Así que dejó a Evan, Monk se dirigió rápidamente a la comisaría y sé metió en su despacho. Sacó los expedientes de todos sus casos y los leyó, lo cual no le produjo, precisamente, una satisfacción especial.
Si sus temores en relación con aquel caso estaban bien fundados -un escándalo en el seno de la buena sociedad, perversión sexual, extorsión y asesinato-, estando a cargo del mismo su trayectoria como detective quedaba condicionada por los riesgos de caer en un fracaso estrepitoso y convenientemente aireado y la aún más peligrosa tarea de descubrir las tragedias personales que habían precipitado la explosión final. Un hombre capaz de matar a un amante -convertido en extorsionador- con el único objeto de guardar su secreto no vacilaría en provocar la ruina de un simple policía. Decir que todo ello era «desagradable» era decir muy poco.
¿No lo habría hecho Runcorn a propósito? Al examinar el historial de su propia carrera, en el que un éxito sucedía a otro, hubo de preguntarse qué precio había tenido que pagar y quién más lo había pagado además de él. Era evidente que lo había sacrificado todo a su trabajo, en aras de una mayor eficacia, mayores conocimientos, maneras más refinadas, una indumentaria apropiada y visto desde fuera, su ambición era tristemente obvia: una dedicación sin límites, una atención meticulosa al detalle, indiscutibles destellos de brillante intuición, una fina perspicacia para juzgar las capacidades -y las debilidades- de los demás, utilizando siempre al hombre apropiado para cada tarea y, una vez finalizada ésta, eligiendo otro diferente para una nueva tarea. Daba la impresión de supeditarlo todo en aras de la justicia. ¿Cómo podía siquiera imaginar que aquella manera de actuar le hubiera pasado inadvertida a Runcorn, que podía llegar a interponerse en su camino?
Su encumbramiento como inspector de la Policía Metropolitana desde sus humildes orígenes de hijo de una aldea de pescadores de Northumberland, era poco menos que meteórica. En doce años había conseguido más que la mayoría en veinte. Ya estaba pisándole los talones a Runcorn y, al ritmo que llevaba, muy bien podía esperar un nuevo ascenso que lograra llevarle al puesto de Runcorn… o a otro mejor.
¿No dependería todo, quizá, del caso Grey?
No habría podido subir tan alto ni tan aprisa sin pasar por encima de algunos buenos profesionales. Sentía crecer en su interior el temor de que hubiera podido no importarle en absoluto. Había revisado someramente los casos. Rendía culto a la verdad y, en aquellas ocasiones en que la ley se mostraba equívoca o guardaba silencio, siempre se había inclinado por lo que él consideraba justo. Pero si en algún momento había llegado a sentir comprensión o una compasión sincera por las víctimas, éstas no habían traslucido en los informes. Sus iras eran impersonales: iban dirigidas contra las fuerzas de la sociedad que causaban la pobreza y alimentaban la indigencia y el crimen, contra la monstruosidad de las destartaladas viviendas de los barrios míseros o los talleres donde se explotaba a los obreros, contra la extorsión, la violencia, la prostitución y la mortalidad infantil.
Admiraba al hombre que veía reflejado en los archivos, admiraba su eficiencia y sus dotes intelectuales, su energía y su tenacidad, su valor incluso, pero no le gustaba. No había calor en aquel hombre, ni puntos flacos, ni esperanzas ni temores humanos, es decir, ni una sola de las peculiaridades que traicionan los sueños del corazón. Lo que había en él más parecido a la pasión era la actitud implacable con que perseguía la injusticia pero, si tenía que basarse simplemente en las palabras que veía escritas, daba la impresión de que aquello que más odiaba era el mal y para él las víctimas del mal no eran personas sino subproductos del delito.
¿Por qué Evan tenía tanto interés en trabajar con él? ¿Para aprender? Sintió una punzada de vergüenza al pensar qué podría enseñarle; no habría querido que Evan se transformase en una copia suya. Las personas cambian constantemente, cada día que pasa uno es un poco diferente del que era ayer, aprende cosas nuevas y olvida otras. ¿No podría aprender él algo de los sentimientos de Evan y enseñarle a cambio la excelencia sin que, aparejada a ella, estuviera la ambición?
