– No. -Monk sonrió con una mueca que le torció los labios hacia abajo-. No me refería a esto, aunque también podría ser; en realidad, es más que probable. Pero yo pensaba en una mujer, una mujer casada, quién sabe.
Los rasgos de Evan se distendieron un momento.
– Supongo que es demasiado violento para tratarse de una deuda de juego o algo así, ¿no? -dijo sin demasiada esperanza.
Monk se quedó un momento pensativo.
– Podría tratarse de extorsión -afirmó, sinceramente convencido de lo que decía. Era una idea que acababa de ocurrírsele, pero le gustó.
Evan frunció el ceño. Caminaban en dirección sur, siguiendo Grey's Inn Road.
– ¿Usted cree? -Miró de soslayo a Monk-. A mino me lo parece. Y no hemos encontrado entradas de dinero que no cuadren. Aunque la verdad es que tampoco nos hemos metido a fondo en eso. Y es cierto que las víctimas de extorsión pueden acabar alimentando un odio muy profundo del que no se les puede culpar sin más. Cuando se ceban en alguien que se ve despojado de todos sus bienes y que encima se ve amenazado con la ruina, llega un momento en que la razón no aguanta.
– Tendremos que averiguar qué clase de compañías frecuentaba -replicó Monk-, quién podría haber cometido errores tan perjudiciales como para que le extorsionaran por ello y acabar cometiendo un asesinato.
– Tal vez, si era homosexual… -apuntó Evan sintiendo una nueva oleada de desagrado, pese a que Monk sabía que ni él mismo creía lo que decía- quizá tuviera un amante que le pagaba para que no hablase y que… sometido a fuertes presiones, acabó matándolo.
– Es todo muy sórdido -le dijo Monk con los ojos clavados en el húmedo pavimento-. Runcorn estaba en lo cierto.
Al mentar a Runcorn sus pensamientos siguieron de pronto por otros derroteros.
Encargó a Evan que fuera a interrogar a todos los comerciantes del barrio y a las personas del club con las que Grey estuvo departiendo la noche en que fue asesinado, que averiguara todo lo que tuviera que ver con sus socios.
Evan comenzó por el comerciante de vinos cuyas señas había encontrado en el membrete de una factura en el apartamento de Grey. Era un hombre gordo de bigotes caídos y maneras untuosas. Manifestó su gran pesar por la muerte del comandante Grey. Qué desgracia tan terrible. Qué ironía del destino que un excelente oficial como él hubiese sobrevivido a la guerra para acabar asesinado por un loco en su propia casa. ¡Qué tragedia! No sabía qué decir, y empleó en decirlo una enormidad de palabras, mientras Evan intentaba en vano meter baza y conseguir que respondiera unas cuantas preguntas de su interés.
Cuando por fin lo consiguió, la respuesta fue la que Evan ya esperaba. El comandante Grey -el honorable Joscelin Grey- era un cliente de calidad. Tenía un gusto exquisito; a fin de cuentas, ¿qué otra cosa cabía esperar de un caballero de su condición? Conocía los vinos franceses y los vinos alemanes. Le gustaba lo mejor, y su establecimiento se lo proporcionaba. ¿Sus cuentas? Bueno, no siempre estaba al corriente de pago, pero acababa por pagar. Ya se sabe que la nobleza es así con el dinero, hay que amoldarse a su manera de ser. No podía añadir nada más, nada en absoluto. Pero si al señor Evan le interesaba el vino, podía recomendarle un excelente Burdeos.
El señor Evan dijo de mala gana que los vinos no le interesaban. Era hijo de un párroco de pueblo, y aunque había recibido una educación esmerada, siempre había andado demasiado corto de dinero como para permitirse poco más que lo mínimo necesario y unas cuantas buenas prendas que siempre le habían sido más necesarias que los buenos vinos. Aunque todo esto no se lo dijo al comerciante.
A continuación probó fortuna en las casas de comidas del barrio, empezando por la que estaba especializada en carnes y terminando en la cervecería local, que también servía un excelente estofado acompañado de un budín de frutos secos, especialmente rico en pasas de Corinto, según pudo comprobar el propio Evan.
