Выбрать главу

– Latterly.

A Monk le irritó que le recordaran lo que ahora él mismo conocía de su persona. Antes del accidente él había sido de aquella manera, aquéllas eran sus características, sus hábitos, pero entonces su misma proximidad a los hechos no le permitía juzgarse. Ahora las veía con ojos más desapasionados, como si pertenecieran a otra persona.

– ¿Cómo?

Runcorn lo observaba fijamente, el ceño fruncido por la incomprensión, el tic nervioso del ojo izquierdo más acentuado que de costumbre.

– Latterly -repitió Monk-. Supongo que usted le pasaría el caso a algún otro mientras estuve enfermo.

– Nunca he oído ese nombre -alegó Runcorn con aspereza.

– Yo estaba trabajando en el caso de un hombre apellidado Latterly, que se suicidó o fue asesinado…

Runcorn se puso en pie y se acercó el perchero, del que descolgó aquel abrigo suyo tan funcional pero tan poco vistoso.

– ¡Ah, ese caso! Usted dijo que se trataba de un suicidio y lo dio por cerrado unas semanas antes del accidente. ¿Qué le pasa? ¿Ha perdido usted la memoria?

– ¡No, no he perdido la memoria! -le soltó Monk, sintiendo que le subía por dentro una oleada de calor que, rogaba a Dios no se le hubiera asomado a la cara-, pero resulta que toda la documentación ha desaparecido de mi archivo. He supuesto que debió de ocurrir algo que justificara la reapertura del caso y que usted lo confiara a otro.

– ¡Ah!-gruñó Runcorn, procediendo a ponerse el abrigo y los guantes-. Pues no, no ocurrió nada y el caso sigue cerrado. Tampoco se lo he pasado a nadie. Tal vez no llegara a añadir nada nuevo a la documentación y ahora, ¿querrá hacerme el favor de olvidarse de Latterly, que parece que se quitó la vida, el pobre, y volver a centrarse en Grey, que con toda seguridad no se la quitó?¿Se ha enterado de alguna otra cosa?¡Vamos, Monk, normalmente usted es bastante más hábil! ¿Le ha sacado algo a ese tipo…Yeats?

– No, señor, nada que pueda sernos útil. -Monk estaba molesto y su voz lo traicionaba.

Runcorn, todavía delante del perchero, se dio la vuelta y le sonrió afablemente con un brillo en los ojos.

– Entonces será mejor que abandone esta vía y centre sus pesquisas en la familia y amigos de Grey, ¿no cree? -le aconsejó con mal disimulada satisfacción-. Y de manera especial en sus amigas. Puede haber de por medio algún marido celoso. A mí me da en la nariz que se trata de un odio de este tipo. Créame: en el fondo de todo esto hay algo muy feo. -Se ladeó ligeramente el sombrero, lo que le dio un aspecto más desgarbado que gallardo-. Y usted, Monk, es el hombre adecuado para descubrirlo. ¡Mejor será que vuelva a Shelburne e insista!

Y con esta frase de despedida, radiante de satisfacción, se lió la bufanda alrededor del cuello y salió.

Monk no fue a Shelburne al día siguiente ni en toda la semana. Sabía que tarde o temprano tendría que ir, pero quería estar bien pertrechado cuando llegara el momento, tanto para amarrar las posibilidades de éxito en cuanto a descubrir al asesino de Joscelin Grey -en lo cual lo guiaba un poderoso e indiscutible sentido de la justicia-, como para evitar verse ultrajado al investigar la intimidad de los Shelburne -lo que rápidamente se estaba convirtiendo en motor de importancia casi pareja-, o de quienquiera que hubiese desencadenado tanto odio, y fuera movido por celos, pasiones o perversiones. Monk sabía que los poderosos eran tan frágiles como el resto de los humanos, aunque normalmente fueran mucho más efusivos a la hora de defender dichas fragilidades de las burlas y rechiflas del vulgo. En él era más cuestión de instinto que de experiencia, del mismo modo que tampoco se había olvidado de cómo debía afeitarse o de hacerse el nudo de la corbata.