Se echaba de ver que los sentimientos que abrigaba Runcorn hacia él eran, en el mejor de los casos, ambivalentes. ¿Habría perjudicado en algo a Runcorn en aquellos años que le habían visto medrar? ¿Qué comparaciones ofrecía a sus superiores? ¿Qué deslices podía haber cometido que denunciasen una falta de sensibilidad? ¿Habría considerado alguna vez a Runcorn como individuo y no como un obstáculo interpuesto entre él y el peldaño siguiente de la escalera?
Difícilmente podía echarle en cara a Runcorn el que ahora se aprovechase de una oportunidad perfecta para adjudicarle un caso en el que tenía forzosamente que estrellarse, ya fuera por incapacidad para resolverlo o por exceso de celo en resolverlo: el descubrimiento de unos escándalos que ni la sociedad y, por consiguiente, tampoco el comisario de policía, podrían perdonarle.
Monk siguió revisando los archivos. El hombre que vio en ellos era para él un desconocido, tan unidimensional como Joscelin Grey; de hecho más, porque había hablado con gente que estimaba a Grey, que había descubierto sus encantos, que había compartido con él risas y recuerdos comunes, que ahora lo echaba de menos y sentía el doloroso vacío que había dejado tras de sí.
Él no tenía recuerdos, ni siquiera de Beth, salvo aquel breve fugaz retazo de infancia que por un momento había entrevisto en Shelburne. ¿Podía esperar en que hubiera otros si no forzaba las cosas y dejaba que fueran aflorando por sí mismos?
En cuanto a la mujer de la iglesia, la señora Latterly, ¿por qué no la recordaba? Desde el accidente sólo la había visto en dos ocasiones y en cambio parecía como si su rostro se hubiera quedado en el fondo de sus pensamientos impregnándolos de una dulzura que nunca la abandonaba. ¿Habría dedicado mucho tiempo al caso, a menudo? Era absurdo imaginar que podía existir alguna cosa de tipo personal entre' los dos, ya que el abismo que los separaba era infranqueable y, si acaso él se había hecho ilusiones, su ambición rayaba en la petulancia, y no había forma de defenderla. Se sonrojó al pensar en lo que podría haber revelado a aquella mujer con su manera de hablar o con sus maneras. El vicario se había dirigido a ella con la palabra «señora». ¿Llevaría luto de su suegro o sería viuda? Cuando volviera a verla quería dejarlo aclarado, dejar bien sentado que no había soñado siquiera en parecida insolencia.
Pero antes de esto Monk tenía que descubrir en torno a qué giraba aquel caso, qué circunstancias gravitaban sobre la muerte reciente del suegro de aquella mujer.
Estudió detenidamente todos sus papeles, todos los expedientes y cuanto tenía en su escritorio y no encontró ninguno en el que figurase el nombre Latterly. De pronto se le ocurrió un pensamiento triste que ahora, por otra parte, resultaba obvio: le habían pasado el caso a otra persona. Por supuesto, no podía ser de otra manera, ya que él había estado enfermo. Difícilmente Runcorn iba a abandonarlo, sobre todo en caso de que fuera cierto que se había producido una muerte sospechosa.
¿Por qué, entonces, la persona sobre la que había recaído la responsabilidad del caso no había hablado con la señora Latterly o, más lógicamente, con su marido, suponiendo que estuviera vivo? Quizás estuviera muerto. ¿Sería ésta la razón de que hubiera sido precisamente ella quien había pedido noticias? Dejó a un lado los expedientes y fue al despacho de Runcorn. Le sorprendió, al pasar por delante de la ventana exterior, ver que ya era casi de noche.
Runcorn seguía en su despacho, aunque estaba a punto de salir. No pareció sorprenderse al ver a Monk.
– ¿Ya vuelve a su antiguo horario? -le comentó secamente-. No me extraña que no se haya casado, usted está casado con su trabajo, pero reconozca que en las noches de invierno el trabajo reconforta muy poco -añadió no sin un cierto ribete de satisfacción-. ¿Qué quería?