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Yeats lo vigilaba como el conejo a la comadreja, demasiado aterrado para moverse siquiera.

– Usted tuvo una visita aquella noche -le dijo Monk con voz casi amable-. ¿De quién se trataba?

– ¡No lo sé! -A Yeats le salió una voz atiplada, casi un graznido-. ¡No sé quién era! ¡Ya se lo dije al señor Lamb! Vino a mi casa por error, no era a mí a quien buscaba.

Monk, sin apercibirse casi, levantó la mano intentando calmarlo, como quien trata de apaciguar a un niño o a un animal demasiado excitado.

– Pero usted lo vio, señor Yeats -dijo manteniendo baja la voz-. Tiene que recordar su aspecto, tal vez su voz. Debió de hablar con usted.

Mintiera o no, Monk no conseguiría nada rebatiendo lo que pudiese decirle, porque Yeats se atrincheraría cada vez más en la afirmación de que no sabía nada del asunto.

Yeats parpadeó.

– Pues… pues… no sabría decirle, señor… señor…

– Monk, debe usted disculparme -dijo Monk excusándose por no haberse presentado anteriormente:-. Y mi colega es el señor Evan. ¿El hombre era alto o bajo?

– Oh, alto, muy alto -afirmó Yeats instantánea mente-. Alto como usted y parecía corpulento; claro que llevaba encima un grueso abrigo porque la noche era muy mala, terriblemente húmeda…

– Sí, sí, lo recuerdo. ¿Cree usted que podía ser más alto que yo?-preguntó Monk, esperanzado, poniéndose de pie.

Yeats lo observó con atención.

– No, no, creo que no. Más o menos como usted, que yo recuerde. Pero de esto hace ya bastante tiempo -dijo moviendo la cabeza con aire desesperanzado.

Monk volvió a sentarse y vio que Evan, discretamente, iba tomando notas.

– De hecho, sólo se quedó un momento -protestó Yeats, sosteniendo todavía la tostada, que ya empezaba a desmenuzarse y a soltar migas sobre sus pantalones-. Simplemente me miró, me preguntó por mis ocupaciones y después, advirtiendo que yo no era la persona que buscaba, volvió a marcharse. Esto es todo. -Se sacudió torpemente los pantalones-. Debe creerme, si yo pudiera ayudarle lo haría. ¡Pobre comandante Grey! ¡Qué muerte tan espantosa la suya! -Se estremeció-. Era un joven encantador. La vida juega a veces muy malas pasadas, ¿no les parece?

Monk sintió en su interior un súbito destello de interés.

– ¿Conocía usted al comandante Grey? -dijo en tono casi desinteresado.

– No muy bien, no; -protestó Yeats, negando cualquier tipo de pretensión mundana… o de implicación-, sólo superficialmente, lo conocía de habérmelo tropezado alguna vez, ¿comprende? Pero era una persona muy educada, eso sí, siempre tenía una palabra amable, no como algunos jóvenes de ahora.

No era de esos que fingen que se han olvidado de tu nombre.

– ¿A qué se dedica usted, señor Yeats? No creo que me lo haya dicho.

– Quizá no. -La tostada seguía desintegrándosele en la mano, aunque no le prestaba atención alguna-. Comercio en sellos y monedas de gran rareza.

– ¿También era comerciante el visitante? Yeats pareció sorprendido.

– No me lo dijo, pero yo diría que no. Se trata de una actividad restringida, ¿comprende usted? Uno siempre acaba conociendo a todos los que se dedican a ello.

– ¿Entonces era inglés?

– ¿Cómo dice?

– Me refiero a que no era extranjero, en cuyo caso usted podría no haberlo conocido aunque se dedicase a su mismo negocio.

– ¡Ah, ya entiendo lo que quiere decir! -Yeats desarrugó la frente-. Sí, sí, era inglés.

– Y si no le buscaba a usted, ¿a quién buscaba?

– No… no sabría decirle. -Agitó la mano en el aire-. Me preguntó si yo coleccionaba mapas y le dije que no. Me dijo que lo habían informado mal y se marchó inmediatamente.

– Creo que no fue así, señor Yeats. Creo que entonces fue a llamar a la puerta del comandante Grey y en el curso de los tres cuartos de hora siguientes lo golpeó hasta matarlo.

– ¡Oh, santo Dios! -A Yeats le flaquearon los huesos y, al tiempo que se echaba atrás, se deslizó asiento abajo.

