Monk advirtió el punto final a la entrevista.
– Sí, señor, empezaré con Yeats.
Se excusó y se dirigió a su despacho.
Evan estaba sentado a la mesa, ocupado escribiendo. Levantó la cabeza con una sonrisa furtiva cuando entró Monk. Éste experimentó una alegría inusitada al verlo; se daba cuenta de que ya veía en Evan más a un amigo que un colega.
– ¿Qué tal Shelburne? -preguntó Evan.
– ¡De lo más delicioso! -replicó Monk-. Y de lo más formal. ¿Qué me dice del señor Yeats?
– De lo más respetable -la boca de Evan se torció en un gesto de momentánea y contenida satisfacción- y de lo más ordinario. Nadie tiene nada contra él. De hecho, nadie dice mucho de él, incluso hay a quien le cuesta recordar de quién se trata.
Monk desterró a Yeats de sus pensamientos y habló de lo que más le importaba en aquel momento.
– Runcorn es de la opinión de que las cosas se complicarán bastante y espera mucho de nosotros…
– Naturalmente. -Evan lo miró de manera absolutamente franca-. Por eso se dio tanta prisa en meterlo a usted en el caso, pese a que apenas se ha repuesto del accidente. Siempre que uno tiene que habérselas con la aristocracia las cosas se ponen feas. Y reconozcámoslo, por lo general a los policías se nos trata como si estuviéramos al mismo nivel social que los criados. Somos como las alcantarillas: cuanto más lejos, mejor. Somos necesarios en una sociedad imperfecta, pero no resultamos lo bastante dignos como para hacernos pasar al salón.
En otro momento Monk hubiera soltado una carcajada, pero ahora no sólo estaba preocupado sino que se sentía acuciado.
– ¿Por qué me ha elegido a mí? -quiso saber de pronto.
Evan se sintió francamente confundido y quiso disimular lo que parecía turbación con un formalismo.
– ¿Cómo dice?
– ¿Que por qué me ha elegido a mí? -repitió Monk con más acritud.
Aunque había notado que su voz subía de tono, no se sintió capaz de dominarla.
Evan bajó torpemente los ojos.
– ¿Quiere una respuesta sincera, señor? Aunque a buen seguro que usted la conoce tan bien como yo.
– Sí, quiero sinceridad. Se lo pido por favor. Evan lo miró directamente a los ojos, estaba nervioso y cohibido a un tiempo.
– Pues porque usted es el mejor detective de la comisaría y también el más ambicioso. Porque usted sabe vestir bien y hablar bien, porque si aquí hay alguien que pueda equipararse a los Shelburne, esa persona es usted. -Vaciló, se mordió los labios y continuó-: Y si usted fracasa, ya sea porque lo lía todo y no es capaz de encontrar al asesino o porque se enfrenta con lady Shelburne y ella presenta quejas a quien sea, hay algunos a quienes no les importaría que usted fuera degradado. Y lo que es peor, si resulta que el culpable es uno de la familia… y usted tiene que detenerlo…
Monk lo miró fijamente pero Evan no apartó los ojos. Monk sintió un estremecimiento de sorpresa.
– ¿Incluido Runcorn? -dijo con voz muy tranquila.
– Eso creo.
– ¿Y usted?
La sorpresa de Evans era más que evidente.
– No, yo no -dijo con toda sencillez y, aunque no protestó con vehemencia, Monk le creyó.
– Muy bien -dijo suspirando profundamente-. Mañana iremos a ver al señor Yeats.
– Sí, señor. -Evan sonrió, contento de haber dejado atrás aquel mal momento-. Estaré aquí a las ocho.
Monk protestó en su fuero interno por la hora, pero tuvo que aceptar. Le dio las buenas noches y se fue a su casa.
Ya en la calle, sin siquiera advertirlo, echó a andar en dirección contraria, hacia la iglesia de St. Marylebone. Estaba a más de dos millas de distancia y se sentía cansado. Había caminado mucho en Shelburne; le dolían las piernas, y tenía llagados los pies. Paró un coche, y a la pregunta del cochero Monk respondió dándole la dirección de la iglesia.
Reinaba una gran paz en el interior de la misma, que estaba bañado por la luz tenue que filtraban las ventanas, que se iban oscureciendo por momentos. Los candelabros proyectaban pequeños halos amarillos.
