– No recuerdo que Joscelin mantuviera ninguna… relación… en particular. -Rosamond hablaba torpemente, como turbada por algo.
Observándola, Monk se dijo por un momento si no habría sido ella la que estaba enamorada de Joscelin y si ésta era la razón de que Lovel se resistiera tanto a que prosiguiera el interrogatorio.
¿Podía, quizás, haber rebasado los límites de una mera atracción personal?
– Esto no es lo que te he preguntado -dijo lady Fabia en tono de estársele acabando la paciencia-. Lo que te he preguntado es si había alguien que hubiese mostrado algún interés por Joscelin, aunque se tratase de un interés unilateral.
Rosamond levantó la cabeza. Por un momento Monk pensó que se resistiría a doblegarse ante su suegra, pero el momento pasó.
– Norah Partridge le tenía una gran simpatía -replicó lentamente, como midiendo sus palabras-, pero esto era algo del dominio público y no me imagino a sir John tomándoselo tan mal como para que se desplazase a Londres y matase a Joscelin. Creo que quiere mucho a Norah, pero no tanto como para llegar a semejantes extremos.
– Entonces eres más observadora de lo que me figuraba -le dijo lady Fabia con ácida sorpresa-, aunque no sabes mucho de los hombres, cariño. No es preciso querer excesivamente a una persona para sentirte herido cuando alguien pretende arrebatártela, sobre todo cuando las personas involucradas tienen tan poco tacto que no se abstienen de hacerlo públicamente. -Se volvió hacia Monk, a quien nadie había ofrecido pastas-. Ya tiene algo por donde empezar, aunque dudo que John Partridge llegara al asesinato… y que se sirviera de un bastón en caso de perpetrarlo. -La pena volvió a invadir su rostro-. Pero Norah tenía otros admiradores. Es una personilla un tanto extravagante y un poco cabeza loca.
– Gracias, señora. ¿No se le ocurre nada más?
Pasaron otra hora rastrillando antiguas aventuras amorosas de Joscelin, relaciones o supuestas relaciones. Monk escuchaba a medias. No estaba tan interesado en los hechos como en los matices que se advertían en la expresión de los que hablaban. Era muy evidente que Joscelin había sido el favorito de su madre y, si el ausente Menard era como su hermano mayor, no costaba entender por qué. Sin embargo, cualesquiera que pudieran ser los sentimientos de aquella mujer, las leyes de primogenitura establecían que no sólo el título y las tierras, sino también el dinero para mantenerlas y el tren de vida que llevaban implícito, pasaran a Lovel, el mayor de los hijos.
Lovel no contribuía en nada a satisfacer a su madre y Rosamond muy poco, pese a que parecía sentir por su suegra mucho más respeto que por su marido.
Para contrariedad de Monk, lady Callandra Daviot no hizo acto de presencia. Le habría gustado contar con su candor, aunque no estaba seguro de si se habría expresado ante aquella acongojada familia suya con la misma libertad de aquel día en el jardín bajo la lluvia.
Monk les dio las gracias y se excusó a tiempo para encontrarse con Evan y caminar juntos hasta el pueblo, donde se tomaron una pinta de sidra mientras esperaban el tren de regreso a Londres.
– ¿Y bien? -preguntó Monk así que dejaron de avistar la casa.
– ¡Ah!
Evan a duras penas podía reprimir su entusiasmo y caminaba dando unos pasos sorprendentemente largos, su cuerpo larguirucho rebosante de energía, chapoteando en los charcos que encontraba en el camino sin reparar en que sus botas se iban empapando.
– ¡Es algo fascinante! Jamás había estado en una casa tan grande como ésta, me refiero a que no había visto ninguna por dentro. Mi padre era sacerdote, ¿sabe usted?, y a veces cuando yo era niño lo acompañaba. Pero jamás había visto nada parecido a esto. ¡Dios mío!, esos criados tienen que aguantar cosas que a mí me paralizarían de vergüenza. La familia los trata como si fueran sordos y ciegos.
– No los consideran personas -replicó Monk-. Por lo menos no como se consideran personas a sí mismos. Son dos mundos diferentes que no tienen más contacto que el físico. En consecuencia, las opiniones de los criados no cuentan. ¿Se ha enterado de algo? -Sonrió levemente al comprobar la inocencia de Evan.