Detrás de Monk, Evan se levantó como si se dispusiera a prestarle ayuda, pero cambió de parecer y volvió a sentarse.

– ¿Le sorprende lo que le he dicho? -le preguntó Monk.

Yeats estaba jadeante, incapaz de pronunciar palabra.

– ¿Está usted seguro de que no conocía a aquel sujeto? -insistió Monk sin darle tiempo a recapacitar.

Había llegado el momento de presionarlo.

– Sí, sí, lo estoy. Para mí era un completo desconocido. -Se cubrió la cara con las manos-. ¡Oh, santo cielo!

Monk miró fijamente a Yeats. Aquel hombre había dejado de serles útil, el más profundo horror lo tenía atenazado o por lo menos eso fingía, muy convincentemente, por cierto. Se volvió y miró a Evan. El rostro de Evan estaba tenso debido a la impresión que le producía el hecho de que fueran testigos de la desazón de aquel hombre, desazón que posiblemente ellos mismos habían provocado.

Monk se levantó y oyó su propia voz como si viniera de muy lejos. Sabía que corría el riesgo de cometer un error y que lo hacía sólo a causa de Evan.

– Gracias, señor Yeats. Lamento haberlo perturbado tan profundamente. Una cosa más, ¿se fijó si aquel hombre llevaba bastón?

Yeats levantó su cara pálida como la de un muerto y su voz fue apenas un murmullo.

– Sí, un bastón muy bonito. Me fijé en él.

– ¿Grueso o delgado?

– ¡No, grueso, muy grueso! ¡Oh, no! -Cerró con fuerza los ojos como si de este modo hubiese querido evitar incluso pensar en lo sucedido.

– No tiene por qué asustarse, señor Yeats -dijo Evan desde detrás de Monk-. Estamos convencidos de que se trata de alguien que conocía personalmente al comandante Grey, no de un loco. No hay motivo alguno para suponer que hubiera podido atacarlo a usted. Me atrevería a decir que era al comandante Grey precisamente a quien buscaba cuando llamó a su puerta y descubrió que se había equivocado.

Hasta que estuvieron fuera Monk no comprendió que Evan debía de haberlo dicho simplemente para reconfortar al hombrecillo. Lo que acababa de decir no podía ser verdad en absoluto. El desconocido había preguntado por Yeats. Miró de reojo a Evan, que ahora caminaba en silencio a su lado bajo una fina llovizna. No hizo comentario alguno sobre el hecho.

Grimwade no les resultó de ninguna ayuda. No había vuelto a ver al hombre después de dejarlo en la puerta del señor Yeats, ni tampoco lo había visto entrar en casa de Joscelin Grey. Había aprovechado la ocasión para atender una necesidad natural y tres cuartos de hora más tarde, es decir, a las diez y cuarto, lo había visto bajar.

– Sólo se puede sacar una conclusión -le dijo Evan, desazonado y caminando con la cabeza gacha-. Al dejar la puerta de Yeats, seguramente siguió el pasillo en dirección a los apartamentos de Grey, pasó media hora aproximadamente con él, lo mató y salió, que es cuando Grimwade lo vio pasar.

– Lo cual no nos explica quién era -dijo Monk sorteando un charco y pasando junto a un lisiado que vendía cordones para zapatos.

Se cruzaron con el carro de un trapero que pregonaba su oficio de forma casi ininteligible debido al canturreo con el que se anunciaba.

– Vuelvo a lo mismo -continuó Monk-. ¿Quién podía odiar de tal manera a Joscelin Grey? En aquella habitación se desató una ira incontenible.

Alguien detestaba a Grey hasta tal punto que siguió golpeándolo incluso después de haberlo matado.

Evan se estremeció mientras la lluvia le resbalaba por la nariz y la barbilla. Se subió el cuello de la chaqueta hasta las orejas; tenía el rostro blanco.

– El señor Runcorn tenía razón -dijo con aire de desaliento-. Va a ser extremadamente desagradable, porque hay que conocer muy bien a una persona para odiarla de forma tan desaforada.

– O haber recibido graves perjuicios de dicha persona -añadió Monk-, aunque probablemente usted tenga razón. Debe de ser alguien de la familia, éstas son cosas que suelen pasar en las familias. O esto o un asunto de amoríos.

Evan pareció sorprendido.

– ¿Cree que Grey era…?