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– Sí, eso diría yo también. -Monk avanzó unos pasos-. A lo mejor se la llevó el asesino. ¿Está seguro de que no hay agenda?

– Por lo menos en el escritorio, no. -Evan hizo un movimiento negativo con la cabeza-. También he comprobado si había cajones escondidos. ¿Pero por qué habría de esconder una agenda?

– No tengo idea -dijo Monk con absoluta sinceridad, acercándose un paso más al escritorio y examinando su interior-. Tal vez el asesino se la llevó porque figuraba su nombre en ella. Tendremos que ir a ver a esos Dawlish. ¿Consta la dirección en las cartas?

– ¡Oh, sí! Ya he tomado nota.

– Bien. ¿Qué más?

– Varias facturas. No era muy puntual en el pago de las facturas, pero de esto ya me enteré por los comerciantes del barrio. Hay tres facturas del sastre, cuatro o cinco de un camisero, que fue a quien yo vi, dos del comerciante de vinos y una carta bastante perentoria del abogado de la familia en respuesta a una petición de aumento de la renta que le correspondía.

– Imagino que la carta debe de ser negativa.

– Ni más ni menos.

– ¿Alguna cosa de clubs, juego o cosa por el estilo?

– No, pero las deudas de juego no suelen anotarse, ni siquiera en Boodles, a menos que uno tenga que cobrárselas, por supuesto. -Sonrió inesperadamente-. No es que lo sepa por propia experiencia, sino por lo que me han dicho.

Monk se distendió un poco.

– De acuerdo -admitió-. ¿Alguna otra carta?

– Una bastante fría de un tal Charles Latterly, pero que dice poca cosa…

– ¿Latterly? -preguntó Monk con el ceño fruncido.

– Sí. ¿Sabe quién es? -dijo Evan observándolo.

Monk hizo una profunda aspiración y trató de dominarse. La señora Latterly había pronunciado el nombre «Charles» en St. Marylebone y él había temido que fuera su marido.

– Hace un tiempo tuve entre manos el caso de un tal Latterly -explicó Monk procurando hablar con frialdad-. Probablemente se trata de una coincidencia. Ayer lo busqué en los archivos pero no lo encontré.

– ¿Se trataba de alguien relacionado con Grey, algún escándalo que conviene mantener secreto o…?

– ¡No! -respondió Monk con más viveza que la requerida, con lo que traicionó sus sentimientos. Trató de moderar su tono-. ¡No, en absoluto! De todos modos, el pobre ya está muerto. Murió antes que Grey.

– ¡Oh! -Evan volvió a centrarse en el escritorio-. Me temo que esto es todo. De todos modos, a partir de estos datos podemos ponernos en contacto con muchas personas que lo conocieron y éstas nos conducirán a otras.

– ¡Sí, sí, claro! Tomaré nota de la dirección de Latterly, de todos modos.

– De acuerdo. -Evan rebuscó entre las cartas y le pasó una.

Monk la leyó. Era una carta muy fría, tal como ya le había dicho Evan, aunque no dejaba de ser cortés, y en ella no había nada que dejara presumir una antipatía evidente, sólo una relación que ahora ya no podría continuar.

Monk la leyó tres veces, aunque en ella no descubrió ningún indicio. Copió la dirección y devolvió la carta a Evan.

Terminaron el registro del piso y, después de tomar las debidas notas, volvieron a salir y a pasar por delante de Grimwade al atravesar el vestíbulo de entrada.

– Vamos a comer -dijo Monk, animado, movido por el deseo de estar con gente, de oír risas y conversaciones y de ver personas que no sabían nada de asesinatos ni violencias, de secretos obscenos, personas ocupadas en los placeres y disgustos sencillos de la vida diaria.

– De acuerdo -dijo Evan poniéndose a su lado-. Hay una buena taberna aproximadamente a media milla de distancia donde sirven los dumplings más exquisitos de los alrededores. De todos modos… -se quedó callado de repente- es un sitio muy humilde… no sé si usted…

– A mí me parece bien -admitió Monk-, es justamente lo que nos hace falta. Después del tiempo que nos hemos pasado en ese piso, estoy helado de frío. No sé por qué, pero da una impresión de frío terrible.

