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Monk estaba tratando de elaborar una respuesta educada cuando intervino la propia lady Shelburne con voz tímida pero tensa.

– Tal vez tengas razón, Lovel, pero éste no es el caso. A Joscelin lo mató una persona que lo conocía, por muy desagradable que el hecho pueda resultarnos. Puede tratarse de alguien que conozcamos aquí. Y siempre será más discreto que el señor Monk venga a nuestra casa a interrogarnos a nosotros que dejar que ande por ahí preguntando al vecindario.

– ¡Santo Dios! -exclamó Lovel con desaliento-. ¡No lo dirás en serio! Sería monstruoso dejarlo a su aire, este hombre nos traería la ruina.

– ¡Qué tontería! -Cerró el libro de direcciones de un golpe y volvió a meterlo en el cajón-. No pueden arruinarnos tan fácilmente. Los Shelburne llevan quinientos años sobre la faz de la tierra y en ella seguiremos. De todos modos, yo no dejaría nunca que el señor Monk hiciera tal cosa. -Miró a Monk con maldad-. Ésta es la razón de que yo misma le haya proporcionado una lista y hasta le haya indicado qué preguntas pueden ser pertinentes… y cuáles sería mejor evitar.

– No es necesaria ninguna de las dos cosas. -Lovel pasó con rabia de su madre a Monk y después, con el rostro arrebolado, miró nuevamente a su madre-. La persona que mató a Joscelin debe de formar parte del círculo de sus amistades de Londres… suponiendo que se trate de alguien a quien conociera, lo que me permito seguir dudando. Pese a todo lo que usted diga, continúo creyendo que obedece puramente al azar el hecho de que la víctima fuera él y no otra persona. Me atrevería a decir que lo más probable es que alguien lo viera en algún club o en cualquier otro sitio y, dándose cuenta de que manejaba dinero, se propusiera robárselo.

– No hubo robo, señor -dijo Monk con decisión-. Había una gran cantidad de objetos valiosos colocados en lugares visibles y siguieron en su sitio, incluso tenía en la cartera todo el dinero que llevaba en ella.

– ¿Y sabe usted qué cantidad de dinero llevaba en la cartera? -preguntó Lovel-. A lo mejor llevaba centenares de libras.

– Los ladrones no suelen contar el dinero ni devuelven cambio -replicó Monk, que sólo consiguió moderar ligeramente la entonación sarcástica natural de su voz.

Lovel estaba demasiado indignado para quedarse callado.

– ¿Tiene motivos para suponer que se trataba de un ladrón de tipo corriente? No sabía que hubiera llegado tan lejos en sus pesquisas. Mejor dicho, no tenía constancia siquiera de que las hubiera iniciado.

– El ladrón no era nada corriente, esto por descontado. -Monk hizo como que ignoraba el comentario irónico-. Los ladrones raras veces matan. ¿El comandante Grey solía pasearse con centenares de libras en el bolsillo?

A Lovel se le había puesto el rostro como la grana. Arrojó la fusta al otro lado de la habitación y, pese a que lo hizo con intención de que aterrizara en el sofá, fue a parar más lejos y dio en el suelo, hecho al que no prestó la menor, atención.

– ¡No, claro que no! -gritó-. Pero las circunstancias eran únicas. No sólo fue víctima de robo, no sólo fue abatido, sino que además fue objeto de una sucesión de golpes que le provocaron la muerte, no sé si lo recuerda.

El rostro de lady Fabia se contrajo de dolor y de angustia.

– De veras, Lovel, que el hombre hace todo lo que puede y se esfuerza al máximo. No hay necesidad de ofenderlo.

De pronto Lovel cambió de actitud.

– Estás trastornada, mamá, y es natural que lo estés. Deja el asunto en mis manos. Si hay que decir algo al señor Monk, yo me ocupo del caso. ¿Por qué no vas a la salita y tomas el té con Rosamond?

– ¡No me digas lo que tengo que hacer, Lovel! -le replicó su madre poniéndose en pie-. No estoy tan trastornada como para no saber qué tengo que hacer ni para no ser capaz de ayudar a la policía a dar con el hombre que asesinó a mi hijo.

– Por mucho que queramos, no podemos hacer nada, mamá -estaba perdiendo los estribos otra vez-, pero lo último sería colaborar con la policía para que importune a la mitad de la población pidiéndole información personal acerca de la vida y amistades del pobre Joscelin.