¿Por qué había ido a la iglesia? En las habitaciones de su casa disponía también de toda la paz y el silencio que le eran necesarios, y, desde luego, no pensaba conscientemente en Dios. Se sentó en uno de los bancos.
¿Por qué había ido a aquel lugar? Por mucho que se hubiera entregado a su trabajo y a sus ambiciones, seguramente tenía algún conocido, algún amigo… incluso algún enemigo. Era forzoso que su vida contara para alguien… aparte de Runcorn.
Llevaba largo rato sentado en la oscuridad, sin parar mientes en el tiempo, pugnando por recordar algo -un rostro, un nombre, un sentimiento incluso, algún hecho relacionado con su infancia, como aquel atisbo momentáneo que había tenido en Shelburne-, cuando de pronto vio a la misma joven vestida de negro, de pie y a pocos pasos de distancia.
Tuvo un sobresalto. ¡Su imagen le resultaba tan viva y familiar! ¿O quizás era sólo que la encontraba encantadora, evocadora de cosas que deseaba sentir y deseaba recordar?
No era hermosa; ciertamente no lo era. Tenía una boca demasiado grande, unos ojos demasiado hundidos. Ella lo miró.
De pronto se asustó. ¿Acaso la conocía? ¿Se estaba mostrando grosero, más allá de toda medida, al no dirigirle la palabra? ¡Pero es que, con toda seguridad, él debía de conocer a todo tipo de gente, a personas de toda condición! Igual habría podido ser la hija de un obispo que una prostituta.
Pero no, con aquella cara no.
¡Qué absurdo! ¡También una ramera podía tener un rostro con ese calor, esa luz en los ojos! Por lo menos si era joven y la naturaleza no había impreso sus marcas en el rostro todavía.
Sin darse cuenta de lo que hacía, seguía mirándola.
– Buenas tardes, señor Monk-le dijo ella lentamente, parpadeando como si se sintiera cohibida. Él se puso de pie.
– Buenas tardes, señora.
Monk no tenía idea de cómo se llamaba, y sentía verdadero pánico, deseando no haber tenido la ocurrencia de ir a la iglesia. ¿Qué podía decirle? ¿Hasta qué punto se conocían? Monk sintió que el cuerpo se le empapaba de sudor, se notó la lengua seca, sus pensamientos se amalgamaron en una masa embrollada e indecible.
– ¡Hace tanto tiempo que no sé nada de usted! -prosiguió ella-. Ya había empezado a temer que hubiera descubierto algo que no se atreviera a comunicarme.
¡Que si había descubierto algo! ¿Acaso estaba relacionada con algún caso? Debía de tratarse de algo antiguo; sólo había trabajado en el asunto de Joscelin Grey desde que había vuelto y antes de eso, el accidente. Quiso decir algo que no lo comprometiera y que, pese a todo, tuviera sentido.
– No, lamento no haber descubierto nada nuevo. -Su voz sonó áspera, poco natural a sus propios oídos. ¡Ojalá que no le sonara igual a ella!
– ¡Oh! -Ella bajó los ojos. Fue como si de pronto no supiera qué decir; después volvió a levantar la cabeza y lo miró abiertamente. Monk vio que tenía unos ojos muy oscuros, no castaños sino de una multitud de matices oscuros-. Dígame la verdad, señor Monk, sea la que fuere. Aunque se trate de un suicidio y obedezca a la razón que sea, prefiero saberlo.
– Es la verdad -dijo él con sencillez-. Hace unas siete semanas sufrí un accidente. Iba en coche y se volcó, me rompí el brazo y las costillas y me fracturé el cráneo. Yo ni siquiera lo recuerdo. Estuve casi un mes en el hospital y después fui a casa de mi hermana, que vive en el norte, para recuperar fuerzas. Me temo que no he hecho gran cosa desde entonces.
– ¡Dios mío! -exclamó ella con el rostro crispado por la preocupación-. ¡Cuánto lo siento! ¿Y ahora está bien? ¿Seguro que está mejor?
Pareció muy afectada y, aunque en el fondo era absurdo, Monk se sintió reconfortado con su preocupación. Expulsó de sus pensamientos la idea de que en ella pudiera tratarse simplemente de compasión o de cortesía.