Evan encogió los hombros y sonrió con cierta timidez.

– Quizá sólo sean aprensiones, pero la verdad es que también a mí me entra frío cuando estoy en el piso. Todavía no estoy acostumbrado a los asesinatos.

»De todas maneras, me imagino que usted ha superado este tipo de emociones, yo todavía no me encuentro en ese estadio…

– ¡No, mejor no se acostumbre! -le aconsejó Monk expresándose con más énfasis del que deseaba. Estaba poniendo al descubierto su propia naturaleza con aquella súbita exhibición de su sensibilidad, pero no le importaba, aunque al ver que había afectado a Evan con su vehemencia, quiso rectificar-: Me refiero a que conviene mantener la cabeza despejada sin llegar a impermeabilizarse. Hay que ser hombre antes que detective.

Ahora que lo había dicho, le sonaba a sentencia pero también a trivialidad, y se sintió cohibido.

Evan pareció no advertirlo.

– Me queda mucho camino por recorrer antes de alcanzar su pericia, señor. De momento debo confesar que aquella habitación de arriba me hace sentir a disgusto. Es el primer asesinato de estas características en el que me veo involucrado -sonaba un tanto cohibido y bisoño-. Por supuesto que llevo vistos unos cuantos cadáveres, pero generalmente se trataba de personas que habían sufrido accidentes o de indigentes que habían muerto en la calle. En invierno suele haberlos. Por esto me gusta tanto participar con usted en este caso. No podría tener mejor maestro.

Monk notó que se le habían subido los colores con aquel halago. Era satisfacción y vergüenza, no creía merecer aquel elogio. No se le ocurría qué responder y siguió adelante a través de la espesa lluvia que arreciaba, buscando las palabras adecuadas pero sin encontrarlas. Evan caminaba a su lado y al parecer no le hacía falta respuesta.

El lunes siguiente Monk y Evan se apearon del tren en Shelburne y se dirigieron a Shelburne Hall. Era uno de esos días de verano en que sopla viento fresco de levante, un viento que golpea con fuerza la cara y deja el cielo despejado, sin una sola nube. Los árboles eran como enormes nubes verdes posadas en el regazo de la tierra y se movían suave e incesantemente entre susurros. Por la noche había llovido y, en los espacios umbríos, la tierra removida por las pisadas despedía un dulce olor a humedad. Caminaban en silencio, cada uno disfrutando a su manera. Monk no pensaba en nada en particular, como no fuera en la sensación placentera que le proporcionaban la distancia del cielo y la amplitud de los campos. De pronto la memoria irrumpió con fuerza en su cabeza y volvió a ver Northumberland: las colinas anchas y yermas, el viento del norte estremeciendo la hierba. Él cielo lechoso recorrido por rebaños de nubes en alta mar y, por encima de las corrientes, el planeo de blancas gaviotas que llenaban el espacio con sus chillidos.

Se acordó de su madre, morena como Beth, de pie en la cocina, y el olor a levadura y a harina. Su madre estaba orgullosa de él porque sabía leer y escribir. Debía de ser muy pequeño entonces. Recordó una habitación inundada de sol y a la mujer del vicario que le enseñaba las letras. Beth, vestida con una bata, lo observaba llena de respeto. Ella no sabía leer. Casi pudo revivir la experiencia de enseñarle a Beth a leer, muchos años después, el perfil de cada letra. En la caligrafía actual de Beth todavía resonaban ecos de aquellos tiempos: era cuidada, consciente de la habilidad que se precisa para el trazo y de las largas horas que había necesitado para dominarlo. Ella lo había querido muchísimo, lo admiraba sin paliativos. De pronto la evocación se desvaneció y fue como si alguien acabara de echarle encima un jarro de agua fría porque se quedó sobresaltado y tembloroso. Era el recuerdo más intenso y potente que se le había presentado y su precisión lo dejó estupefacto. No advirtió los ojos de Evan clavados en él ni las miradas furtivas que le dirigió después, como esforzándose para no entrometerse en sus pensamientos.