evidente que sentía un dolor auténtico-. Menard no canta como Joscelin ni Lovel posee su imaginación. Será un magnífico señor de Shelburne, administrará estupendamente la propiedad y se mostrará justo con todos, tanto como dicte la prudencia… ¡pero Dios mío! -se produjo un súbito calor en su voz, algo que casi rozaba la pasión-, comparado con Joscelin, ¡es tan aburrido! De pronto, Monk se sintió identificado con la sensación de pérdida que descubrían las palabras de aquella mujer, la soledad, aquel sentimiento de algo perdido irremediablemente en su vida, un ser amado que ahora sólo podía rememorar volviendo la vista atrás.
– ¡Cuánto lo siento! -dijo Monk, profundamente compadecido-. Sé que con esto no podremos recuperar a su hijo, pero encontraremos al asesino y será castigado.
– Ahorcado -dijo ella con voz monocorde-. Despertado de madrugada y colgado de una cuerda.
– Sí.
– A mí no me beneficia en nada -dijo volviéndose hacia Monk-, pero es mejor que nada. Procure que así sea.
Tales palabras equivalían a una despedida, pero Monk todavía no estaba dispuesto a marcharse. Aún había otras cosas que quería saber. Se levantó.
– Eso es lo que me propongo, señora, pero aún así necesito su ayuda…
– ¿Mi ayuda? -Su voz expresó sorpresa y también descontento.
– Sí, señora, tengo que saber quién odiaba tanto al comandante Grey como para decidir matarlo por la razón que sea. -Captó la expresión del rostro de la dama-. Mire, señora, las personas más distinguidas pueden inspirar envidia, codicia, celos por causa de una mujer. También podría tratarse de una deuda de honor que no se podía saldar…
– Sí, tiene usted razón. -Parpadeó y al mismo tiempo se tensaron los músculos de su delgado cuello-. ¿Cómo se llama usted?
– William Monk.
– Muy bien. ¿Y qué quiere usted saber acerca de mi hijo, señor Monk?
– Para empezar, me gustaría conocer al resto de la familia.
La señora levantó las cejas levemente divertida y con fría sorpresa.
– ¿Se figura que mis opiniones son parciales, señor Monk, que no le he dicho toda la verdad?
– A menudo sólo mostramos a los demás las facetas más halagadoras de las personas que más amamos o que más nos aman -replicó Monk con voz tranquila.
– Me parece una observación perspicaz.
La voz de lady Shelburne era penetrante, Monk habría querido adivinar toda la pena que se escondía detrás de aquellas palabras.
– ¿Cuándo puedo hablar con lord Shelburne? -preguntó Monk-. ¿Y con cualquiera que pudiera conocer bien al comandante Grey?
– Si lo considera necesario, no hay inconveniente en que lo haga. -Volvió a la puerta-. Espere un momento y le diré que lo reciba si a él le parece conveniente.
Abrió la puerta de par en par y la atravesó sin volverse a mirarlo.
Monk se sentó casi enfrente de la ventana. Por delante de la misma pasó una mujer vestida con un sencillo traje de paño que llevaba una cesta colgada del brazo. Durante un brevísimo instante le sobrevino otro destello de memoria. Vio mentalmente la figura de una niña de negros cabellos y en aquel momento supo que la calle empedrada situada más allá de los árboles conducía al agua. Le faltaba algo y, tras hacer un esfuerzo, supo que era el viento y los chillidos de las gaviotas. Era un recuerdo de felicidad, de seguridad absoluta. Era la infancia… tal vez su madre, tal vez Beth…
Pero se esfumó. Se esforzó por recuperarlo, por cernirlo con más precisión a fin de percibir los detalles, pero no consiguió ver nada más. Él era un hombre adulto y había ido a Shelburne para ocuparse del asesinato de Joscelin Grey.
Esperó otro cuarto de hora antes de que volviera a abrirse la puerta y entrase lord Shelburne. Tenía alrededor de treinta y ocho o cuarenta años, era más corpulento que Joscelin Grey a juzgar por la descripción que de él tenía y por las prendas que había visto, pero Monk hubo de preguntarse si también Joscelin tendría aquel aire de seguridad y de ligera superioridad, por muy involuntaria que fuera. Tenía la piel más oscura que la de su madre, y en su rostro había un equilibrio diferente, mayor seriedad, ni una pizca de humor en la forma de los labios.
Monk se puso en pie en señal de cortesía… aunque al mismo tiempo se odió por haberlo hecho.
– ¿Usted es el policía? -dijo Shelburne frunciendo ligeramente el ceño y permaneciendo de pie, lo que obligó a Monk a seguir también de pie-. Bien, ¿qué quiere? De veras que no entiendo que lo que yo pueda decirle acerca de mi hermano le sea de utilidad para localizar al loco que forzó la entrada de su casa y lo mató, pobre desgraciado.
– La entrada de su casa no la forzó nadie, señor -lo corrigió Monk-. Quienquiera que fuese entró en casa del comandante Grey porque éste le franqueó la entrada.
– ¿En serio? -Las cejas se le levantaron apenas-. Lo encuentro poco probable.
– Será porque no está al corriente de los hechos, señor. -Monk estaba furioso ante los aires de condescendencia y arrogancia que se daba aquel hombre que presumía de conocer el trabajo de Monk mejor que él mismo por el simple hecho de pertenecer a un estrato superior.
¿Siempre le había costado tanto soportar a aquella clase de gente? ¿Había sido un hombre de temperamento vivo en otro tiempo? Runcorn había aludido a cierta falta de diplomacia, pero ahora no recordaba exactamente sus palabras. Sus pensamientos volaron hasta la iglesia que había visitado el día anterior, a la mujer que había vacilado al pasar junto a él a través del pasillo. Podía ver su rostro tan nítidamente, aquí en Shelburne, como en la iglesia; oía el crujido del tafetán, percibía el perfume sutil, casi imperceptible que la envolvía, sus grandes ojos. Era un recuerdo que le hacía latir el corazón con más fuerza y la emoción le ponía un nudo en la garganta.
– Sé que a mi hermano lo mató un loco, lo golpeó hasta matarlo. -La voz de Shelburne dispersó sus pensamientos-. También sé que todavía no lo han encontrado. ¡Los hechos son éstos!
Monk se obligó a centrar su atención en el momento presente.
– Con todo respeto, señor-dijo tratando de escoger las palabras con el máximo tacto-, sabemos que lo golpearon hasta matarlo. No sabemos quién fue ni por qué lo hizo, pero sí que no hay señales de que forzara la entrada y que la única persona que no ha sido aún localizada, de las que posiblemente entraron en el edificio parece que fue a visitar a otro vecino. Quienquiera que fuese la persona que atacó al comandante Grey tomó muchas precauciones en cuanto al procedimiento y, que sepamos, no robó nada.
– ¿Y por esto ya deduce que era una persona que él conocía?
Shelburne se mostró escéptico.
– Sí, esto y la violencia del crimen -admitió Monk, alejándose de Shelburne y dirigiéndose al otro extremo de la habitación con intención de observar su rostro a la luz-. Un vulgar ladrón no se dedica a golpear a la víctima una vez que ya está muerta.
Shelburne vaciló.
– A menos que se trate de un loco, claro. Y esto es precisamente lo que yo creo: que usted tiene que habérselas con un loco, señor…
No podía recordar el nombre de Monk y no esperó a que él le despejase la duda. Era un detalle que de hecho no tenía importancia.