Este hizo una mueca.
– Creo que sí, aunque por supuesto los criados no tienen intención de decir nada contra sus señores ni a la policía ni a nadie, me refiero a cosas de carácter confidencial. En ello les va algo más que la mera subsistencia. Son muy reservados, o eso creen ellos.
– ¿Cómo ha hecho, pues, para enterarse de algo? -preguntó Monk lleno de curiosidad, observando los rasgos inocentes e imaginativos de Evan. Evan se sonrojó ligeramente.
– Me he puesto en manos de la cocinera. -Bajó los ojos y miró el suelo, aunque no aminoró la marcha en lo más mínimo-. He puesto verde a mi casera, echando pestes sobre su manera de cocinar… y como además me he tenido que estar bastante rato fuera antes de entrar y se me han quedado las manos heladas… -Levantó los ojos para mirar a Monk y prosiguió-. Una mujer muy maternal, la cocinera de lady Shelburne -sonrió con aire complacido-. Me parece que he tenido mucha más suerte que usted.
– Yo no he comido nada -dijo Monk, contrariado.
– ¡Cuánto lo siento! -dijo Evan, que no lo sentía en absoluto.
– ¿Y qué le ha reportado este espectacular inicio, aparte de un buen ágape? -preguntó Monk-. Supongo que se habrá enterado de un sinfín de cosas… mientras sufría y comía a más y mejor.
– ¡Oh, sí! ¿Sabía que Rosamond proviene de una familia acomodada, pero dentro de la línea de los nuevos ricos? Al principio tenía que casarse con Joscelin pero, aconsejada por su propia madre, acabó casándose con el hermano mayor, al que también tenía opción. Como era una chica buena y obediente, hizo lo que le ordenaron. Por lo menos esto leí entre líneas al oír la conversación entre la doncella y la lavandera, antes de que entrase la camarera e interrumpiera sus habladurías y volvieran a ponerse a trabajar en lo suyo.
Monk silbaba entre dientes.
– Durante los primeros años no tuvieron hijos-continuó Evan antes de que lo interrumpiera-, después vino uno, que será el heredero del título. De esto hace aproximadamente un año y medio. Los maliciosos dicen que el niño tiene los rasgos típicos de Shelburne, aunque se parece más a Joscelin que a Lovel, según oyó comentar en la taberna el segundo lacayo. Tiene los ojos azules, y ya se habrá fijado que lord Shelburne los tiene oscuros. Al igual que ella… sus ojos son…
Monk se paró en el camino y lo miró fijamente.
– ¿Está seguro?
– De lo único que estoy seguro es de que lo dicen y probablemente lord Shelburne se habrá enterado… finalmente. -De pronto pareció consternado-. ¡Oh, Dios mío! Eso fue lo que insinuó Runcorn, ¿no es verdad? Un asunto verdaderamente desagradable, en serio, verdaderamente desagradable. -Era cómica aquella expresión de desaliento reflejada en su rostro; aquel entusiasmo suyo de pocos momentos antes súbitamente se había esfumado-. ¿Qué diablos vamos a hacer? ¡Ya me imagino cómo reaccionará lady Fabia como le digamos esto!
– También me lo imagino yo -afirmó Monk, torvo-. No sé qué podemos hacer.
6
Hester Latterly estaba en el saloncito de la casa que tenía su hermano en Thanet Street, a poca distancia de Marylebone Road, contemplando a través de la ventana los carruajes que iban pasando. La vivienda era más pequeña y mucho menos acogedora que la casa solariega, enclavada en Regent Square, pero al morir su padre la habían tenido que vender. Siempre había imaginado que Charles e Imogen dejarían un día aquella casa y volverían a Regent Square, pero por lo visto el dinero necesario para el traslado había que emplearlo en otros asuntos y, aparte de éste, no les había correspondido otro capital en herencia a ninguno de los dos. Así pues, a la sazón vivía con Charles e Imogen y así se vería obligada a seguir mientras no estuviera en condiciones de hacer nada por su cuenta. Era precisamente la naturaleza de dichas condiciones lo que ocupaba sus pensamientos en aquel momento.