En lugar de ir a ver a los Shelburne quedó con Evan para volver a Mecklenburg Square a la mañana siguiente, esta vez no para ir tras las huellas de un intruso sino para enterarse de todo lo que pudiera sobre Grey. Aunque hicieron el camino sin apenas decir palabra, sumido cada uno en sus pensamientos, Monk estaba contento de no estar solo. El piso de Grey le producía una profunda opresión, no podía liberar sus pensamientos del acto violento que en él había ocurrido. No era la sangre, ni siquiera la muerte, lo que le obsesionaba, sino el odio. Debía de haber visto la muerte en múltiples ocasiones anteriores, por no decir infinidad de veces, pero a buen seguro qué nunca debía de haberse sentido tan turbado como en esta ocasión. Habrían sido, por lo general, muertes accidentales, asesinatos lamentables e insensatos, el manifiesto egocentrismo del atacante que quiere algo y lo consigue o el asesinato del ladrón que encuentra bloqueada la salida. Sin embargo, en la muerte de Grey estaba en juego una pasión absolutamente diferente, algo íntimo, un vínculo de odio entre el asesino y el asesinado.

Aunque en el resto del edificio la temperatura era agradable, en aquella habitación él sentía frío. La luz que se filtraba a través de los altos ventanales era incolora, oscureciendo más que iluminando aquel espacio. El mobiliario era opresivo y viejo, parecía demasiado voluminoso para la pieza, pese a ser en realidad como cualquier otra. Miró a Evan para ver si también él se sentía agobiado, pero lo único que revelaba su sensible rostro era la repugnancia que le producía revolver la correspondencia de otra persona antes de abrir su escritorio y empezar a resolver los cajones.

Monk pasó junto a él y entró en el dormitorio, que olía un poco a rancio debido a la falta de ventilación. Una fina capa de polvo lo cubría todo, como la última vez. Monk registró los armarios y los cajones de la ropa, el tocador, la cómoda alta. Grey poseía un excelente guardarropía, no abundante pero sí bien cortada y de calidad. Era evidente que tenía buen gusto, pero no el dinero para satisfacerlo como hubiera sido su deseo. Tenía varios pares de gemelos, todos montados en oro, uno con el escudo de la familia grabado y otros dos con sus iniciales. También tres alfileres de corbata, uno con una perla de gran tamaño, además de un juego de cepillos con lomo de plata y un juego de tocador de piel de cerdo. Era evidente que ningún ladrón había entrado allí. Había muchos pañuelos-finos de bolsillo, todos con su inicial, camisas de seda y de hilo, corbatas, calcetines y ropa interior limpia. Se quedó sorprendido y algo desconcertado al ver que sabía, con un margen de error de muy pocos chelines, lo que costaba cada uno de aquellos artículos, por lo que hubo de preguntarse qué aspiraciones lo habían llevado a saber este tipo de cosas.

Había esperado encontrar cartas en los cajones de arriba, tal vez algunas demasiado personales para mezclarlas con las facturas y la correspondencia corriente que se guardaba en el escritorio, pero no encontró nada, por lo que volvió al salón. Evan seguía revolviendo el escritorio, de pie e inmóvil. La habitación estaba sumida en el más absoluto silencio, como si ambos supieran que aquélla era la habitación de un hombre muerto y se sintieran intrusos en ella.

A lo lejos, en la calle, retumbaban las ruedas de los carruajes en el empedrado, el ruido más seco de los cascos de los caballos y el grito de un vendedor ambulante.

– ¿Y bien? -Le pareció que su voz era apenas un susurro.

Evan levantó la vista sorprendido y con los rasgos tensos.

– Aquí hay cantidad de cartas, señor. No sé qué hacer con ellas. Hay varias de su cuñada, Rosamond Grey, y una bastante seca de su hermano Lovel… o sea de lord Shelburne, ¿no? También hay una nota muy reciente de su madre, pero sólo una, por lo que deduzco que no debía conservarlas. Hay varias de una tal familia Dawlish, fechadas poco antes de su muerte, entre ellas una invitación a pasar una semana en su casa. Parece que eran muy amigos. -Frunció ligeramente los labios-. Hay una de la señorita Amanda Dawlish que parece un poco ansiosa. Hay bastantes invitaciones, todas para actos posteriores a su muerte. Parece que no guardaba las antiguas. Y es extraño, pero no hay ninguna agenda. ¡Qué curioso! -Levantó los ojos hacia Monk-. Parecería que un hombre como él habría tenido que llevar una agenda para anotar en ella los compromisos sociales, ¿no le parece?