– ¿El comandante Grey? -preguntó el propietario con expresión meditabunda-. ¿Se refiere al que mataron? ¡Claro que lo conocía! Venía por aquí regularmente.
Evan no sabía si dar crédito o no a sus palabras. Tanto podían ser verdad como mentira, aunque la comida que servían era barata y abundante, y el ambiente del local seguramente no podía resultarle desagradable a un hombre que había servido en el ejército y se había pasado dos años luchando en los campos de Crimea. Por otro lado, igual podía ser una fanfarronada para prestigiar su negocio, ya próspero en sí, afirmar que allí había cenado una famosa víctima de un asesinato. Eran muchos los que sentían una curiosidad morbosa que prestaría un interés añadido al lugar.
– ¿Qué aspecto tenía? -preguntó Evan.
– ¡Vaya! -exclamó el propietario de la cervecería mirándolo con aire desconfiado-. ¿Pero no estaba metido en el caso? ¿Cómo es que no lo sabe?
– Yo no lo he visto en mi vida -replicó Evan, con mucha lógica-. Esto cambia mucho la cosa, ¿sabe usted?
El propietario hizo una profunda aspiración.
– ¡Claro, que la cambia! Siento haberle preguntado una bobada. Era un tipo alto y más o menos como usted de fuerte, quizás un poco más… pero de buena figura, ¿sabe usted? Un señor de verdad, no tenía necesidad de abrir la boca para demostrarlo. Se lo aseguro. Tenía el pelo rubio… y una sonrisa de lo más simpático.
– ¡Encantador, vamos! -dijo Evan, más como observación que como pregunta.
– ¡Y que lo diga! -corroboró el patrón.
– ¿Era sociable? -prosiguió Evan.
– ¡Ya lo creo! Siempre andaba contando historias. A la gente le gustaba. Una de esas personas que te alegran la vida.
– ¿Era generoso? -inquirió Evan.
– ¿Generoso? -El patrón enarcó las cejas-. No, la verdad, generoso no era. Más bien era de esos que reciben más que dan. Supongo que tampoco tenía mucho que dar. Además, a la gente le gustaba invitarlo… ya le he dicho que era muy simpático. A veces también era rumboso, aunque no muy a menudo… pongamos una vez al mes.
– ¿Invitaba sistemáticamente?
– ¿Qué quiere decir?
– Qué si lo hacía un día determinado del mes.
– ¡Ah, no! Cuando le parecía, igual podía invitar dos veces en un mes como pasarse dos meses sin invitar a nadie.
Jugador, pensó Evan para sus adentros.
– Gracias -le dijo en voz alta-, muchísimas gracias.
Terminó la sidra, dejó seis peniques sobre la mesa y se marchó de mala gana del local porque le esperaba la lluvia, que ya iba escampando.
Pasó el resto de la tarde viendo a zapateros, sombrereros, camiseros y sastres, a través de los cuales se enteró con pelos y señales de lo que ya se imaginaba que le dirían, nada que su sentido común no le hubiera dicho ya.
Compró un budín de anguilas frescas a un vendedor ambulante de Guilford Street que se había instalado delante del Foundling Hospital y seguidamente tomó un cabriolé hasta St. James's y bajó en Boodles, club del que Joscelin Grey era miembro.
Sus preguntas aquí fueron necesariamente más discretas. Se trataba de uno de los clubs masculinos más distinguido de Londres y, como es lógico, el servicio no podía andar cotilleando sobre los socios si querían conservar sus gratos y lucrativos empleos. Todo lo que pudo sacar después de una hora y media de preguntas indirectas fue la confirmación de que el comandante Grey era miembro del club, que lo frecuentaba regularmente»cuando estaba en la ciudad, que por supuesto jugaba, al igual que los demás caballeros, y que era posible que a veces se retrasase un tiempo en satisfacer sus deudas, pero que con toda seguridad las satisfacía. No había caballero que dejara de pagar sus deudas de honor; un comerciante tal vez, pero jamás un caballero. Eso estaba fuera de toda duda.
¿Podía hablar el señor Evan con alguno de los contertulios del comandante Grey?
Si no disponía de autorización, no era posible. ¿La tenía quizá?
No, el señor Evan no la tenía.
Salió de allí poco más enterado que antes, aunque había varias cosas que le rondaban por la cabeza.