– La persona que lo golpeó con un bastón hasta matarlo fue una de las «amistades» del pobre Joscelin.

La cara de lady Shelburne estaba lívida como la cera y otra mujer con menos temple que ella a buen seguro que ya llevaría desmayada un buen rato, pero ella se mantuvo más tiesa que un palo y con los puños apretados, blancos.

– ¡Pamplinas! -saltó Lovel al momento-. Probablemente debió de ser alguien que jugaba a las cartas con él y que no soportaba perder. Joscelin era un jugador mucho más avispado de lo que aparentaba. Hay gente que hace apuestas que no puede permitirse y, si pierde, se desmorona y no sabe lo que se hace. -Jadeaba ruidosamente-. Los clubs de juegos deberían ser más exigentes a la hora de admitir socios. Es probable que a Joscelin le ocurriera esto. ¿Cómo va a haber nadie aquí en Shelburne que sepa alguna cosa sobre este asunto?

– También es posible que se tratara de un hombre celoso que no tolerara escarceos con su mujer -respondió ella en tono glacial-. Joscelin era un hombre muy seductor, ¿sabe usted?

Lovel se ruborizó y pareció como si toda la piel de la cara se le tensase.

– Demasiado a menudo me lo recuerdas -dijo Lovel en voz baja y tono desagradable-, pero nadie lo advertía tanto como tú, mamá. En cualquier caso, se trata de una cualidad superficial.

Su madre lo miró fijamente y su mirada reflejó un sentimiento muy próximo al desprecio.

– Tú no sabes qué es el encanto en una persona, Lovel, lo que no deja de ser una desgracia para ti. Quizá podrías hacerme el favor de pedir un servicio extra de té en la salita. -Con toda deliberación ignoró a su hijo y cambió los papeles, como si se hubiera propuesto herirlo-. ¿Querrá acompañarnos, señor Monk? Quizá mi nuera pueda proporcionarle alguna información. Solía asistir a muchos de los actos en los que Joscelin estaba presente y ya se sabe que a menudo las mujeres son observadoras más sutiles de las demás mujeres, sobre todo en lo que a… en lo que a cuestiones de tipo sentimental se refiere.

Sin esperar respuesta, dio por sentado que él aceptaba y, mientras seguía ignorando a Lovel, se volvió hacia la puerta y esperó. Lovel vaciló unos breves segundos, pero optó por seguir obedientemente a su madre y abrirle la puerta. Ésta la cruzó sin mirar a ninguno de los dos hombres.

El ambiente de la salita era tenso. Rosamond pareció sorprendida de que se admitiera a un policía a tomar el té como si de un caballero se tratara. Incluso la doncella parecía estar violenta al entrar en la estancia con las tazas y las pastas de té. A lo que parecía, las habladurías de la planta baja ya la habían puesto al corriente de quién era aquel tal señor Monk. Este se acordó de Evan y, aunque no hizo ningún comentario, se preguntó si habría hecho algún progreso.

Tan pronto como la doncella hubo colocado los platos y las tazas delante de cada uno y hubo salido, lady Fabia comenzó a hablar con voz tranquila y mesurada, evitando los ojos de Lovel.

– Rosamond, cariño, la policía está interesada en saber todo lo que podamos decirle sobre la vida social de Joscelin durante los meses que precedieron a su muerte. Tú asististe más o menos a los mismos actos que él, por lo que estás más al corriente que yo de algunas de sus relaciones. Por ejemplo, ¿sabes de alguien que sintiera un interés por él más marcado que el que aconseja la prudencia?

– ¿Yo? -exclamó Rosamond, profundamente sorprendida o mejor actriz que lo que Monk la había juzgado en su anterior entrevista.

– Sí, tú, querida Rosamond -dijo lady Fabia pasándole las pastas, gesto que ella ignoró-. Ahora te lo pregunto a ti y después se lo preguntaré a Úrsula, por supuesto.

– ¿Quién es Úrsula? -interrumpió Monk.

– La señorita Úrsula Wadham, la prometida de mi segundo hijo, Menard. Puede dejar tranquilamente en mis manos la misión de recabar de ella toda la información que pueda serle de utilidad. -Dejó a Monk para centrarse nuevamente en Rosamond-. ¿Qué me dices?